Por Alice Amanda de Cappella
Cuando llegué al geriátrico, él estaba sentado
en un banco del jardín. Era un viejecito menudo, de aspecto agradable; escondía
su cabeza bajo un sombrero de fieltro y sus ojos tras gruesos anteojos. Tenía
sobre sus piernas un libro abierto
Me acerqué a mi abuela. Apenas me reconoció,
comenzó a comentarle a todos los que estaban cerca, que yo era su nieta, por lo
que daba toda clase de pormenores sobre mi existencia.
Le di un beso y puse en sus manos, algunas cosas
que le mandaba mi madre. Comenzamos a conversar sobre trivialidades familiares.
Mi abuela era sorda y se negaba a usar el audífono que tanto dinero nos había
costado, así que las charlas con ella eran para todo público.
Cuando me estaba retirando, el viejecito me
retuvo preguntándome: “¿Su abuela es de origen germánico?” – y agregó
inmediatamente – “¡Qué bonita mujer debe haber sido en su juventud!”
Al poco tiempo, volví al geriátrico, y al pasar frente al anciano,
me quedé a conversar con él, ya que mi abuela dormía y él nunca tenía visitas. Le
pregunté su nombre y me dijo “Hans –Dieter, pero todos me conocen por Don Hodi”.
“¿Don Hodi? ¿Podría saber el motivo del apodo?”
– le pregunté buscando un motivo para continuar la conversación.
Después de suspirar, me dijo: “Si usted tiene
tiempo, señorita, le cuento”. Ante mi afirmación, y tratando de aclarar su voz,
comenzó: “Soy un hombre enamorado del idioma español, tan rico, tan expresivo,
tan completo, por eso, la profesión que ejercí hasta el día de mi jubilación,
fue Profesor de Castellano. Yo quería
que mis alumnos supieran expresarse con al mayor cantidad de palabras posibles
y para aumentar el léxico, nada mejor que acostumbrarlos al uso del
diccionario. Un día, el dueño de la pensión donde vivía, me regaló un
diccionario que había sido de su padre. Estaba impecable, muy bien cuidado y,
por lo tanto, no muy usado. Al hojearlo, un círculo en lápiz me llamó la atención:
estaba al lado de la palabra “hodierno”, hasta entonces desconocida por mí.
Le pregunté por el significado de la palabra y
me dijo: “Tiene dos acepciones. Una, el pan recién horneado, y otra, aquello
que está de moda. Paradójicamente, es una palabra que había quedado en el
pasado. Quise hacerla brillar. Me pareció hermosa y útil y deseaba
desempolvarla, reflotarla, pero no pude. Los alumnos, ante mi insistencia, la
incorporaban en alguna oración, porque sabían que era el modo de aumentar sus
calificaciones. Año tras año, yo les
mostraba a los cambiantes alumnos el viejo diccionario para que vieran por sí
mismos que tal palabra no era un invento mío, ya que en los diccionarios
comunes, no figuraba. Un día, me enteré de que en la escuela me decían el viejo Hodi. Hodi, como apócope de “hodierno”.
Como usted se dará cuenta, señorita, así empezó todo”.
Se quedó en silencio un instante, me pidió
permiso y también que lo espere. Volvió sosteniendo un tomo no muy grande y sí
muy deteriorado. Lo abrió, me señaló un espacio vacío y me dijo: “”Aquí estaba
escrito hodierno. No sé si de tanto
mirar la palabra se gastó y se borró. En realidad no lo sé.” Se quedó pensativo
mirando el diccionario.
Alzheimer, diagnostiqué mentalmente, pobre
hombre.
Lo consolé, o traté de hacerlo, por la pérdida
de la palabra y fui a ver a mi abuela que por suerte ya estaba despierta. El viejito me miró con recelo.
Ya de noche, al llegar a casa, saqué el
diccionario de la repisa, busqué la mentada palabra y no figuraba. Bien, a otra
cosa. El viejito debe estar ido y los alumnos, con esa maldad que los caracteriza,
le debieron decir “Don Ido” y no “Don
Hodi”.
Junto al diario de los martes, comenzó a
aparecer una tirada de fascículos coleccionables de una conocida editorial.
Después de varios meses, comenzaron a aparecer
los fascículos que correspondían a “hod-“. Busqué inmediatamente el término “hodierno”
y allí estaba. Mi corazón latió con alegría y asombro. Guardé el fascículo en
mi cartera, por si acaso, también una lupa, pues Don Hodi tenía una grave miopía, y me dirigí al geriátrico.
No pregunté por mi abuela, me dirigí a ver al
viejito. Me recibió fríamente, pero cuando le comenté de mi descubrimiento,
pareció interesarse y después de una pausa, dijo: “Bueno, puede ser que ahora
sea el momento de su renacimiento”.
Me agradeció, no quiso aceptar el fascículo
como regalo y disculpándose porque no se sentía bien, se fue a su dormitorio.
Mi abuela estaba molesta conmigo y me reprochó
a viva voz para que él también oyera, que yo era su nieta y que no tenía que
conversar con extraños.
La última vez que fui al geriátrico, una de
las enfermeras me dio un paquete y me dijo que era para mí y que Don Hodi,
antes de internarse en el sanatorio, le había solicitado que me lo diera. Se lo
agradecí mucho, lo escondí para que mi abuela no lo viera y comenzasen sus
reproches y fui a verla y a conversar cuestiones familiares.
Al salir, la misma enfermera me llamó y me
comunicó en susrros que Don Hodi acababa de fallecer.
Mi corazón se estremeció de dolor.
Cuando llegué a Plaza Pringles, desaté el
paquete y dentro de una caja estaba el viejo diccionario. Lo abrí. Automáticamente
se abría solo en la misma página y donde aquel día hubo un espacio en blanco,
ahora decía, “Hodierno: pan fresco del día. Aquello que está de moda”.