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viernes, 30 de octubre de 2020

Una noche de cuentos

 


Por Alice Amanda de Cappella

El martes 31 de mayo próximo pasado, siendo aproximadamente las 20:30 horas, concurrieron a local de calle Corrientes al 400 de esta ciudad, un grupo compuesto por unas 15 personas.

Las mismas habían sido citadas con antelación por la Sacerdotisa maría Luisa, con quien se reunieron en el más alejado salón del edificio.

Allí se produjo una experiencia milenaria y milagrosa.

Todas las personas que allí estaban, habían previamente volcado en papeles la imaginación de sus mentes.

Los escritos fueron entregados semanalmente a la Sacerdotisa “siempre los días martes”. Ella los encarpetaba y luego en la torreta de su castillo, corregía errores.

Cuando llegó el día martes 31 (el 13 al revés), María Luisa abrió su carpeta y deshojándola, comenzó a hacer sonoros aquellos hipnóticos relatos, productos de la imaginación de las mentes.

Primero fue el embrujo de las palabras ignotas, algunas de las cuales eran conocidas solo por ella, sin embargo entregó la fórmula para entender lo que iba leyendo.

Siguió con la de los neófitos: “La odisea de intentar subrayar con la palabra”.  Y fue mágico.

Comenzó con “El pequeño Cachito y su inocencia”, siguió con “Marilyn y su venganza”, luego interpretó a la niña que festejaba sus tres añitos de modo inusual, prosiguió con “El amor de Bochi a su nieto”, dejó abatidos de tristeza a los escucha-cuentos con el “Desempleado empleado”, “El baile en la corte de Francia” hacía suspirar a más de uno. Con “Los pájaros”, algunos se sintieron cómplices del asesinato del sordomudo. También llegó el drama del valiente joven que siguió la voz que provenía de la gruta. Terminó con una ironía por las pasadas elecciones y “La gracia de Nelly” en su onírico relato.

Todo se vivió bajo el influjo de la voz de maría Luisa que moduló, interpretó y comentó aquellos cuentos.

Fue un martes especial, o tal vez “el especial de los martes”, con la magista “Marilú”, ocupando el sitial, en esa conjunción de mesas que intenta ser una sola y grande.

Brindo por el hechizo de esa noche y lo hago con estos versos, cuyo autor es desconocido:


Llena tu copa vacía

Vacía tu copa llena

Nunca la dejes vacía

Y jamás la dejes llena.


Que así sea.

miércoles, 28 de octubre de 2020

La noche y la luna


Por Violeta Paula Cappella de Fox Talbot

Las noches de invierno suelen ser claras, transparentes y llenas de luna; me gustan mucho porque duermo entre perfumadas sábanas y almohadillados cubrecamas, con los gatos y la perrita. Esta es una de esas noches invernales de mucha luna llena que se cuela por el ventanal y viene a acostarse conmigo. El problema es que ilumina todo el dormitorio y no nos deja dormir, hasta podría leer perfectamente un libro a la luz de la luna. Entonces, bajo un poco la persiana y ella se cuela por las hendijas y distribuye su luz en rayitos por toda la habitación, es como si hubiese miles de farolitos diminutos brillando por todas partes.

¿Qué hacemos con la luna que se ha acostado con nosotros? Mis gatos se van a dormir a los sillones del living porque les gusta la oscuridad completa, así, cierran los ojitos y pueden dormir. Mi perra se fue a dormir al lado de la biblioteca, allí no hay luz de luna. ¿Y yo, qué hago? Doy vueltas, me enrollo en las sábanas, me acuesto al revés y la luna, redonda y luminosa está feliz de meterse entre mis frazadas.

Me levanto, miro a lo lejos el río y descubro que la luna está sobre el agua meciéndose, espejándose y mirándose tan dichosa que ni siquiera se ha dado cuenta que cuando un pez salta, ella se convierte en millones estrellitas en el reflejo que se quiebra, se ondula y se vuelve a unir. La luna se acuna en el río, le canta una canción al dorado y otra al pacú y envuelve en su luz junto a la fogata, a aquel hombre solitario que vive en la isla desde hace muchos años y cura a los animales salvajes que van a su choza cuando no se sienten bien. Y ahí está la luna en la isla, iluminando a un pobre yacaré que está tomando un té de hierbas que le preparó el hombre para que no le duela más la panza.

