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martes, 17 de febrero de 2015

Navidad: paz y mugres del corazón




Frases de Paz y Amor durante la cena Navideña

(Soporté esto y mucho más hasta las 3:00 y huí despavorida…)

“A los extranjeros habría que cobrarles por estudiar en nuestras Universidades, porque no puede ser que estudien gratis, nosotros pagamos nuestros impuestos y ellos vienen a estudiar de arriba”.

“Si sos ‘blanquito’ en cualquier parte de Latinoamérica tenés éxito, si no saben nada, vos les decís que la pelota es redonda y los negros te miran como diciendo: ‘cómo sabe este tipo…’”

“Fulanito viven en Equis país (latinoamericano) y no sabés el éxito que tiene, allí sí se vive bien, no sabés, tiene una casa enorme, nos mostró las fotos, llena de cosas, un lujo total, y no sabés el auto que tiene…”

“A la primera de cambio me iría a vivir a cualquier país de Latinoamérica, acá no se puede, menos a Cuba, Ecuador y Venezuela, son los peores países del mundo…”

Un comentario propio:

“Fui a llevar los impuestos a la inmobiliaria que estaba por cerrar, cuando crucé a la Plaza a tomar un taxi, el abrepuertas me dijo: “Buenos días, señorita” – Entonces le apoyé mi mano sobre su hombro y le dije: ‘Buenos días, jajaj me ves joven, gracias! Ya hace rato que no soy señorita, jajaja, que pases unas felices fiestas, que Dios te bendiga’ – le dí unos billetes y me subí al taxi. El muchacho estaba totalmente dado vuelta, los ojos enrojecidos por droga o alcohol; me dijo: ‘Usted es la única mujer que me trató bien…’ - Se me acercó y me dio un beso en la mejilla y yo también le di un beso en la mejilla…”

Reacción de los comensales:

-        ¡Qué asco! (acompañado por gestos de asco)
-        -¡Cómo te dejaste besar por ese tipo!
-        -¡Noooo, por favor, qué inmundicia!

Intenté continuar la conversación, diciendo:

Yo: “Es que cuando lo ví…”

Cualquier comensal: “Me pasás la sal…”

Yo: “…quién puede juzgarlo…”

Otro cualquier comensal: “Prendé la tele…”

Yo: “…sólo Dios sabe lo que le puede estar pasando…”

Otro cualquier comensal más: “Che, qué bueno está el pollo…”

Yo: … … …


Sí, soporté esta clase de comentarios haciendo uso de una enorme paciencia en pos de no discutir durante la cena navideña, nunca más pienso tolerar semejantes bajezas. El racismo a ultranza (moderado astutamente con el diminutivo), la xenofobia, la clasación, el machismo, la cosificación, el desmerecimiento… Estuve a punto de vomitar los sandwiches de lechuga y tomate. A las 3:00 AM se presentó la oportunidad de huir hacia Rosario, volví muy mal, pero muy mal, porque entendí que cuando se llega a estos extremos discursivos, no hay retorno, no hay posibilidad de una reflexión desde una mínima lucidez mental y cardíaca. Con esta clase de conversaciones comenzó el nacionalsocialismo, conversaciones hogareñas que se fueron multiplicando, anclando en las conciencias hasta lograr el control de las mentes, el vaciamiento del corazón y caos total.

 Violeta Paula Cappella.- 

Nota: esto sucedió en la realidad, fue en casa de mis padres en navidad del año 2.013.




Simetría




Simetría

Su compañero de celda fue fusilado esta mañana.

“Ahora estoy solo como nunca antes en mi vida”, pensó; se reclinó sobre unas tablas que hacían las veces de cama y se tapó con una frazada taladrada por las polillas que olía al pis de las ratas.  

La luz de la vela parpadeaba levemente proyectando figuras fantasmagóricas sobre las paredes verdes de moho.

La partida de ajedrez, en el medio juego, había tenido su final en el abrazo desesperado y resignado entre ambos jugadores, compañeros de las penurias del más oscuro de los encierros, cuando el guardiacárcel abrió la reja de la celda y dijo: “Ya es la hora”.

Las siluetas de las piezas temblaban reflejadas como sombras espectrales de otros tiempos. Se levantó de su desvencijada cama, tomó al rey, lo apretó en su mano cerrando el puño y mirando hacia el cielorraso de su celda, pintado con improvisados calendarios hechos con los propios excrementos de anteriores presos, y gritó: “Hermano, ya vendrá el Jaque Mate. ¡Muerte al Rey!”

Desarmó el juego y acomodó piezas y peones para una nueva partida.

Afuera, unos golpes sobre las rejas lo perturbaban cada vez más. Se tapó los oídos recordando los disparos y sintió que enloquecería antes del amanecer; hora fijada para su ejecución.

