Vistas de página en total

sábado, 15 de julio de 2023

La víctima número 1

Por Violeta Paula Cappella de Fox Talbot

Romando Killer adora la buena vida; estafa y roba para darse todos los gustos y su esposa lo acompaña, alaba sus fechorías porque ambos comparten el oscuro secreto de la perversión sexual hacia las jovencitas, las adolescentes, las niñas y para eso, a veces, hace falta  bastante dinero.

Ambos sostienen a duras penas una buena reputación porque el mundo lentamente se les está viniendo abajo. Sus roñas sexuales están saliendo a la luz tímidamente, pero por fin salen.

Al mediodía, fueron a tomar algo al shopping (los shoppings son sus lugares favoritos para mirar lascivamente adolescentes que hacen compras y ríen felices con sus amigas, sin darse cuenta de las miradas y regodeos de una pareja de viejos degenerados).

De repente, pasó frente a ellos una de sus tantas víctimas y ella los reconoció como los violadores, los degenerados que gozaron de perturbar y arruinar su adolescencia. Ella tembló, respiró con dificultad y siguió su camino.

Ellos la odiaron porque la volvieron a desear. El viejo Romando Killer deseó toquetearla como cuando ella era adolescente, deseó lamerla nuevamente y deseó acorralarla con su enorme cuerpo como lo hacía antaño y abusar de ella sin límites. La esposa del viejo, deseó acariciar las piernas de la víctima y meter sus sucios dedos dentro de la bombacha como lo hizo aquella vez, mientras la víctima lagrimeaba y se retorcía de asco. Deseaba reducirla a la nada, a un objeto sexual.

Ella, con su dignidad recuperada después de años de reflexión, siguió su camino dentro del shopping y ellos nada le pudieron hacer. No consiguieron más que exacerbar la imaginación en pleno acto de destrucción de la decencia de las jovencitas. Se miraron mutuamente, dándose cuenta que ya estaban viejos para secuestrarla y torturarla sexualmente como lo deseaban.

La idea del rapto los sedujo y planearon ahí mismo llevarla fuera de la ciudad, cavar una tumba y matarla, no sin antes violarla, atormentarla, ultrajarla, rebajarla, lamerla, ensuciarla y desaparecerla de la faz de la tierra para que nunca pueda decir algo sobre el tenebroso pasado de ellos.

Bebieron los últimos sorbos de café y cuando él quiso levantarse sintió un gran dolor en una de sus piernas y la esposa, después de un quejido, se incorporó a duras penas tomándose de la cintura, quizás la ciática, quizás la columna vertebral completa.

En ese mismo instante, comenzó a desmoronarse el plan de secuestrarla. Sabían que la víctima sería más rápida y que correría para salvarse de ser mancillada como no pudo hacerlo en los viejos tiempos y que ellos en la vetustez de sus marchitos cuerpos de cocainómanos con injertos aquí y allá de siliconas para aparentar ser jóvenes y lozanos, caerían al suelo del shopping al menor intento de forcejear para secuestrarla y ella, mártir de los peores agravios, aceleró el paso dentro del shopping al poder leer los horribles pensamientos de sus secuestradores; se proyectó a sí misma mirándolos desde lejos y levantando el dedo medio de su mano derecha en un glorioso fuck you!

(¿Denunciarlos ante la justicia? ¡Por favor, la justicia no existe!)


viernes, 15 de octubre de 2021

A dormir al pasillo

 


Por Violeta Paula Cappella de Fox Talbot

Cuando tenía cuatro años, vivencié la tercera o cuarta mudanza en mi pequeña vida y con mis padres y hermana recién nacida, fuimos a vivir al Pasaje Monroe 2.736.

La casa estaba ubicada en una planta alta. Al ingresar, había un pequeño recibidor donde mis padres colocaron la mesita y dos sillitas de mis primas que me las habían prestado para jugar y hacer las tareas del jardín de infantes. Luego, venían la escalera, un descanso, cinco escalones más y se llegaba a un pasillo largo. Toda la casa tenía pisos de madera oscurecida por el paso del tiempo y techos muy altos.

El pasillo conectaba a la cocina, dos dormitorios y un baño. En uno de los dormitorios, dormían obviamente mis padres con la bebé recién nacida, en el otro, habían armado un comedor. Allí estaba la mesa redonda y sus sillas, un modular con adornos y libros y una mesa rectangular con dos sillas, esa habitación tenía un bonito y pequeño balcón que daba a la calle. La cocina tenía una mesa pequeña con dos sillas y la silla para la bebé, la mesada con anafe y horno y las piletas para lavar la vajilla.

El baño era enorme, los pisos cuadriculados asemejaban un tablero de ajedrez. Tenía una bañera, calefón, lavabo, inodoro, bidet, un gran mueble para guardar toallas y elementos de limpieza y un ventanal que daba a la calle. En el contrafrente había un patio con dos maceteros de metal, una escalera vertical para acceder al techo, un lavadero con pileta y dos asadores.