Saludo entonces a la luna. - Hola luna, a mí me gustaría dormir, ahora no necesito de tu luz. Gracias.- Y la luna se da vuelta y le da luz a la isla, al río y al hombre, que ha recibido la visita de un pequeño pecarí que se ha resfriado, tiene tos y no quiere dormir.


miércoles, 21 de octubre de 2020

La paradoja del hodierno

 


Por Alice Amanda de Cappella

Cuando llegué al geriátrico, él estaba sentado en un banco del jardín. Era un viejecito menudo, de aspecto agradable; escondía su cabeza bajo un sombrero de fieltro y sus ojos tras gruesos anteojos. Tenía sobre sus piernas un libro abierto

Me acerqué a mi abuela. Apenas me reconoció, comenzó a comentarle a todos los que estaban cerca, que yo era su nieta, por lo que daba toda clase de pormenores sobre mi existencia.

Le di un beso y puse en sus manos, algunas cosas que le mandaba mi madre. Comenzamos a conversar sobre trivialidades familiares. Mi abuela era sorda y se negaba a usar el audífono que tanto dinero nos había costado, así que las charlas con ella eran para todo público.

Cuando me estaba retirando, el viejecito me retuvo preguntándome: “¿Su abuela es de origen germánico?” – y agregó inmediatamente – “¡Qué bonita mujer debe haber sido en su juventud!”

Al poco tiempo, volví  al geriátrico, y al pasar frente al anciano, me quedé a conversar con él, ya que mi abuela dormía y él nunca tenía visitas. Le pregunté su nombre y me dijo “Hans –Dieter, pero todos me conocen por Don Hodi”.

“¿Don Hodi? ¿Podría saber el motivo del apodo?” – le pregunté buscando un motivo para continuar la conversación.

Después de suspirar, me dijo: “Si usted tiene tiempo, señorita, le cuento”. Ante mi afirmación, y tratando de aclarar su voz, comenzó: “Soy un hombre enamorado del idioma español, tan rico, tan expresivo, tan completo, por eso, la profesión que ejercí hasta el día de mi jubilación, fue Profesor de Castellano.  Yo quería que mis alumnos supieran expresarse con al mayor cantidad de palabras posibles y para aumentar el léxico, nada mejor que acostumbrarlos al uso del diccionario. Un día, el dueño de la pensión donde vivía, me regaló un diccionario que había sido de su padre. Estaba impecable, muy bien cuidado y, por lo tanto, no muy usado. Al hojearlo, un círculo en lápiz me llamó la atención: estaba al lado de la palabra “hodierno”, hasta entonces desconocida por mí.

Le pregunté por el significado de la palabra y me dijo: “Tiene dos acepciones. Una, el pan recién horneado, y otra, aquello que está de moda. Paradójicamente, es una palabra que había quedado en el pasado. Quise hacerla brillar. Me pareció hermosa y útil y deseaba desempolvarla, reflotarla, pero no pude. Los alumnos, ante mi insistencia, la incorporaban en alguna oración, porque sabían que era el modo de aumentar sus calificaciones.  Año tras año, yo les mostraba a los cambiantes alumnos el viejo diccionario para que vieran por sí mismos que tal palabra no era un invento mío, ya que en los diccionarios comunes, no figuraba. Un día, me enteré de que en la escuela me decían el viejo Hodi. Hodi, como apócope de “hodierno”. Como usted se dará cuenta, señorita, así empezó todo”.

Se quedó en silencio un instante, me pidió permiso y también que lo espere. Volvió sosteniendo un tomo no muy grande y sí muy deteriorado. Lo abrió, me señaló un espacio vacío y me dijo: “”Aquí estaba escrito hodierno. No sé si de tanto mirar la palabra se gastó y se borró. En realidad no lo sé.” Se quedó pensativo mirando el diccionario.

Alzheimer, diagnostiqué mentalmente, pobre hombre.

Lo consolé, o traté de hacerlo, por la pérdida de la palabra y fui a ver a mi abuela que por suerte ya estaba despierta.  El viejito me miró con recelo.

Ya de noche, al llegar a casa, saqué el diccionario de la repisa, busqué la mentada palabra y no figuraba. Bien, a otra cosa. El viejito debe estar ido y los alumnos, con esa maldad que los caracteriza, le debieron decir “Don Ido” y no “Don Hodi”.  

Junto al diario de los martes, comenzó a aparecer una tirada de fascículos coleccionables de una conocida editorial.

Después de varios meses, comenzaron a aparecer los fascículos que correspondían a “hod-“. Busqué inmediatamente el término “hodierno” y allí estaba. Mi corazón latió con alegría y asombro. Guardé el fascículo en mi cartera, por si acaso, también una lupa, pues Don Hodi tenía una grave miopía, y me dirigí al geriátrico.

No pregunté por mi abuela, me dirigí a ver al viejito. Me recibió fríamente, pero cuando le comenté de mi descubrimiento, pareció interesarse y después de una pausa, dijo: “Bueno, puede ser que ahora sea el momento de su renacimiento”.