Cerró los ojos con fuerza, tratando de no ver el horror que se le avecinaba y pensó en todos aquellos que alguna vez le dijeron: “siempre estaremos con vos, en la buenas y en las malas”. Este era el momento de las malas y estaba solo, hundido en su miserable ser que tiritaba de miedo, de frío, de angustia, de impotencia, de injusticia. Abrió la boca sofocado, agitado, respiraba con un ritmo tan acelerado que sus pulmones presagiaban un estallido en cualquier momento. Así y todo, prendió el último cigarrillo que le quedaba; tosió, escupió flema mezclada con humo y vomitó una sustancia amarillenta amarga como la muerte misma.

La única persona que lo amaba, su novia, golpeaba rítmicamente los enormes portones de hierro del penal con un palo, haciendo notar su presencia. Él no lo sabía. Cada golpe de ella, era un balazo en el corazón para él. Hasta que en un momento, todo quedó en el más funesto reposo… Él pensó que quien fuese, se habría cansado de golpear, que estaría recostado como un perro abandonado, acurrucado, húmedo y frío por el rocío, mas su novia en verdad ya no estaba allí. Se había ido corriendo hacia el cementerio y abierto las puertas de par en par, jadeante, con la lengua seca, corrompida por la furia y desolación, convocando, conjurando a la Muerte, para que se la lleve a ella y no a su amado. Sus pies descalzos, lastimados, sangrantes, dejaban huellas borrosas y apresuradas sobre los mármoles de las tumbas que iba pisando. En su frenética carrera entre cruces y columnas truncas, caía de rodillas y se levantaba, tropezaba contra lápidas y seguía, desgarrando su vestido, enmarañando sus cabellos, hiriendo sus manos contra la grava extendida sobre los senderos de los pasos perdidos.

Entre brumas y sigilos apareció el espectro vestido de negro y dejando ver la lustrosa osamenta de sus manos, le dijo a la muchacha señalándola con la falangina al descubierto de su dedo índice: “Heme aquí, yo soy la Muerte, de Quien nadie escapa y a Quien todos respetan y no me has respetado. ¿Creés que voy a hacerte caso y llevarte en lugar de tu novio? Haré, como siempre, lo que me manden. Me llevaré a quién deba llevarme y jamás vuelvas a invocarme. No sé qué es amar; ya me ves, no poseo órganos que me den sensibilidad.”

La Muerte se alejó del cementerio y se fue directo, cruzando la calle, hacia el penal. La novia la siguió hasta la entrada y allí se quedó, pálida, estática, muda, desvalida y ya sin lágrimas para poder llorar.

La eterna sonrisa sin labios movió su mandíbula haciendo chasquear en cada palabra los dientes y le explicó: “No hay puerta que no pueda atravesar, no hay portón que me detenga, no hay rejas que me impidan pasar; estoy aquí para llevarme un alma que hace tiempo me está esquivando con los trucos y hechizos de sus magos, pero esta vez no podrá vencerme; he encontrado el camino a través del cuál, a él podré llegar.” La novia se tapó la cara con las manos, se encogió y se arrodilló sobre el polvo húmedo de la entrada, tomó el palo con el que golpeaba las rejas y quiso pegarle a la Muerte, mas Ella le dijo: “¡Ay qué mujercita tan valiente! Ya te aclaré, no tengo sensibilidad, no sé qué es el amor, ni tampoco qué es la ira. Desconozco lo que es toda emoción y en mi labor nocturna, no hay ni placer, ni regocijo, ni dolor. Cumplo con mi trabajo; eso es todo.”

Esas fueron sus últimas palabras y atravesó lentamente las rejas, el patio y se sumergió en los muros amarillentos del penal.

Afuera, la novia gritó con todas sus fuerzas: “¡Aaaaaaaaaaaaarmiiiiiiiiiiiiiiiin, te amoooooooooooooooooooooooooooooo!”

Él la escuchó y no dijo nada. Un escalofrío recorrió cada vértebra de su columna y vio frente a sí una silueta que se confundía con la oscuridad de la celda. Pensó que estaba delirando y cuando quiso apagar la vela, la Muerte tomó su muñeca con fuerza y le dijo: “Vamos a jugar...” y lo atrajo hacia sí, levantándolo.