En esa casa, no tuve ningún lugar más apto para dormir que no fuese el pasillo. En ese largo y oscuro espacio de tránsito, colocaron mis padres mi cama cerca del baño, al lado de un enorme refrigerador marca “Dover”, cuyo motor rugía con fuerza cada 45 minutos. La noche allí era congelada y espeluznante en invierno, y escalofriante y horrible en verano. El motor de la heladera me ensordecía y el miedo me paralizaba.

Todas las noches y las madrugadas yo sentía puntadas en las piernas pero no les podía decir nada a mis padres porque ya no me llevaban del Doctor Levin. Imaginaba que había hombres malos e invisibles que venían con agujas de coser y me pinchaban las piernas; esos hombres no tenían nombres ni se escondían debajo de la cama, eran muchos, tantos que me pinchaban las dos piernas a la vez e incluso miles de veces me pinchaban los pies con agujas de coser más pequeñas. Pero algo sabía de ellos: vestían trajes grises, eran altos, de grandes espaldas cuadradas, transparentes y no caminaban sino que iban flotando por el aire y cuando estaban cerca de mí, comenzaban a hacerme daño y yo me aterraba. No tenían rostros, en su lugar había tan solo un óvalo gris humo y nada más.

Con el paso de los meses, mi pánico se agigantó y empecé a tener más alucinaciones: veía seres en el aire que revoloteaban a sobre mí; seres horribles que salían del baño y seres más amigables que aparecían de la nada.

Mientras tanto, el motor de la ciclópea heladera al lado de mi cama, me ensordecía y retumbaba por todo el pasillo, cuyos techos tan altos parecían no estar allí.

Mis padres cerraban las puertas del comedor y su dormitorio antes de irse a dormir, así que me dejaban totalmente sola y aislada en el pasillo del terror.

Sentía tanto miedo que me encogía bajo el acolchado y cerraba los ojos para no ver lo que pasaba en el aire, mi corazón latía con fuerza: vivía aterrada. Únicamente mi oso Boo-Boo me protegía, ni tan siquiera un santo, Dios o un ángel, estaban allí para ayudarme a los cuatro años. Para mí, Jesús y Dios estaban en el Jardín de Infantes “Casa Bautista” pero no en el pasillo del terror.

Me aferraba al osito de peluche y sentía que se iba calentando su cuerpito de trapo con el calor del mío y así pensaba que él estaba vivo y me cuidaba; sin embargo el osito era muy pequeño para defenderme de los espantos que aparecían al amanecer, cuando todo estaba en silencio y me sobresaltaba con el motor de la megalítica heladera que comenzaba a vibrar y hacer ruido. Me tapaba los oídos para no escucharla y al rato, aparecían los hombres invisibles con sus agujas de coser para torturarme y si no eran ellos, eran esos seres deformes que volaban por el aire, salían del baño o de la nada misma, se multiplicaban y me aterrorizaban con sus colores sucios, bocas y ojos dignos de un cadáver en descomposición. La mayoría de ellos no tenían cuerpo, eran solo cabezas que se balanceaban junto a mí.

El pánico de la soledad completa en el largo y oscuro pasillo junto al monstruoso refrigerador, hizo que una noche gritase de angustia; nadie me auxilió, nadie me escuchó porque las puertas estaban cerradas.

El terror fue en aumento y un día decidí contarle todo a mi madre, pero era tal mi miedo que solo le dije que había visto una carita fea saliendo del baño. No le hablé sobre los hombres que me pinchaban las piernas con agujas de coser porque sabía que no me iba a llevar del Dr. Levin y tampoco le dije de las cabezas deformes que flotaban en el aire.

Por pocos días más, el pasillo del terror siguió siendo mi lugar para dormir porque llegó el tocadiscos “Winco” con sus parlantes y ocupó esa zona tétrica de la casa.

Ubicaron mi cama en el comedor, junto a la mesa redonda y sus sillas; creo que a esa altura, ya tenía seis años. Los seres deformes desaparecieron o por lo menos no estaban en esa habitación y los hombres transparentes de traje gris que venían a pincharme las piernas con agujas de coser se fueron. Mis piernas de niña sintieron un gran alivio porque ya no había más torturas en las oscuras noches de invierno ni en las veraniegas madrugadas, cuando la luz se filtraba por una claraboya anclada en el lejano techo que dejaba ver los relámpagos, cuyos posteriores truenos retumbaban junto al motor de la  titánica heladera en el pasillo infernal.

El bebé genéticamente malo

 


Por Violeta Paula Cappella de Fox Talbot 

Existe una teoría acerca de un gen del mal, un gen que se hereda y crea personajes, en las buenas familias, dedicados a matar, asesinar, asaltar, violar y robar. Esta teoría no tiene asidero científico, del mismo modo que la teoría de mi madre tampoco lo tenía...

Después de haber nacido, a mi madre se le oscureció el cabello, entonces me acusó de haberle quitado el “pelo” rubio, según ella, por lo que fui tan mala de feto, que le quité todos los genes de cabello rubio y me los quedé yo – por lo visto, lo único que mi madre tenía en la cabeza, eran cabellos, cerebro, lo dudo mucho.  

