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jueves, 2 de abril de 2015

A dos cuadras del Camino Real



Cuando la tormenta se avecinó, cerró los postigos, corrió los pesados cortinados rojos y encendió una vela en la amplia sala. Los muebles oscuros y pesados, algunos de ellos adornados con lustrosos espejos, reflejaban la parpadeante llamita y la reproducían hasta el infinito.

Durante toda la tarde había escrito sin parar y sus dedos estaban manchados de tinta; observó a su alrededor, acomodó sus manuscritos, tapó el tintero y lavó la pluma con un poco de agua que había en un vaso.

Se recostó sobre un sillón en la penumbra de un rincón y cerró los ojos. Nuevas ideas acudieron a su mente y de un salto, algo que hacía mucho tiempo que no le sucedía, se incorporó y fue en busca de su pluma y los papeles.

En ese instante, un carruaje se detuvo frente a su casa y escuchó que alguien descendía haciendo crujir la poca grava sobre el suelo.

Segundos después, un solo golpe seco sonó sobre los maderos del portón de ingreso. La criada corrió a abrir y un hombre alto, corpulento, de cortos cabellos oscuros, se quitó el sombrero y el abrigo y se los entregó; ella le hizo una reverencia y él se estiró hacia las muñecas las mangas de la camisa adornadas con unas finísimas puntillas de Flandes.

Ella lo condujo hacia el salón principal y él mismo abrió la puerta.

“He venido a decirte que te amo.”, dijo el hombre; sus ojos brillaron a la luz de la vela y su reflejo sobre los espejos de los muebles se proyectó sempiterno.

Ambos se observaron y sus corazones latieron con ímpetu: el atractivo era mutuo.

Lo que había empezado como un juego de palabras intelectivas, plenas de filosofía e ideas revolucionarias, dignas de los tiempos de la colonia, colmadas de frases entresacadas de los libros de Rousseau, Montesquieu, Diderot y Maquiavelo, había continuado con citas alegres de El Decamerón para finalizar con otras tantas, tantísimas, de El Satiricón.

Petronio los transportó entre risas y volutas de humo de una pipa, entre copas de un masculino tinto francés traído a estas tierras del Sur en una nao llamada “Santa María de las Indias Orientales”, entre el aroma tenue, pero frescamente perceptible de las gotitas de perfume que adornaban sus cuellos y entre párrafos completos de los personajes de aquel escrito escandalosamente entretenido, a que las manos se rozasen suave pero decididamente una y otra vez, a que las miradas se encontrasen entre el intelecto y el latido del corazón.

Se acercaron con pasos firmes y el visitante cerró la puerta de la sala con una tranca.

Se miraron a los ojos, posaron cada uno sus manos sobre el pecho de otro y la respiración cada vez más intensa los atraía, cual insólito imán de un solo polo.

El viento del Sur hacía tañer las campanas de la iglesia en una delicada sinfonía, el polvo de las calles se elevaba y teñía de marrón el cielo gris oscuro y ellos, ajenos a todo, oyeron las primeras gotas de lluvia cuando un relámpago, seguido de un trueno, los sobresaltó, arrancándolos bruscamente del ensueño en el que se habían sumido.

Se tomaron de las manos y se besaron ligeramente en la mejilla; el roce de la piel, de las prendas de lino, el aroma de las botas de cuero y de esas esencias etéreas en sus cuellos, los acercaron cada vez más y uno a uno los botones de madreperla de sus camisas se fueron desprendiendo hasta que ambos pechos, trazados por músculos de contornos apenas perceptibles, convergieron junto al beso en los labios que selló el momento.

Caminaron en puntas de pie de la sala al dormitorio, portando la vela temblorosa que a su paso dibujaba sobre las paredes las sombras de ellos dos, encendidos de pasión y deseo.

La amplia cama de madera, de respaldar trabajado con arabescos y columnatas, engalanada con sábanas de seda, crujió por primera vez sonoramente cuando ellos se desplomaron entre abrazos y sonetos de amor. Cayeron las botas al piso, los pantalones, los calzones largos y tintinearon sobre el suelo las madreperlas de las camisas como cuando los niños juegan a las canicas.

Viriles, enérgicos, jadeantes, inquietos, osados, unieron sus cuerpos…

Erectos sus miembros, indiscretas las manos, la musculatura tensa de glúteos y muslos más la voracidad de los labios y lenguas, arremolinaron sus mentes como afuera la tormenta a las hojas de la joven alameda.

¡Qué nadie se entere, qué ninguno sepa que a principios del siglo XIX, en una casa a dos cuadras del Camino Real, mientras el Virrey temblaba de miedo frente a las tropas de Beresford en Santa María del Buen Ayre, en la Villa del Rosario, dos hombres se amaron una tarde lluviosa de finales de junio, y entre suspiros y al ritmo de los cuerpos, escribieron la historia oculta del amor y del sexo!

Violeta Paula Cappella