Me agradeció, no quiso aceptar el fascículo como regalo y disculpándose porque no se sentía bien, se fue a su dormitorio.

Mi abuela estaba molesta conmigo y me reprochó a viva voz para que él también oyera, que yo era su nieta y que no tenía que conversar con extraños.

La última vez que fui al geriátrico, una de las enfermeras me dio un paquete y me dijo que era para mí y que Don Hodi, antes de internarse en el sanatorio, le había solicitado que me lo diera. Se lo agradecí mucho, lo escondí para que mi abuela no lo viera y comenzasen sus reproches y fui a verla y a conversar cuestiones familiares.

Al salir, la misma enfermera me llamó y me comunicó en susrros que Don Hodi acababa de fallecer.

Mi corazón se estremeció de dolor.

Cuando llegué a Plaza Pringles, desaté el paquete y dentro de una caja estaba el viejo diccionario. Lo abrí. Automáticamente se abría solo en la misma página y donde aquel día hubo un espacio en blanco, ahora decía, “Hodierno: pan fresco del día. Aquello que está de moda”.

 

 

 

martes, 20 de octubre de 2020

La pluma de la paloma

 


Por Violeta Paula Cappella

La semana pasada desperté porque uno de mis gatos me acariciaba la nariz con sus uñitas y me hizo estornudar.

Al lado de mi almohada había una pluma de palomita de monte; la tomé entre dos dedos y mi michi me maulló complacido. En ese momento, me di cuenta que se trataba de un regalo gatuno y se lo agradecí. Coloqué la plumita bajo la almohada, pero eso no le gustó a mi gatito, así que él mismo la sacó. La pluma se le enganchó en una uña y sacudió su manito para desengancharla. Soplé la pluma y voló por el aire haciendo unas piruetas y fue a caer sobre la cabeza de la perrita, quien se sorprendió, se sacudió, la pluma voló un poquito y al final cayó al suelo, la perrita la vio, se la comió y se relamió gustosa.

El gato se enojó, miró a la perra con bronca, le dijo algunas cosas con muchos miau-miau y se fue refunfuñando hacia el living. La perrita me miró, suspiró como diciendo “no sé por qué tanto enojo, si estaba tan deliciosa”, cerró un ojo, después el otro y nuevamente se puso a dormir.

Una pluma no va llenar la panza de una perrita, pero para ella debe haber sido como comer un rico confite. Me parece que los perros son raros en sus gustos, a mí jamás se me ocurriría comer una pluma!

 

miércoles, 7 de octubre de 2020

La salamanquesa

 


Por Violeta Paula Cappella de Fox Talbot

Se acercó despacio al balcón, me miró de reojo, caminó unos pasos, aceleró de repente su andar y se escondió tras una maceta con forma de tinaja. La salamanquesa estaba buscando su almuerzo entre las hojas, plantas y tallos. Después de unos minutos trepó una maceta vieja de cemento y se metió dentro de un gran caracol de mar. Se quedó allí un ratito y salió rapidísimo hacia un cantero de plástico color maceta de barro; allí se escondió entre unas plantas llamadas “cintas argentinas”.

No la volví a ver hasta el anochecer, cuando seguramente debía salir a cenar. Trepó un macetón muy antiguo y se mimetizó con las “lenguas de suegra”, una planta de hojas duras, tiesas y largas que tienen colores amarillos y verdes. Entre las hojas, le perdí el rastro. Al rato, la vuelvo a ver caminando por la pared sin ningún temor a las alturas.

La salamanquesa se fue muy apresurada a la terraza a comer bichitos que revolotean cerca de las farolas.

Salí al balcón y frente a mis pies, pasó una más, muy rápido, se trepó por la baranda y tomó el mismo arriesgado camino por la pared del edificio. Pensé que deberían ser amigas y que por eso, habían elegido el mismo balcón para quedarse durante el día y que, por ser buenas amigas, compartirían la miríada de bichitos que se acercan a las luces; para ellas, esos bichos deben ser un gran manjar.

Me comentó un amigo, que las salamanquesas también comen mosquitos, que son tan molestos para nosotros. Así que les dejé ese balcón para ellas, las lagartijas y los geckos, de modo tal que si quieren dormir de día allí, lo puedan hacer tranquilas porque nadie los va a molestar, después de todo, serán muy pequeñitos, pero valientes a la hora de cazar mosquitos picadores.



 

 

El pollito que se escapó


Por Sven Fox Talbot

Los pollitos bebés tienen que quedarse con su mamá gallina porque si se pierden, puede venir una persona mala y robarlos.

Una vez, pasó que un pollito que era todo amarillo con las patitas de color naranja, se fue a pasear y se perdió.