Pero no solo fui un feto ladrón de “pelo rubio”, sino que también, me acusó de haber sido mala porque me “quedé” con lo “mejor” estando en su vientre y me había apropiado de los genes que me gustaban y descartando los que no.

Resulta ser, que cuando nace mi hermana, ella tenía cabellos oscuros, ojos marrones y su piel no era blanca como la mía. La teoría de mi madre es que fui un feto ladrón y me quedé con todo lo bueno de ella: ojos verdes, cabello rubio y tez blanca. El problema que se suscitó, es que soy más blanca que mi madre y semejante atrevimiento genético es imperdonable, mi padre de niño era rubio, pero su tez nunca fue blanca como la de mi abuelo Miguel. A Dios gracias, mi padre no me pudo acusar de haberme quedado con sus genes rubios, porque su cabello se oscureció en la adolescencia.

En palabras de mi madre:

 “Sí, fuiste mala, porque no le dejaste nada bueno a tu hermanita, siempre fuiste mala, desde bebé nomás…”

 

lunes, 11 de octubre de 2021

EL CAMOTE

 


Por Violeta Paula Cappella

El Gordo Malamuth es el prototipo del solterón empedernido. No le interesaban demasiado las mujeres, pero hay que aclarar que tampoco los hombres y, dentro de la jungla humana con toda clase de especimenes, él se jugaba la vida por un motor, en especial de cohetes espaciales, aunque trabajando en Rosario esto era una completa utopía por lo que se conformaba arreglando en su taller mecánico todo tipo de autos, motos, camiones y hasta incluso, tuvo que reparar alguna que otra licuadora de las vecinas.

Mientras estuvo aquí, en barrio Belgrano, no era de salir a pasear, no le gustaba ir de compras y si hacía una reunión, era para invitar a un asado a los pocos amigos ya jubilados que pasaban el rato charlando en su taller, un espacio en el que se podían ver colgados los viejos almanaques de Cincotta con las chicas de frondosos cabellos y escasas ropas, adornados con algunas manchas de grasa, el amarillento tono del paso del tiempo y mucho smog y tierra porque por allí no pasó nunca un plumero y solo los sábados, aparecía una escoba de mañana temprano rascando el cemento del piso lleno de aserrín, aceites, pelusas, combustibles y algunos alambrecitos inútiles que al rodar por el sacudón de la barrida tintineaban graciosamente hasta la palita e iban a parar a un barril-tambor de Castrol lleno de desperdicios. En un cuartito que el Gordo acondicionó como pequeño dormitorio para la siesta y leer sobre astronomía, aparecían pegados en las paredes algunos recortes de diarios sobre los lanzamientos de los cohetes Soyuz, fotos de revistas con Laika a punto de partir hacia el cosmos, una foto original de Félicette, la gatita francesa que viajó al espacio y un póster del Apolo 11 que vino en una edición del Anteojito; todas reliquias que antes estaban en su dormitorio en la casa  y que las debió quitar cuando el padre le dijo que ya estaba bastante grande para seguir con esas pelotudeces.

Los padres del Gordo Malamuth están cursando los setenta y tantos, pero la edad del Gordo es un misterio; para muchos, por su cara aniñada tiene treinta y algo, sin embargo otros, al mirar la peladita en la cúspide de su cabeza, ya suben la apuesta hasta los cincuenta.

Para la madre, el hijo es todo lo que Dios le dio y lo ama tierna y devotamente; para el padre, en cambio, fue un flor de pelotudo que lo único que supo hacer en toda su vida fue arreglar autos y hasta llegó a sospechar maliciosamente que su hijo era todavía virgen. Era obediente, eso sí, porque cuando era chiquito, el padre lo llamaba con un silbido largo que se escuchaba en todo el barrio y esgrimía la alpargata ya calzada en la mano por si no aparecía rápido. De inmediato, se lo veía corriendo hacia su casa con un barrilete al vuelo, jugando a que había lanzado un cohete espacial y el silbido, era para su imaginación infantil, la caída estrepitosa de un cohete que había lanzado el padre, el malo de la película.

Un día sábado, después de haber barrido sin mucha dedicación todo el taller, el Gordo prendió la radio con el dial clavado el LT3 “Radio Cerealista de Rosario” porque la mugre impedía que el selector de banda y el dial se movieran, luego puso la pava para hacer unos mates, levantó la persiana y para apagar un poco el olor a “taller”, prendió unos sahumerios de frutilla que le compró al pibito que pasaba siempre vendiendo toda clase de cositas inservibles, pero pobrecito, el pibito necesitaba que la gente le comprase porque ya se sabe cómo son esos padres: si no vende nada, lo cagan a palos. El Gordo sabía todo eso porque el barrio hablaba continuamente de estas cosas. En pleno invierno, cuando el frío se colaba por los remiendos de la ropa, el Gordo le preparaba al pibito un mate cocido con dos bizcochos de chicharrón y el pobrecito resucitaba y sentía la felicidad de ser clase media argentina de barrio por un rato; mientras tanto, miraba las latas de aceite, los tambores de combustible y las cajas y cajitas con millones de repuestos para autos de todos los tiempos y pensaba que algún día, él también podría tener un taller mecánico y preparar mate cocido calentito. Y, en el orden del desorden, el Gordo era el único que sabía dónde estaba cada cosa que necesitaba.