Armin se restregó los ojos con los puños, alzó la cabeza y allí estaba Ella con la oquedad de sus ojos abiertos en eterno vacío inundado de oscuridad. Se dio cuenta que la Muerte no olía a nada y en su mente razonadora especuló si realmente lo podría ver, oír y si podría hablar. Ella sin que él pronuncie palabra le comentó: “Carezco de los cinco sentidos, aunque me valgo de todo lo que existe para expresarme con ustedes, los mortales. ¿Acaso no te das cuenta que mi voz es tu voz, que tus ojos son mis ojos y tus oídos mis oídos? Tu mente es mi mente y todo lo que pienses será mi pensamiento. Será esta pues, una partida inolvidable. ¿Acaso no estuviste hace unos segundos pensando en la última partida? Oh, sí, eso fue hace una hora, es que yo tampoco tengo noción del  tiempo, sólo sé cumplir con mi trabajo. ¿No te das cuenta que te preguntás y te respondés vos mismo? Sí, vamos a jugar.”

Y la Muerte y Armin se sentaron frente a frente sobre el suelo hediondo de la celda a la luz titilante de la vela.

Él pensó: “Toda  pieza que yo mueva será movida por Ella, será espejo.” La Muerte levantó su cráneo, lo observó desde el infierno lóbrego de sus esfenoides y le dijo: “Es verdad, con sólo esa reflexión considero que hemos ganado. A mí siempre me tocan las negras… ¿Casualidad? A propósito, ¿a quién deseabas matar? Al Rey, no?” Armin asintió con la cabeza y la Muerte extendió su mano izquierda sobre el tablero, tomó al rey y él hizo lo mismo. Ella lo guardó entre sus vestimentas negras y él hizo lo mismo dentro de sus harapos. Se saludaron mutuamente con un leve apretón de manos y los huesos de Ella crujieron entre las manos de él. Ella se retiró a través del muro verdoso de la celda como si allí no hubiese nada, como si los ladrillos fuesen sólo un espejismo. Él se acercó, tanteó por donde había pasado Ella y se sintió más encerrado que nunca.

Armin se dejó caer al piso y pensó en el Palacio Imperial, imaginó que ingresaba sin que nadie lo viese, sin necesidad de abrir ventanales ni correr cortinados. Recreó en su mente la alcoba real, extendió la guadaña y le asestó al Rey el corte fatal en el cuello apartando la cabeza impecablemente del cuerpo, haciéndola rodar sobre los lustrosos mármoles del piso, salpicando de rojo las sábanas de seda, las paredes y los muebles. En alguna parte de sus oídos, escuchó el grito aterrador de la Reina, los pasos apresurados de los guardias, de los sirvientes y a toda la corte que se despertaba.

Buscó entre sus harapos y encontró al rey del tablero descabezado y entre los agujeros de sus trapos, rodó hacia el suelo la cabeza faltante, la levantó y unas gotitas pequeñas de sangre, mancharon sus dedos. Miró el tablero y las piezas estaban todas acurrucadas, acorraladas y arrinconadas, la blancas y las negras. Solos, los peones, los blancos y los negros formaban una medialuna en dos líneas curvas y en un punto central, estaba presto para el ataque un caballo blanco, que de tanto ser utilizado para el juego, había perdido su blancura y había devenido gris. Armin se identificó con él; tiró de un cordel suelto de lana de sus vetustas ropas, lo cortó, le hizo un nudo a la pieza y se la colgó al cuello como amuleto de la buena suerte. En ese mismo instante, vino a su memoria la imagen de su padre, un belicoso masón berlinés, iniciado en alguna logia inglesa, que cuando los verdugos le estaban colocando la soga al cuello para ahorcarlo en la Plaza de Armas, le gritó a él, a su hijo, mitad en alemán, mitad en inglés: “Der grey Knight kommt!”

Las campanas de la gran catedral dieron medianoche en punto: era hora de escapar, como fuese, como pudiese y salir a la calle a luchar por la libertad.

Sonaron nuevamente las campanas, pero ahora, anunciando la muerte del Rey: tres veces dos campanadas seguidas y un volteo, tres veces la campana grande y un volteo, tres veces, las dos campanas juntas. Después de medio minuto, seis campanadas dobles, seis campanadas de la campana grande y seis veces ambas a la vez. Armin fue contando con los dedos y sumando las lúgubres notas: la muerte primero, el oficio religioso luego.

El pueblo que se hallaba dormido, despertó en un griterío confundido, envuelto en ira acumulada de siglos; pronto, se escucharon disparos de fusiles y cañones.

Armin se incorporó, tocó la pared por donde había pasado la Muerte y esta se derrumbó frente a él, dejando un polvo blanco suspendido en el aire.

Tomó un fusil de un guardiacárcel que había entrado en estado de shock y salió corriendo para unirse al pueblo que clamaba justicia.

