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jueves, 10 de diciembre de 2015

Mandragora Rosarinarum


Nadie escuchó nada. Los vecinos se conmocionaron al saber que el viejito estaba muerto. ¿Qué le podrían haber sacado a un pobre viejo? ¡Nada!

Todos lo apreciaban porque tenía el don de curar a los enfermos con yuyos y agua bendita. Las colas de aquejados siempre estuvieron frente a la puerta de su casa o sentados en sillas adentro en silencio esperando su turno; hasta los animales eran llevados e incluso iban solos para ser curados; todos, sin distinción, se sanaban, porque él al mirar el aura, diagnosticaba la enfermedad. Se iba al fondo y traía una bolsita de papel con yuyos para hacer té, tinturas e infusiones.

El viejo, con la ayuda de Alí, un descendiente de la tribu Banu Hanîfa bin Sa’b bin Ali ibn Bakr, escapado de la guerra, conocedor de cuanta planta hay en el mundo, separaba yuyo por yuyo y los dejaban secar al sol en el terreno del fondo. Luego, con paciencia, quitaban las partes de las plantas que no servían,  separaban las flores, semillas, hojas, tronquitos, raíces y los envasaban en frascos de vidrio esmerilados: un regalo de la “Cristalería Rosario”, cuando el viejo curó a la hija de un gerente que, de un día para el otro, había quedado muda.

Las cortezas de árboles y arbustos provenían Vera; los yuyos, de Helvecia y Melincué. También colaboraba una profesora de jardinería: una empleada municipal que trabajaba en el Parque Independencia podando árboles y le llevaba desde hojas de eucaliptos hasta unas plantitas que crecen en las zonas más húmedas del parque bajo las coníferas a las que el viejo llamaba “Mandragora Rosarinarum”, porque existen sólo aquí, en Rosario, y crecen únicamente en el Parque Independencia y en algunas partes de las barrancas del Parque Urquiza.

El viejito yacía sin vida sobre su cama. Alí hacía más de diez minutos había llamado a la policía y todavía no había aparecido ni un solo oficial. Lloraba desconsoladamente y miraba a su alrededor, buscando una pista que le ayudase a develar el crimen. Las marcas en el cuello denotaban que lo habían estrangulado y al asesino no le bastó con eso, también le había dado dos disparos en el pecho.

Alí corrió hasta el cuartito del fondo, donde almacenaban todos los yuyos y cortezas y buscó si faltaba algo. Fue mencionando en voz alta y con acento árabe cada una de las etiquetas: Ruta, Tilia, Passiflora, Aloysia triphylla, Baccharis articulata, Chenopodium quinoa, Holocanta esteuartii, Artemisa filifolia, Helenium quadridentum; Yucca elata, Circium arvense… Y vio un hueco: no estaba el frasco de la Mandragora Rosarinarum con la que el viejo curaba y sanaba a los enfermos terminales y heridos de muerte.

Afuera, se había congregado una multitud que lloraba y oraba.

Ramírez, el oficial de policía a quien el viejito había extraído una bala del cráneo y le había devuelto la vida, llegó, golpeó la puerta con fuerza y entró desesperado. Alí lo condujo al dormitorio y el oficial no pudo creer lo que estaba viendo: el viejo envuelto en un charco de sangre. Se descompuso y lloró a más no poder.

En la calle, cada vez más gente se fue apiñando; rezaban el rosario, oraban a Alá, a Yahvéh y a medida que fue oscureciendo, la cuadra, el barrio entero, se fue iluminando con las parpadeantes llamitas de velas blancas. Los gatos sobre los techos estaban en un acongojado silencio meditativo, los perros, recostados a la par de sus dueños escuchaban los rezos, los caballos, cabizbajos, permanecían inmóviles y hasta se dice, que se los vio lagrimear.
Alí interrumpió el llanto del policía y le dijo que faltaba el frasco de Mandragora Rosarinarum. El hombre lo miró y dijo: “Con la que me curó del balazo a mí.” Se levantó de un salto y pensó en drogadictos, traficantes, asesinos por encargo, violadores… Se quedó con este último pensamiento, escuchó la voz de su intuición de sabueso investigador, se acarició la barbilla y comentó a Alí: “Alguien que quería la plantita y que por ser un pervertido se enfermó… Hay que buscar agua bendita y mandrágora rosarina, yo sé que así el viejito va a volver a la vida, yo volví y estaba muerto, él también podrá volver. Juro por mi vida, que si vuelve, me voy caminando hasta San Nicolás a agradecerle a la Virgencita.”