Al Gordo todo el barrio lo quería, porque tenía un corazón enorme. Por eso, muchas mujeres, tan solteronas como él, decían incesantemente (y hoy más que nunca) que habría sido un muy buen padre, lástima, ¿no?

Entonces, apareció ese sábado de repente, una mina con su Citroën Ami 8 que ya no quería más guerra.

La chapa y pintura estaban impecables porque la mina lo había llevado al chapista el año pasado y hasta le había hecho cromar los faroles, la parrilla y el símbolo ese que tienen todos los Citroën que nadie sabe bien de qué se trata. El tapizado de los asientos no era de cuero, sino de una gamuza peludita con estampado de vacas felices, chanchitos retozones, gallinas con pollitos amarillos, ovejas balando en tono “beee” y caballos sonrientes con impecables dentaduras. El tablero olía a Blem, un rosario bendecido por el Padre Bernardo colgaba del espejito y a un costado del parabrisas estaba pegada una calcomanía original del Automóvil Club Argentino. La palanca de cambios ostentaba una bocha artesanal transparente con una rosa roja con brillitos. La radio estaba sintonizada también en LT3, pero no por la mugre, sino porque era la única emisora que la antena del techo del Citroën podía captar sin interferencia. Las cubiertas estaban perfectas y las gomitas de los limpiaparabrisas también. Olía a limpio y el Gordo sabía que ese tapizado perfumadito era un peligro porque su mono-overall era una sola mancha de grasa, aceite, nafta, gas-oil, mate, chicharrón, bife a la plancha y milanesa con puré, pero nada de olor a cigarrillos porque había dejado de fumar hacía ya más de diez años cuando el padre se enteró y le revoleó por la cabeza un elefantito de porcelana con el billete de 1.000.000 pesos Ley 18.188 enroscado en la trompa. Durante un mes entero la madre no le dirigió la palabra al padre, hasta que éste le trajo uno nuevo con un diseño tornasolado incandescente tipo patchwork emulando la piel del bicho que compró en un anticuario de Pichincha y así, hubo nuevamente paz y amenas charlas en la familia, cuyo miembro más charlatán era, naturalmente, el televisor.

Cuando la mina se bajó del AMI 8, se presentó y le contó al Gordo sobre el problema del burro de arranque, el tema de la crapodina y un lío fenomenal con el árbol de levas. El Gordo abría sus ojos celestes cada vez más grandes y escuchaba con atención: la mina sabía de mecánica y eso le pareció extremadamente seductor. Además, era linda, porque no tenía el cabello teñido de rubio estridente, ni las uñas pintadas verde o negro y apenas se notaba un suave maquillaje para resaltar delicadamente sus bellos ojos color aceituna que delataban una ascendencia gitana. El detalle que más lo impactó fue el pantalón bombacha de gaucho “Pampero” y las botitas bolivianas de tela gruesa y abrigada con un diseño colorido finísimo. Por el cuello de la remera estampada en animal print, se veía un pequeño pedacito del sostén de corpiño y eso lo asombró aún más. Entonces, se hizo la luz y el Gordo se enamoró de la mina cuando al agacharse para sacar el monedero de debajo del asiento del auto, pudo ver en toda su redonda dimensión lunar el culo de la mina enfundado en el Pampero color beige y sintió, que en esa mañana fría de junio, el estío se había hecho presente en su pecho y una sonrisa sin igual se dibujó en su rostro. El Apolo 11 estaba preparado para aterrizar sobre esa luna llena tan suculenta y carnosa.


El estado de gloria del Gordo se acrecentó al escuchar unos maulliditos que provenían del baúl del Citroën. Resulta ser, que la mina había encontrado una caja con seis gatitos de apenas unas semanas de vida al lado de un container y el Gordo siempre había querido tener una gatita que se llamase Félicette. El padre se lo prohibió porque los gatos mean por todas partes. En ese instante mágico, entre el maullido y el culo,  el Gordo supo que acababa de ser bendecido por San Rufo el Vergonzoso, a quien la madre todos los 28 de cada mes le prendía una vela rosa para que su hijo encontrase novia.

El Gordo tomó la iniciativa y le dijo a la mina: “¿Me puede esperar un segundo?” Se fue la bañito del fondo del taller, se sacó el mono-overall y salió impecable, luciendo el pulóver tejido por su madre a dos agujas con lana pura de oveja que compró en el sur del país cuando viajó en peregrinación a la ermita de Don Adolfito, un santo profano y popular europeo que hace la maravilla de conceder hijos de ojos claros a matrimonios de ojos oscuros y otorga a las mujeres la perfección en el arte de ser amas de casa y servir al marido, entre otros  milagros hogareños más.