Desde una de las torres vigías de la cárcel, la Muerte observaba la escena y se decía a sí misma: “Cuánto trabajo tendré hoy…” Y sacudiendo su cráneo en señal de desaprobación, agregó: “Estos neófitos siempre presentes (en referencia a los ángeles exterminadores), incendiando un lugar tan excelso como el Palacio Imperial.” Miró su guadaña, de la que todavía goteaba la sangre del Rey y pensó: “He concebido el valor de la belleza, qué extraño…” Y descendió en aterrador y holgado vuelo hasta las callejuelas colmadas de gente que luchaba con lo que tenía a mano para defenderse de las tropas imperiales; buscó a Armin entre la multitud, lo apartó y le entregó el rey blanco intacto. Él miró asombrado y se dio cuenta que su pieza descabezada era el rey negro. Él le entregó ambas partes de la pieza aún sangrantes y Ella sacó de entre sus vestimentas la cabeza cortada y aún tibia del Rey, la colocó entre sus manos y él la alzó sosteniéndola de los cabellos lo más alto que pudo para que el pueblo la vea.  

La revolución ha comenzado.

Violeta Paula Cappella.-





Concierto de Ajedrez

Concierto de ajedrez

Observo el río y hoy está más marrón que nunca. La crecida ha arrastrado parte de un muelle de pesca y se van enredando en la orilla, entre restos de columnas y chapas, pequeñas islas de camalotes y plantas acuáticas en flor. Una serpiente nada en el agua y se vuelve a esconder entre el verde. “La Naturaleza reclama su espacio”, pienso en voz alta.

El calor se hace sofocante y nubes de mosquitos se arremolinan sobre mi cabeza. Los espanto con la mano, pero son millones. Me cubro con la capucha del buzo y oculto mi rostro entre mis manos. No tengo ganas de levantarme, no tengo ganas de hacer nada.

Los remansos del río atrapan grandes manojos de yuyos que giran furiosamente en una danza sin fin, tal cual como mi mente. Las golondrinas entran y salen de sus nidos en la barranca llevando pequeñas presas para sus hijos. Una viborita ciega se acerca a mis borceguíes, trepa la puntera y sigue su camino. ¿Cómo sabe a dónde ir si es ciega? ¿Va a algún lado? ¿O va a ninguna parte como yo?

Saco de mi mochila el tablero de ajedrez para viaje, dispongo las piezas y peones y me acomodo para jugar solo. Seré blancas y negras, seré juez y asesino, seré Batman y el Pingüino.

El sauce llorón, bajo el que estoy sentado, huele a salvaje. El calor más intenso ha pasado y el sol cae redondo y rojizo sobre las islas. Las 7:00 en punto y a lo lejos, escucho las campanas de la Parroquia María Auxiliadora; me doy cuenta que he caminado recto por calle Presidente Roca. Levanto la vista, pero los árboles me tapan el reloj de la torre de la iglesia.

Una hormiga camina en zig-zag sobre el tablero: está tan perdida como yo. Comienzo mi juego cuando la hormiga se baja. Me concentro en la vieja apertura italiana. Comienzo con los peones: E4, E5, sigo con los Caballos: F3 y C6…

“Parecen notas musicales sobre el pentagrama.”, dice una voz juvenil señalando el tablero. Levanto la cabeza a desgano y veo a un chico llevando un estuche donde supongo, ha de tener un instrumento musical. Me señala uno de los bancos y agrega: “Siempre vengo a practicar acá porque molesto a los vecinos y mi papá quiere dormir una siesta antes de cenar. ¿Te molesto?” Niego con la cabeza y le sonrío. “¿Qué llevás allí?” le pregunto. Me observa, sonríe y abre el estuche. Saca un cello, un arco y unas partituras. Se sienta y posiciona el dedo anular en la chapa del arco. Observo cómo va ubicando los demás dedos y veo cómo como flexiona su pequeño pulgar entre la nuez y el cuero. Cierra los ojos y se concentra. Bajo la vista y decido seguir con mi partida. Mientras pienso, el chico comienza a ejecutar algo suave y de una tristeza que empaña mis ojos. Alfil C4 y las negras… alfil C5. Miro de reojo hacia un costado y escucho el disparo de una cámara fotográfica. “Nos están sacando fotos. Turistas.” pienso y me sumerjo nuevamente en el tablero y especulo: peón de Gambito E4…

Alguien se agacha y me deja una tarjeta de presentación, levanto la mirada y veo que se la da también al chico. Abro mi mochila, saco un papel y escribo rápido mi dirección de mail, me levanto y le doy el papel y el lápiz al chico que ya está conversando con el fotógrafo. Escribe su mail y entrega el papel al tipo.

Miro al chico, le sonrío y le explico: “El ajedrez es silencioso, pero yo también molesto en mi casa. Si querés nos podemos encontrar mañana por la tarde de vuelta acá.” El chico extiende su mano y se presenta. Le muestro mi tablero y le digo “Mirá, me lo rompió mi vieja y yo lo pegué con La Gotita.” Él toma las partituras y me dice: “Mirá mi viejo las rompió y yo las pegué con Cinta Scotch.” Nos reímos: somos molestos.