Alí llamó por teléfono a la profesora que traía los yuyos del Parque Independencia y le dijo que vaya a buscar la plantita. Después, llamó a un amigo, un gran cabalista apodado “Keter” que había curado de palabra a Rabí Moshé, cuando luchaba entre la vida y la muerte por una maldición de un brujo de la Triple A que atemorizaba a todo Barrio Pichincha con sus conjuros y de esa forma había matado a un perro, una gata preñada y al caballo del verdulero. Cuando los vecinos se enteraron de lo de Rabí Moshé, estallaron en la furia contenida. Prendieron fuego la casa del brujo y cuando este salió suplicando clemencia, un cable de media tensión se cortó solo y lo incineró al instante, dejando de él apenas unas manchitas grasientas de su cuerpo en la vereda y unas gotas de oro derretido de su amuleto que ostentaba el nombre completo de un antiguo demonio sumerio. Aún hoy, quien recorra Pichincha, podrá ver, cruzando la calle, unas tenues manchitas que se han ido borrando por los escupitajos de los vecinos y las gotas de oro fundidas en las baldosas, a las que perros y gatos corroen día a día cuando pasan y las orinan.

La profesora desde Parque Independencia llegó jadeante con las plantitas recién cosechadas. Agosto es la mejor época de recolección, cuando están más fuertes y saludables. Tras ella, apareció Keter en taxi.

Keter se fue a la habitación donde yacía el viejito, se paralizó frente a la visión en su mente de cómo habían matado a su colega sanador: “Fue un hombre robusto, que tiene los testículos inflamados y el pene con pus, con un tatuaje en la mano derecha de cinco puntos y otro en el brazo de San La Muerte, el pelo rapado y larga espuma por la boca.” Miró hacia los cuatro puntos cardinales y señaló hacia el sur. En un enorme esfuerzo mental, tomándose las sienes con sus dedos y masajeándolas, aseguró: “Está a dos cuadras. Una casita con la pintura descascarada y una puerta de chapa pintada de negro.” El oficial de policía salió corriendo, llamó a la comisaría y a los dos minutos la vivienda estaba rodeada. Hacía rato que querían meter a este tipo tras las rejas de por vida, pero siempre había un juez que lo absolvía de sus violaciones a las mujeres y a toda ley. Sólo un abogado, hacía ya bastante tiempo, había logrado una condena de dieciséis años que el reo no cumplió por buen comportamiento. El día que lo soltaron, cuentan la crónicas rosarinas, el abogado, un hombre de fe en Dios y en la Ley, se fue acompañado del Padre de la Iglesia San Casimiro y descargaron de la parte de atrás de un Rastrojero 1964 más de tres metros cuadrados de expedientes contra el tipo, los colocaron frente a la puerta de Tribunales por calle Balcarce y dio una conferencia de prensa que fue aplaudida y ovacionada por los presentes. Las cámaras de televisión enfocaban los metros cuadrados de papeles, la foto salió en primera plana del diario “La Capital” y el escándalo armado provocó que el juez que lo había liberado, se vea en la obligación de encarcelarlo nuevamente, pero ahora, no hacía más de un mes que ya estaba afuera por ser uno de esos “barrabravas funcionales” que sirven a cualquier club de fútbol y a cualquier partido político. Ante esta circunstancia, el abogado volvió a hablar con el Padre y esta vez, el Padre se negó diciéndole: “Hijo, este hombre no pasa de agosto, tiene la muerte en la boca, yo se la he visto.”

Alí y la profesora, comenzaron a hervir las hojitas y los frutitos grises de la Mandragora Rosarinarum para hacer tintura. Revolvían todo en una ollita de cobre, hacia la derecha siete veces, hacia la izquierda tres y nuevamente hacia la derecha siete veces. Mientras el agua se iba consumiendo y el jugo resultante espesando, se turnaban entre ambos contando las vueltas de la cuchara.

El Padre de la Iglesia San Casimiro llegó acompañado del abogado, que llevaba en cada mano una botella de agua bendita, bajaron del Rastrojero que funcionaba sólo porque el Padre lo bendecía y el motor arrancaba como si fuese el de un 0 km. (Comentan los feligreses, que muchas veces el Padre se olvida de cargarle gasoil y la vieja pick-up funciona igual.)