La mina vio al Gordo con su pulóver de lana pura sin teñir e inmediatamente le preguntó quién lo había tejido tan prolijamente. En un rapto de hijo mimado, dijo feliz: “Mi mamá”; inmediatamente se dio cuenta que había quedado como un pelotudo y se corrigió diciendo: “Mi madre”. Ella ni se percató de lo que él dijo porque había quedado fascinada mirando el punto del tejido, tan armonioso, tan casero y suave y por sobre todas las cosas, tan ecológico.

Después de una breve charla sobre las lanas, el Gordo terminó convenciendo a la mina que convierta el AMI 8 a eléctrico; él sabía hacerlo y no costaba demasiado dinero. Al fin y al cabo, el motor del auto estaba a punto del colapso total.

La mina sacó del auto la caja con los gatitos, le ofreció uno hermoso, tipo tigrecito, pero él tuvo que rechazarlo diciendo: “No, mi papá no me lo permite porque los gatitos mean por todas partes.” Y se arrepintió de inmediato de la boludez dicha, se puso colorado como un tomate y agregó para desembarrar la frase anterior: “Cuando me mude, voy a tener mi propio gatito”. La mina le escribió en un papel adhesivo su número telefónico, levantó a un gatito y le hizo mover la patita como si estuviese saludando.

Con el corazón desbordante de amor, el Gordo se fue al baño del fondo, se miró al espejito redondo con marco de plástico verde y dijo con voz entrecortada: “Soy un pelotudo”. Se lavó las manos, buscó un viejo cepillo para las uñas que casi nunca usaba, se las cepilló con esmero y se lavó la cara para aclarar un poco el panorama tan confuso y raro. Cuando salió, vio que la mina estaba nuevamente en el taller y ella le dijo: “Ah, perdón, es que me llevé las llaves del auto sin darme cuenta. Aquí se las dejo.”, y las colocó suavemente en la mano del Gordo. Agradecido, la invitó a tomar unos mates y ella aceptó gustosa.

“El mate de calabaza es el mejor.”, dijo ella mientras degustaba el sabor de la yerba mezclada con un poquito de cola de quirquincho. En eso, llegó el pibe de la panadería a traerle los bizcochos recién hechos y el Gordo le pidió dos más pero sin chicharrón. El pibe estiró el cuello para mirar para adentro y vio a la mina sentada en un banquito: “Parece que tiene visitas, eh?”, dijo el pibe. El Gordo refunfuñó algo y se llevó los bizcochos para convidar a su clienta.

“¿Gusta un bizcochito?”, dijo el Gordo a la mina y ella tomó el que no tenía chicharrón y pasó a explicarle las virtudes del vegetarianismo. El Gordo no entendía demasiado de verduras, pero sí conocía la papa, la zanahoria, el zapallo, la lechuga, el tomate y el huevo, que no es verdura pero al Gordo le daba lo mismo.

Mientras la minita hablaba de las pencas de cardo y sus múltiples vitaminas, el Gordo había entrado dentro de una olla llena de puchero y en su imaginación sacaba con el tenedor el caracú, tan rico como grasiento. En medio de menús sin carnes, la minita le dijo que lo iba a invitar a un asado vegetariano y al Gordo se le iluminó más aún el rostro. En el entusiasmo, dijo que él llevaría todas las achuras, los chorizos y las morcillas. La minita estalló en una carcajada y le explicó que con las carnes, nada que ver. El Gordo se avergonzó y le pidió disculpas por su ignorancia sobre el mundo vegetariano y cambió de tema inmediatamente, prometiéndole que en diez días tendría el auto con el motor eléctrico listo.

La minita tomó la caja con los gatitos, se despidió del Gordo y se fue a la esquina a esperar un taxi.

El Gordo se aventuró dentro del motor del AMI 8 y día a día, entre suspiros de enamorado, cables y tornillos, convirtió al auto en un prototipo eléctrico de última generación.

Finalmente y con enorme alegría, llamó por teléfono a la mina y ella corrió al taller para ver la obra maestra.

El AMI 8 no emitía ni un solo ruido, era un auto silencioso que no contaminaba más el aire y que solo necesitaba ser enchufado una hora para que se cargase la batería y así, andaba.

La minita pagó en efectivo por el gran trabajo y lo invitó para el viernes a la nochecita al asado vegetariano.

El viernes estaba eternamente lejos para el Gordo. Deseaba que los otros días desapareciesen y ya mismo fuese ese atardecer, esa “nochecita” tan ansiada. Todos los días revolvía el ropero para buscar qué ponerse y decidió finalmente ir a la tienda de Doña Cayetana. Se compró un pantalón color gris, una camisa blanca, un chaleco de lana igualmente gris y hasta unos calzoncillos nuevos, por si se daba la ocasión de algo interesante.

La casa de la minita era preciosa, llena de plantas, gatos, libros, muebles de bambú, ratán y caña y por todas partes había pequeñas luces de colores que daban un toque mágico y acogedor. Al fondo, había un jardín con un asador lleno de verduras. El Gordo estudió detenidamente esos comestibles que tenían formas exóticas y que su mamá jamás le había cocinado. No había ni un pedacito de chinchulín, ni una ruedita de salchicha parrillera y ni tan siquiera algo similar a una morcilla. Entre todas las verduras, reconoció una berenjena, un trozo de zapallo criollo, unas papas y le volvió el alma al cuerpo.