A la noche, cuando todo estaba muy oscuro, se escondió en un agujerito que había en el pasto y se quedó allí hasta el otro día. Cuando salió el sol, también salió el pollito y comenzó a correr buscando a su mamá gallina. El pollito empezó a piar llamando a todas las gallinas y al gallo del gallinero. 

Un chico lo escuchó y creyó que era un pajarito que se había caído de un nido, pero cuando se acercó, vio que era un pollito, entonces pensó que si le daba mucho de comer, el pollito iba a crecer y cuando estuviese grande y fuese una gallina, la desplumaría toda y la pondría en una olla para hacer guiso de gallina. 

Cuando el chico tenía al pollito en la mano, apareció la mamá gallina que había salido del gallinero para ir a buscar a su hijito perdido. El chico se asustó porque la gallina era grande y batía las alas con fuerza para atacar al chico. Y así fue, que el chico dejó al pollito sobre el pasto y se fue corriendo; se encontraron la gallina y su pollito y volvieron al gallinero, de donde nunca más se volvió a escapar.

Cuando el pollito creció y se hizo una gran gallina, aprendió la lección, se la enseñó a sus pollitos, diciéndoles que no se escapen y anden por cualquier lugar y cuidó mucho de sus pollitos, por sobre todo ahora que estamos en cuarentena y que no hay que salir.

Los animales son nuestros amigos y tenemos que cuidarlos y no hay que andar comiendo comidas de animales porque para comer esas cosas como jamón, patas de pollo y hamburguesas, hay que matarlos. 

#YoNoMeComoAMisAmigos



Tocar el cielo


Por Alice Amanda de Cappella


Allí estaba, sentada sobre una piedra. Mi agotamiento había llegado al límite, mis piernas temblaban, el corazón me latía enloquecido y desbordado. En ese momento pensé que ya no podría llegar a la cumbre. 

A mi lado estaba Nidia, quien con sus 66 años, ni siquiera se había despeinado; atenta y amable como siempre, esperaba que yo descansara.

Ese día de abril, había salido muy temprano, junto a mis compañeras, con la intención de subir al cerro. Cada una de nosotros tenía sus expectativas. Algunas subieron naturalmente, sin prisa y con pocas pausas; hubo quien quiso ser la primera en llegar y equivocó el camino, teniendo que esperar para orientarse y luego, desandar los pasos. Hubo también quienes tenían energías para hacer alguna asana de yoga en los descansos programados.

Yo miraba el paisaje, cambiante y misterioso en cada rodeo del cerro. Mi respiración se hacía más dificultosa y mis paradas eran cada vez más frecuentes. "Bueno, hasta aquí llegué", me repetí y no pude más. Miré hacia arriba y me dije: "No puedo hacerlo, no puedo más..."

Desde el lugar donde me había sentado, sentía lejanas risas y vítores de quienes había logrado la cima.

Saqué la cámara de mi mochila y le pedí a Nidia que tomara una foto a mi cansancio y que luego, siguiera subiendo sola. Me fotografió y se quedó allí conmigo. Me latían las sienes y la nuca. ¿Por qué había puesto tantas cosas en mi mochila? ¡Tantos por si acaso!

"Soy rosarina", me decía, "de esa ciudad llana que lo más alto que tiene son sus edificios, la montañita del Parque Independencia y las escalinatas del Parque España". A su vez, me contestaba: "Tus compañeras, también son rosarinas..."

Ensimismada en ese monólogo, no vi bajar a Ana Delia, encargada de guiar al grupo. Se la veía cansada pero feliz. Con una sonrisa, nos dijo: ""Suban, no pueden abandonar aquí, faltan muy pocos metros."

Nidia empezó a subir sin demora.

Yo dije, que no podía dar un paso más.

Ana Delia me miró y simplemente respondió: "Alice, somos doce mujeres, once ya llegaron, solo faltás vos."

Dejé la mochila, la cámara, todo lo que pudiera molestarme y sin pensarlo, y rasguñando las piedras, como dice en su canción Charly garcía, ascendí arrastrándome en esos últimos tramos y llegué.

Fui recibida con ovaciones de alegría por parte de quienes estaban esperándome. Agradecí con besos, abrazos y lágrimas.

Al levantar la mirada, vi un resplandeciente sol, rodeado de un infinito cielo azul.

Ya nada obstruía mi visión, estaba tocando el cielo.

En la cima del Uritorco, una cruz indicaba el punto más alto. 

Agradecí íntimamente a Dios, al espíritu de la montaña y a las almas de los comechingones. 

Llené mis pulmones de aire puro y al exhalar, me di cuenta de que por fin se había callado esa voz que decía "no puedo más".

Nuevas energías nacidas del fondo de mi ser, se habían instalado, había encontrado mi esencia, mi había hallado a mí misma.