El fotógrafo nos mira y pregunta si mañana volveremos y ambos asentimos con la cabeza.

Durante todos los atardeceres de enero nos encontramos a orillas del río, cada uno en su mundo. Él, Bach y yo Capablanca, él, Haendel y yo Rosetto.

El fotógrafo nos siguió sin incomodarnos y configuró su cámara para que el disparador fuese silencioso.

A mitad de febrero le dije al chico que ya no podría ir más porque tenía que estudiar para rendir tres materias que me había llevado a marzo y él me dijo que le pasaba lo mismo. Intercambiamos nuestros mails.

Me preguntó a qué escuela iba y le comenté que acá nomás, al San José y él se asombró y me dijo: “yo también”. ¿Cómo nunca antes nos vimos? Nos despedimos hasta el inicio del ciclo lectivo.

Entrado ya el otoño recibo un mail del Museo Firma y Odilo Estévez. Abro el archivo y veo una gran fotografía en blanco y negro. Somos el chico y yo con el título en letras góticas: “Muestra fotográfica ‘Concierto de ajedrez’ por el Fotógrafo rosarino Leandro P. Almada.”

Le mando un sms al chico y él me responde que ya lo leyó. Iremos juntos al Museo. Imprimo la foto, la guardo en el bolsillo, tomo mi tablero de viaje y me voy, sin molestar a nadie, sin decirle nada a nadie en casa, no vaya a ser que por alguna causa se enojen conmigo y digan que soy un fastidio.

Violeta Paula Cappella.-


El olor de la humedad

Historias de Licaona

El olor de la humedad


Cuando llegó a la facultad había elecciones. Un pibe la miró y trató de convencerla de que votase a su agrupación porque bla-bla-bla. La persiguió por los pasillos y al final le dijo que quería salir con ella. Interrumpió sus palabras de enamorado, leyó un whatsapp y luego hizo una llamada muy top y revolucionaria a la vez.

El pibe era de Soldini y el padre le había comprado una Yamaha a todo culo para que no tuviese que andar en los mugrientos colectivos.

Ella subió las escaleras y se fue a la sala de lectura a leer unas fotocopias de Antonio Gramsci. Mientras marcaba las hojas con una lapicerita con tinta perfumada, el pibe abrió la puerta despacio, le chistó y le dijo que la esperaba en el patio. Ella se encogió de hombros y se sumergió nuevamente en la fotocopia.

Al atardecer llegó el bibliotecario, encendió las estufas y le dejó sobre el banco una ficha donde figuraba el reclamo de un libro vencido. Ella fue al mostrador, sacó de su bolsito de Hello Kitty el libro, se lo entregó al bibliotecario y le solicitó uno de Lenin.

Bajó las escaleras abrazando el librito rojo y se fue al patio a leer a la luz de los últimos rayos del sol.

El pibe la estaba esperando mas ella se había olvidado de la cita. Él se acercó despacito, la tomó desprevenida por la espalda y le dijo “¡Guau!”. Ella se sobresaltó y le preguntó si era estúpido o qué.

El pibe se ofendió y ella se fue caminando lentamente hacia la Escuela de Historia por el pasillo central. El pibe la siguió y le preguntó si no quería ir a tomar un café al Centre Catalá y ella dijo: “¡No!”. El pibe la tomó del brazo y le dijo que a él nadie lo rechazaba y quiso besarla. Ella se apartó, abrió una puertita que está frente al Salón de Actos y se escabulló entre unos motores y las bombas de agua. El pibe la siguió, le dijo que se iba a perder y que él conocía cada rincón de la Facultad como la palma de su mano. Ella agachó la cabeza, se acomodó un sombrerito con orejitas de Picachu y descendió unos escalones húmedos.  

El pibe corrió hacia ella y de repente la perdió de vista. Sobre su cabeza sonaban pasos, seguramente estaba bajo los pisos de Alumnado o de la Escuela de Ciencias de la Educación. Corrió entre charcos de agua, patinó varias veces, se dio cuenta que estaba perdido. Después de mucho andar, llegó jadeando hasta una abertura que daba directamente al río. Se sentía muy mareado y pensó que era alguno de los porros que se había fumado.

Miró azorado a su alrededor y conjeturó que estaría a la altura de alguno de los clubes de pesca o de los Jardines de Hildegarda.

En el agua, vio flotando la cabeza de un perro. La cabeza le dijo que se zambulla, que el agua estaba fresca y que el mareo era por las emanaciones de los hongos de las paredes de la Facultad.