La minita le presentó unas amigas y un tipo barbudo que era el novio de una de las chicas. Para no quedar mal, el Gordo le llevó de regalo a la minita una caramelera de vidrio repleta de caramelos de todos colores y la minita se sorprendió ante tanta cantidad de azúcar refinada, colorantes y saborizantes artificiales, pero le manifestó al Gordo una amplia sonrisa y le dio un beso en la mejilla.

El Gordo se sentó frente a la minita y vio que en el plato había cosas humeantes. En los vasos no había vino tinto sino jugo multifruta y el Gordo casi se muere de angustia. Probó esto, saboreó aquello y mientras la charla avanzaba y el Gordo se divertía, iban pasando berenjenas, remolachas, papines del Altiplano, pimientos de diversos colores y unos deliciosos y dulces camotes.

El Gordo arremetió contra los camotes en tanto conversaba con el barbudo sobre motores ecológicos para autos del futuro.

En un momento, los camotes comenzaron a hacer combustión dentro de la panza del Gordo. Se levantó discretamente para ir al baño porque tenía la sensación de estar a punto de explotar. Caminando hacia el interior de la casa de la minita, se dio cuenta que se estaba elevando en el aire producto de sus tremendas flatulencias; una de las chicas lo quiso retener y bajar a tierra pero se le escapó y ya no lo pudieron alcanzar, el Gordo se había perdido en las alturas del cielo nocturno.

Todos se largaron a llorar, avisaron a la policía y ésta a Gendarmería Nacional quien se desentendió del caso avisando a la Fuerza Aérea Argentina.

La madre del Gordo estaba desesperada, rogaba a todos los santos por el descenso y retorno del hijo. El padre era una catarata de insultos porque “el pelotudo” había arruinado el encuentro con la minita: su primera cita con una mujer.

En su ascenso a los cielos, vio el Gordo cómo los objetos se hacían pequeños, igual que cuando uno sube a lo más alto del Monumento a la Bandera. Empezó a sentir frío por lo que se puso la bufanda de lana que le había tejido su mamá cuando se fue de viaje de estudio a Bariloche. Abrió los brazos sintiéndose un pájaro y disfrutó del viento, del aire límpido y transparente que permitía ver las constelaciones en la espesura del cielo nocturno. Pensó en la perrita Laika, en los cosmonautas rusos y en ese paisaje amplio e infinito que se abría ante él esplendente y magnífico; solo cuando pasaba por una zona con nubes, sentía un poco de escalofríos porque siempre le tuvo miedo a las tormentas eléctricas.

En su travesía por los aires, el Gordo aterrizo lentamente en un desierto enorme sin pasaporte y solo con su DNI en el bolsillo del pantalón. Descendió sin que nadie se percatase del hecho porque los radares no lo ubicaron en el espacio aéreo. Miró a su alrededor, se sacudió un poco la ropa, se peinó el cabello con la mano y se desanudó la bufanda porque hacía calor. No había nada y de la nada misma apareció un convoy de vehículos militares armados hasta los dientes y apuntaron contra él: estaba en Groom Lake, un paraje mejor conocido como Área 51. El Gordo levantó las manos y los milicos hablando en inglés a los gritos como en las películas de guerra, lo esposaron, se lo llevaron y lo interrogaron hasta el hartazgo.

El intérprete tradujo una y otra vez sobre verduras a la parrilla y jugo multifruta.

En una ráfaga de lucidez, a pesar del mareo mental, la sed y el hambre, el Gordo se acordó que había comido un montón de camotes asados.

Ya entrada la madrugada, el intérprete le comunicó oficialmente al Gordo que de ahora en más, se quedará a vivir y trabajar en Estados Unidos de América y que solo podrá regresar de visita a su país de origen. 

Los canales televisivos argentinos comentaron con orgullo patrio a las dos o tres semanas de desaparición del Gordo, que un argentino, mejor dicho, un rosarino, mecánico del automotor, había llegado de incógnito a Estados Unidos de América y ahora era considerado todo un genio por sus conocimientos sobre combustibles vegetales.

Los amigos del Gordo no lo podían creer y la minita lloró de emoción al ver en los portales de noticias al Gordo saludando con una gatita tuxedo en los brazos desde la plataforma de lanzamiento de cohetes espaciales de Cabo Cañaveral.

La madre del Gordo se convirtió en la mujer más feliz del universo y el padre, totalmente enmudecido, dejó escapar una lágrima de emoción; al fin y al cabo, su hijo, el pelotudo ese, había entrado a trabajar para la NASA.

El sueño del Gordo se ha cumplido y la gatita, por supuesto, se llama Félicette.