Keter tomó una de las botellas, empapó un pañuelo blanco con bordados en hebreo y lo pasó por el cuello del viejito recitando versos del Talmud. El cuello se desinflamó, las marcas se hicieron cada vez menos visibles hasta desaparecer. Entre la profesora y Alí, le desabrocharon la camisa empapada en sangre, el Padre puso sus manos sobre el pecho herido y el núcleo de plomo de una de las balas comenzó a salir hasta que se desprendió y saltó hacia un costado. Alí colocó en el agujero del cuerpo del viejito un poco de tintura y algunos pedacitos cocidos de la plantita y lo selló con una gasa. La profesora tomó el pedazo de bala, se lo dio al abogado, quien lo arrojó al fuego de una salamandra que estaba en el comedor para que todo mal se consuma en las llamas, no sin antes pronunciar: “… Eripe me Domine ab homine a viro inicuo…!”

Keter hizo lo mismo que el Padre y la segunda bala emergió del cuerpo del viejito. Inmediatamente la profesora, colocó en la segunda herida hojitas cocidas, un poco de tintura y el abogado tiró el segundo plomo al fuego, pronunciando lo mismo que antes y una llamarada iluminó el interior de la salamandra.

Luego, oraron como sólo se sabe hacer en aquellos rincones incógnitos de las lejanas Tierras Santas, creando un aura mística de poder y luz.

Alí dejó de orar y fue en búsqueda de un sahumador con carbones encendidos y una bolsita con Santalum album; un obsequio de un hermano de calle Laprida, que en sueños había visto que: “Lo necesitarás para que el viejito vuelva a respirar.” Colocó a su vez, bajo la cama del viejito, la raíz fresca de la Mandragora Rosarinarum envuelta en un paño blanco y dentro de una cajita de madera forrada con algodones.

La policía ya había allanado la casa del asesino y no lo encontraban por ninguna parte.

Ramírez, oficial de olfato detectivesco, desenfundó el arma y se fue hacia un matorral del fondo de la casa. Escuchó que alguien respiraba con dificultad y encontró al tipo con espuma negra en la boca y masticando trocitos de Mandragora Rosarinarum cruda. En sus últimos intentos por sobrevivir, el asesino se agarró de un hierro de construcción de 6 mm clavado en la tierra que tenía una banderita plástica en la punta, marcando la presencia de un pozo ciego, intentó incorporarse y cayó dentro del pozo, destrozando la campana, dejando escapar los nauseabundos gases y ahogándose en sus propios excrementos. Ramírez se acercó al pozo tomando con su mano un dije de la Cruz Orlada que colgaba de su cuello y debió echarse hacia atrás para poder respirar.

En casa del viejito, Alí puso unos granitos de Santalum album sobre los carbones al rojo vivo y acercó el sahumador a la nariz del viejito. Renovó las compresas de Mandragora Rosarinarum, tocó la frente del viejito y sintió estaba recobrando calor. Lo tapó con una frazada, colocó otros granitos de Santalum album que crepitaron derritiéndose en un aroma cada vez más intenso y creando unas volutas de humo que se podían apreciar desde la calle. Volvió a hacer el mismo ritual y notó que el humo ingresaba y salía por la nariz del viejito. Volvió a cambiar los vendajes y le dijo dos palabras sagradas al oído. El viejito entreabrió los ojos y la boca y Alí le dio de beber con un gotero tintura de raíz de Acacia Heterophylla.

El viejito tosió, escupió un poco de sangre, Alí le limpió la boca, le dio más gotitas de tintura y el viejito, con una débil voz, le dijo: “Agua bendita, por favor”. El abogado lo escuchó y le dio de beber del preciado líquido.

Alí volvió a darle una tercera vez tintura de Acacia Heterophylla, ya directamente desde el pico de la botella y el viejito bebió el amargo néctar de vida con fruición.

El viejito miró a su alrededor y vio a todos sonriéndole emocionadamente y les dijo: “Aquí estoy de vuelta, me fui a charlar un ratito con unos amigos alquimistas y revolucionarios del siglo XVIII que hacía mucho que no veía.” Se desperezó suavemente, vio las marcas en su pecho, las tocó con la yema de los dedos y comentó con un hilito de voz: “Sagrada la Mandragora Rosarinarum, eh? Hay que decirle al Intendente Lifschitz que nos deje un pedacito del Parque Independencia para poder cultivarla.”


Violeta Paula Cappella.-

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