El perro nadó y el pibe vio que tenía cola de pez, parecida a la cola de un surubí. Se mojó la cabeza para despejar la mente, recordó que había estado persiguiendo a la minita y allí la vio, nadando desnuda en el río.

El pibe se sonrió, comenzó a quitarse la ropa y un rayo de luna dio en las pupilas de la estudiante de Historia. Ella salió del agua y lo devoró de un bocado. Se relamió, se quitó un pelo del pibe que se le había enredado entre los dientes y descansó con la panza llena.

Entre neblinas aparecieron los primeros rayos del sol y la canoa de Don Braulio. El viejo bajó, la envolvió en una manta, le cebó unos mates con poleo y burrito para la digestión y escuchó un campanilleo extraño. Miró a su alrededor y encontró el celular del pibe. Tocó sin querer la pantalla y se activó. Una voz femenina hablaba incoherencias y demandaba la inmediata presencia del pibe porque las elecciones en la “facu” y bla-bla-bla.

Don Braulio tiró el celular al medio del río y vio que allí nomás en la orilla flotaba burbujeante el estómago del pibe, entonces dijo: “¡Jaj, otro con la panza llena de Coca-Cola! ¡Dónde está la revolución!” Lo pinchó con un robador, se desinfló y el líquido marrón y espumoso se esparció por el agua. Ella observó la escena y pensó: “Qué asco, me voy a tomar un DBI AP 1.000 para que no me suba la glucosa.” Y el viejo agregó por si acaso unas hojitas de pezuña de vaca al mate.


Violeta Paula Cappella.- 

El discurso preelectoral

Historias de Licaona

El discurso preelectoral

“Porque el problema de hoy, no son las convicciones ni las ideologías, son las moralidades, porque el común de la gente reclama una ética fundada en acciones concretas y a corto plazo, que sean efectivas y satisfagan las necesidades de los más damnificados. Porque en esta coyuntura, hay que ser muy valiente para asumir el rol de político en serio; ya nadie quiere hacerse cargo de lo que le corresponde y sacrificar su tiempo en pos de un país mejor, de una ciudadanía protegida y culta. Porque el revolucionario de hoy ha dejado de ser el proletario de ayer y se ha convertido en un teórico cuyos fundamentos socioeconómicos se derrumban frente a la realidad de la desocupación. Porque el rol del Estado tiene fecha de vencimiento, mejor dicho, ha vencido hace siglos. Es más, el proletario es una abstracción, no existe y nunca existió. ¿Se dan cuenta? ¿Qué es la clase obrera sino un pobre recuerdo de sí misma? El que nace pobre hoy no desea ser obrero, desea estudiar en la universidad: un absurdo por donde se lo mire porque el pobre es eso, pobre! Y bla-bla-bla…”

En medio del palabrerío del político, ella escuchó una cita de la Ética Protestante mezclada con una de El Espíritu de la Revolución Fascista, estalló y deseó estrangular al tipo.

El tipo vio su furia, se dio cuenta que su discurso no la convencía, pero esta minita estaba buena y podría ser bien visto estar acompañado de una jovencita con tintes revolucionarios; le daría ese toque de distinción, más bien de excentricismo e incluso, si se da, cogérsela.

El tipo sabía que no era fácil acercarse a una leona enfurecida y mandó a uno de sus punteros a que le entregue una tarjetita con su dirección, mail y número telefónico. La minita miró la tarjeta, memorizó al instante todo lo que allí decía, la rompió y puso los pedacitos en la mano del puntero. Sacó un papelito, escribió su mail, se lo dio al puntero y le dijo: “Si tiene ganas de debatir, que se comunique él conmigo.” Se escabulló entre la gente y salió de la reunión. Caminó por una de las explanadas del Patio de la Madera, compró un copo de azúcar, cruzó la calle y se fue hacia la Estación Terminal de Ómnibus. Le regaló el copo de azúcar a un pibito que andaba pidiendo y se sentó a esperar el 35/9.

Ella sabía que el puntero político la había seguido pero se hizo la que no se había dado cuenta. Dejó pasar un colectivo y otro más porque el político ya habría terminado su reunión y estaba dispuesta a rebajarlo y putearlo de la cabeza a los pies. Se levantó y caminó hacia el Pasaje Gould y dobló luego hacia Burmeister. Tuvo miedo, todo estaba en silencio y oscuridad; corrió hacia calle Caferata, cruzó Av. Córdoba sin mirar el tránsito y esquivó un auto. Se sentó en el pasto de la plaza, se tomó el tobillo y pensó que se habría luxado. Caminando con dificultad llegó hasta el Mc. Donald’s de la esquina; desde los amplios ventanales la saludó alguien que no pudo ver bien, se acercó y vio que era el político. Cruzó nuevamente la calle y esperó a que viniese un taxi.