Nota: Me preguntaron por el destino del taller mecánico del Gordo, bien, ahora está en manos del barbudo ecologista, tiene de ayudante al pibito y trabajan convirtiendo motores nafteros, gasoleros y diesel a eléctricos. El cuartito del Gordo es una especie de museo que se puede visitar de lunes a viernes en horario comercial; allí también están expuestos los recortes de los diarios con las fotos del Gordo y Félicette y la minita hace las veces de guía.




lunes, 27 de septiembre de 2021

Tío Hugo

 


Por Violeta Paula Cappella de Fox Talbot

Casi al año de haber nacido, falleció tío Hugo en un accidente de tránsito.

Mi madre, durante una charla cualquiera, aprovechó para despreciarme y me echó en cara haber nacido viva: “A mí me hubiese gustado estar más tiempo el último año de vida de mi hermano, pero claro, yo te tenía que cuidar a vos que eras bebé y entonces, yo no pude estar con él más tiempo, como hubiese deseado”.

Para el año 1.969 tío Hugo ya estaba casado y tenía un bebé de 1 año; con mi prima, apenas nos llevamos diez días.

¿Le impedí a mi madre estar más tiempo con su hermano? ¿No sería acaso que su hermano tenía también una vida matrimonial, un trabajo, ganas de estar con su esposa (nuevamente embarazada) y su hijita  bebé y no con su hermana? ¿Por qué cargarme encima con la culpa de la muerte de su hermano? Por una razón muy sencilla: no tenía ganas de cuidar un bebé.

Luego, es imposible saber de antemano que alguien va a morir en un accidente de tránsito, por lo tanto, el hecho de desear estar más tiempo con su hermano durante el último año de su vida, no fue algo que pensase en 1968, cuando mi prima y yo acabábamos de nacer.

Tío Hugo falleció a fines de enero de 1.969 y yo, no tengo la culpa, como mi madre me lo hizo creer durante décadas…

La tortura emocional también existe, si algo de esto te sucede, no dejes de contarlo: te libera, te ayuda y te sana.  


Ibas a ser un aborto


Por Violeta Paula Cappella de Fox Talbot

Mi padre no quería tener hijos, eso significa que ante un embarazo, debía haber un aborto; la situación económica de mis padres era relativamente buena, podían darse el gusto de ir al cine o al teatro o hacer un viaje por el país.

Mi nacimiento significó para ambos un quiebre y pasé a ser un gasto, no un ser humano. ¿Por qué nací? Mis padres tuvieron una corta separación porque mi padre tenía una amante que se llamaba Norma. Supongo que mi madre se quedó embarazada para recuperar a esposo.

Ella me contó que estando juntos en el Parque Independencia para conversar sobre separación o matrimonio, mi padre le dijo que finalmente se quedaría con ella, como si se tratase de una elección entre una porción de queso fymbo o sardo.

Mi madre estaba embarazada y mi padre se había desentendido del embarazo porque para él un hijo era un gasto. Él me decía que: “Hubiese comprado una yunta de chanchos en vez de haberte tenido a vos”. A veces esto lo decía en plural, por su otra hija.

Que me iban a abortar, me lo dijo mi madre cuando mi hermana se estaba divorciando de su primer marido y yo estaba en pareja; mi madre nunca soportó que en algún momento de mi vida hubiese felicidad, por eso me lo dijo en ese momento, cuando yo era muy feliz.

Yo era feliz y así, ella tenía que arruinar mi felicidad. Obviamente, me largué a llorar.

Luego, me enteré que mi madre se golpeaba el vientre para abortarme. Este acto tan feroz, ella se lo atribuía a mi tía Betty y decía que así quería que Gerardo no naciese vivo. 

Mi padre le solicitó el aborto a mi madre una y mil veces, pero no había dinero, entonces recurrieron a cada uno de los familiares. Mi tío Tomás le respondió a mi padre: “¡Hacete hombre y tené una familia!”. Mis padres en ese entonces no eran adolescentes, tenían ambos alrededor de 27 o 28 años.

De alguna manera mi padre consiguió el dinero para el aborto. En los años ’60 / ‘70, el método era una inyección de solución salina, de esta forma, al infiltrarla en el líquido amniótico, el bebé se incinera. Por alguna causa que desconozco, continué viviendo en ese espacio del que no hay escapatoria.

Cuando nací, todos esperaban un bebé carbonizado y no fue así; por eso, mis padres me escudriñaron a más no poder y no les cabía en la mente que yo fuese tan inmaculadamente blanca.

Si hay algo que debo agradecerle a mi ex marido, es haberme hecho ver cuánto me despreciaban en mi familia de origen porque yo no me daba cuenta de esto, porque para mí era lo normal (y mi ex usó esta mala costumbre mía para terminar haciendo lo mismo)

Hoy vivo en paz.

La zanja

 


Por Violeta Paula Cappella de Fox Talbot

Un día, la típica lluvia de noviembre comenzó a inundar la ciudad y como es lógico, las zanjas en el barrio donde vivía, comenzaron a desbordarse porque las cañerías de desagüe no daban abasto con la enorme cantidad de lluvia que estaba cayendo.

Unos gatitos bebés, hijos de una gata muda cuyo único sonido que emitía era similar a un piiiii, estaban en peligro porque estuvieron durante unos días habitando el caño de la zanja.

Uno de los gatitos se fue con la gata escapando del aguacero, el otro quiso subir a la copa de una acacia y su pequeña patita se enganchó en la espina.

Lo escuché maullar desesperado y cuando miré por la ventana, me horroricé de lo que estaba pasando. El gatito gritaba cada vez más fuerte por el dolor enorme que estaba padeciendo y la espina terminó atravesando su patita. No se podía desenganchar por sí solo, necesitaba urgente ayuda.

Me puse un impermeable para ir a salvarlo, tomé una toalla para envolverlo y traerlo dentro de la casa para curarlo y darle calor.

Mi madre apareció y me insultó:

Qué tarada, te vas a enfermar por un gato piojoso, para qué tiene madre ese gato, eh, y lo quieres rescatar y traer a la casa; tarada, que se la arregle la gata para eso es madre, que venga y lo rescate.

Yo sabía que la gata no podía rescatarlo porque el gatito estaba enganchado. ¡La espina de la acacia le había atravesado la patita! Yo estaba en situación de total desesperación y angustia y mi madre me seguía gritando desaforada:

¡Qué estúpida, te vas a enfermar, no te das cuenta cómo está lloviendo, te vas a engripar! Mujer idiota y mala persona, porque si te enfermas, quien tiene que comprar medicamentos y llamar al médico soy yo…

Mientras la escuchaba, fui al lavadero a buscar una escalera de albañil para poder rescatar al gatito.

Finalmente, lo desenganché de la espina de la acacia, ya tenía por fin al gatito en mis manos, lo envolví en la toalla, lo acurruqué contra mi pecho y lo quise entrar a la casa, estaba muy mal herido, totalmente frío y temblaba.

Mi madre me impidió entrar trabando la puerta. Con la pena más grande del mundo, tuve que colocarlo en un rinconcito donde la lluvia no lo siguiera mojando. Estaba sangrando, estaba mojado, asustado y tiritaba. Lo sequé con la toalla todo lo que pude y el gatito seguía maullando de dolor. Puse la toalla en el piso y lo acosté encima. Se acurrucó allí y lo tuve que dejar solito. Desde la puerta de entrada de la casa, mi madre y mi hermana me gritaban cantidades de insultos por mojarme.

Mi alma lloraba junto al gatito, estaba espantada de la familia que me había tocado.

Tenía prohibido rescatar animales y, si lo hacía, era una desconsiderada hacia la familia, una ególatra que quería darse aires de héroe y que no le importaban los gastos que significaban los animales.

Como yo ya trabajaba, siempre decía lo mismo: tengo dinero para solventar todos los gastos de los animales. Pero mis padres me impedían igualmente ingresarlos argumentando que mi obligación era aportar dinero a la casa, porque estaba viviendo allí y no debía vivir de “arriba”.

Cuando la lluvia torrencial amenazaba con inundar la casa, quien salía a destapar la zanja con el rastrillo y la pala era yo, me empapaba de la misma manera que me empapé rescatando al gatito.

En esos momentos de incertidumbre, que no sabía si el agua sucia iba a entrar o no al living, no importaba si yo me mojaba, me embarraba o me ensuciaba: lo importante era que el agua no entrase a la casa.

Una vez caí dentro de la zanja, nadie me ayudó. La boca de tormenta empezó a succionarme y los vecinos que veían lo que me estaba pasando, se reían a carcajadas al verme arrastrándome en el barro tratando de salir sin éxito. Entonces, el miedo de morir me hizo pensar en una rápida maniobra: clavé el rastrillo en el césped, me agarré con fuerza del cabo y logré salir de la boca de tormenta.

Comenté lo que me había pasado, ni mi hermana ni mi madre se inmutaron y me fui a bañar porque las hormigas coloradas me estaban picando, ya que sus hormigueros se habían inundado y se agarraron de mí para salir de la zanja y no ser tragadas por la boca de tormenta.

Mi madre dijo a toda voz y amenazándome:

No, no te vas a bañar ahora, porque vas a tirar más agua a la zanja, no ves que te tengo que decir todo. ¡Mujer imbécil, no ves cómo está lloviendo, no ves que la rejilla puede estar llena de agua y se va a desbordar!

Me encerré en el baño, me bañé y lavé la ropa llena de hormigas. La zanja no se iba a llenar de agua porque yo me bañase. Las hormigas me estaban lastimando con sus picaduras, pero para mi madre y mi hermana eso era muy divertido, porque me rascaba el cuerpo con ambas manos y hubiese necesitado más manos para quitarme todas las hormigas que tenía prendidas de la piel.

Nunca pude saber si el gatito se salvó, no lo volví a ver más, quizás hubo algún alma caritativa que se lo llevó a un hogar calentito, con buena comida y leche fresca. Prefiero pensar en que fue feliz y que esa y todas las noches, pudo estar amparado, cobijado y mimado.

Al tiempo me mudé de la casa de mis padres. Estaba harta de tanta agresividad.

Hoy, muchos años después de esa experiencia tan desagradable, vivo con mis gatos y mi perra, todos rescatados de la calle, feliz de la vida y lejos de todo desprecio a los seres indefensos y las buenas acciones.