Sintió terribles ganas de hacer pis, así que fue nuevamente a la Estación Terminal de Ómnibus y se metió en uno de los baños. Unas gotitas de sangre acompañaron al pis: acababa de indisponerse y ahí se dio cuenta del motivo de su furia, de su terrible mal humor. Llamó a la señora que cuida y limpia el baño y le comentó a través de la puerta cerrada lo que le acababa de pasar. La vieja le alcanzó una toallita femenina y la llamó por su nombre. La chica se sorprendió, quedó en silencio un ratito, le preguntó de dónde la conocía y la mujer dijo que era la esposa de Don Braulio. La vieja le avisó que afuera había un tipo de traje y corbata, con cara de político y sonrisa de chanta que la estaba esperando.

La chica entró en pánico, miró hacia el techo del baño y encontró una mirilla que daba a calle Santa Fe. Se asomó y redonda la luna iluminó su rostro. Tomó coraje, gruñó suavemente y le dijo a la vieja que haga pasar al tipo y cierre la puerta de entrada.

El tipo se sintió todo un héroe ingresando transgresoramente  al baño de damas y ella, sin pensarlo dos veces, lo devoró vestido y todo.

La vieja cerró los ojos, pero espió un poco porque no dejaba de ser un espectáculo aterradoramente atractivo e insólito.

La chica escupió los botones del traje; la vieja limpió rápido la sangre de los cerámicos del piso, tiró el resto de la ropa del tipo a la basura, acercó a la chica a una canilla, le lavó cuidadosamente la angelical carita y le encargó un cafecito en lo de Billy Lomito.

La chica se peinó el cabello, tomó el café y sintió que su estómago estaba a punto de estallar. Se abrazó a uno de los inodoros, vomitó el celular del tipo, los cordones de los zapatos y un libro entero.

Sacó el libro de entre los restos de la vomitada, leyó el título: “La Luz de los Artamanes: cómo regenerar la raza campesina argentina” y volvió a vomitar llenando el inodoro.

“¡Qué trabajo tan duro mi chiquita!” – dijo la vieja acercándole un pañuelito primorosamente bordado para que se limpie la boca y agregó: “Estas porquerías de ultraderecha no sirven ni pa’ puchero… Ah, perdón, cierto que vos sos vegetariana. ¿Querés que te pida un tecito Cachamai?”…  

Violeta Paula Cappella.-



El inmanifiesto comunista

Historias de Licaona

El inmanifiesto comunista

El tipo la llevó en su auto a cenar a un restaurante japonés por la zona de la Estación Fluvial.

Desde Boulevard Argentino hasta Avenida Belgrano, el tipo habló de su auto, del costo, del seguro, del motor y del encendido por huella digital. En el restaurante habló de sí mismo, de sus cuantiosas pertenencias, de su honorable profesión, de sus hijos con otras parejas, de viajes y aventuras.

En un momento y antes de la medianoche, se dio cuenta que había hablado de sí mismo y ella sólo había escuchado. La miró, le sonrió y le preguntó casi con desdén a qué se dedicaba. Ella lo observó, respiró profundo y dijo que era espeleóloga, vegetariana (por eso no había comido los camaroncitos) y que coleccionaba florcillas secas entre las hojas de un libro de Charlotte Brontë. Como todos los otros tipos que había conocido, este se rió estrepitosamente llamando la atención de los demás comensales.

Ella se sonrojó y le comentó que estaba investigando con un grupo de paleontólogos unas grutas en el arroyo Saladillo, cuyas entradas están a la vista sólo cuando las aguas descienden unos tres metros y que los vecinos del barrio no quieren ni acercarse al lugar porque aseguran que allí dentro moran criaturas aterradoras; especies míticas que se reproducen cuando hay luna llena y vagan por el barro del fondo del arroyo en busca de los incautos nadadores y los devoran, dejando sólo sus cráneos y algunos huesos dentro de las enormes cuevas.

El tipo volvió a reírse porque no creía en fantasmas y le dijo que nunca había ido al arroyo Saladillo porque era un lugar “muy grasa” para él, pero que de todos modos, le agradaría ver qué “mierda” hacían la mina y los demás “boludos” dentro de las cuevas.

Y con el super sport se fueron al peligroso Barrio Saladillo sin temor porque la mina le aseguró al tipo que entrarían por la chacrita de Don Ceferino, un viejo comunista que todavía creía en la revolución (otro motivo de carcajadas para el tipo).

Llegaron al sitio indicado por ella, se bajaron del auto y caminaron entre los pastizales unos veinte metros; comenzaron a descender hacia el arroyo y se adentraron a una cueva. Ella fue iluminando el camino con su linterna y se tuvieron que arrastrar un trecho para poder penetrar en lo profundo de la tierra arcillosa. Imponentes, las estalactitas de arcilla y arenisca emergían como tótems de otros tiempos. El tipo se maravilló de lo que iba viendo y dijo que en su “puta vida” habría pensado que en Rosario existiría algo tan lindo, porque para él, Rosario es “de cuarta” y “no hay como vivir en Miami”.

Llegaron a un recinto cubierto de osamentas humanas. Él se asombró y gritó espantado. Ella apagó su linterna, salió fácilmente de la cueva y esperó a que una nubecita regordeta se corriese y dejase al descubierto la luz de la luna. Aulló complacida, se sumergió nuevamente en la cueva, devoró al tipo en la oscuridad y usó luego como escarbadientes la falange distal del quinto dedo del pie derecho del tipo.  Sintió algo raro en el estómago, se introdujo dos dedos hasta la garganta y vomitó una masa viscosa que inmediatamente reconoció como silicona, pero no pudo darse cuenta dónde la podría haber tenido puesta el tipo.

Al amanecer, Don Ceferino la despertó, la cubrió con una manta y le dijo: “Bien hecho m’hijita, al capitalismo salvaje hay que enseñarle buenos modales.”

Y llevaron el super sport al desarmadero del Negro Sandunga.



Violeta Paula Cappella.-




La bondad del último dictador

“Si hay algo que sobrevive a su portador son sus ideas y esto es peligroso” - dijo el dictador; se agachó, lustró con un poco de saliva sus botas, se vio reflejado en ellas y agregó: “No hay forma, no hay método aún de borrar de las memorias las lecturas, las palabras y lo pensado. Por más que aniquilemos a un pueblo entero siempre permanecerá un recuerdo, así sea el asa de una vasija de barro; sí, ese trozo, ese minúsculo trozo de tierra cocida hablará mal de mí en el futuro y es lo peor que me puede pasar. Maldigo la hora en la que Dios les dio mente a los seres humanos porque no se la merecen. ¿Qué hacer entonces? ¿Tendré que distorsionar la historia?” – y entre risas agregó - “¡Eso ya lo hicieron todos los historiadores!”

Pensó un momento y habló con voz seria: “Todo esto me seduce… pero no sé por dónde empezar. Es demasiado evidente que la quema de libros no sirve, que matar a todo humano tampoco y que expatriarlos menos aún. Sin embargo, podemos comenzar con cuestiones muy interesantes. Me refiero a convertir las ideas en malsanas, en contrarias a Dios y la Patria. Recuerdo haber leído cosas por el estilo hechas por un tal Savonarola y le fue muy bien. Me encantaría instaurar el terror. ¡Y el terror debe ser visto! Aunque no, no, no va a funcionar porque, insisto, seré mal visto en el futuro y por ende vituperado por los libros de historia” - dijo el dictador, se levantó de su asiento y se fue a descansar a su biblioteca.

Allí había tantos libros interesantes: colecciones enteras bellamente encuadernadas que nunca había leído, obras completas de naturaleza, tecnología, leyes, cuentos, poesías, novelas, tratados generales de cualquier cosa y descubrió un solitario librito sobre un estante que le llamó la atención por lo amarillento y viejito. Lo tomó y vio que se trataba de leyes de física. “Basura” – pensó mientras sostenía el librito en sus manos; luego se acarició la barbilla y se dijo a sí mismo: “Es inspirador”.

A la mañana siguiente, proclamó por los medios de comunicación que a partir de ese mismo instante no habría más leyes, que cada uno podría hacer lo que siempre había deseado, que toda ley por más pequeña que fuere quedaba abolida, que la libertad sería total, que nada de lo dicho por él sería escrito para que tampoco fuese ley y fue ovacionado por las multitudes emocionadas hasta el llanto.

El caos se esparció como tinta por el agua y fue cubriendo cada rincón de la propia patria y extendiéndose hacia los otros países. En menos de una semana nadie pudo sobrevivirse a sí mismo ni al otro y el dictador observó desde su mansión fuertemente custodiada por robots, cómo el pueblo iba degradándose; hasta los más fuertes caían en manos de cualquiera, cuando no que en las del suicidio y todo se iba destruyendo por el descontrol, por la orgía de sangre, por la vorágine de querer tener lo que el otro tiene, por la ambición desmedida, por lo que alguna vez alguien denominó como “Los siete pecados capitales”.  

El dictador bebió el último vaso de agua limpia y escribió: “Sin temor a equivocarme,  sin ánimos de ofensas y carente de todo egocentrismo, afirmo sin vacilar que soy el más sensible, humanitario y comprensivo de los seres que existen en el universo. Atesoro en mi corazón la certeza de ser superior a Dios.”


Violeta Paula Cappella.-