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lunes, 27 de septiembre de 2021

Tío Hugo

 


Por Violeta Paula Cappella de Fox Talbot

Casi al año de haber nacido, falleció tío Hugo en un accidente de tránsito.

Mi madre, durante una charla cualquiera, aprovechó para despreciarme y me echó en cara haber nacido viva: “A mí me hubiese gustado estar más tiempo el último año de vida de mi hermano, pero claro, yo te tenía que cuidar a vos que eras bebé y entonces, yo no pude estar con él más tiempo, como hubiese deseado”.

Para el año 1.969 tío Hugo ya estaba casado y tenía un bebé de 1 año; con mi prima, apenas nos llevamos diez días.

¿Le impedí a mi madre estar más tiempo con su hermano? ¿No sería acaso que su hermano tenía también una vida matrimonial, un trabajo, ganas de estar con su esposa (nuevamente embarazada) y su hijita  bebé y no con su hermana? ¿Por qué cargarme encima con la culpa de la muerte de su hermano? Por una razón muy sencilla: no tenía ganas de cuidar un bebé.

Luego, es imposible saber de antemano que alguien va a morir en un accidente de tránsito, por lo tanto, el hecho de desear estar más tiempo con su hermano durante el último año de su vida, no fue algo que pensase en 1968, cuando mi prima y yo acabábamos de nacer.

Tío Hugo falleció a fines de enero de 1.969 y yo, no tengo la culpa, como mi madre me lo hizo creer durante décadas…

La tortura emocional también existe, si algo de esto te sucede, no dejes de contarlo: te libera, te ayuda y te sana.  


Ibas a ser un aborto


Por Violeta Paula Cappella de Fox Talbot

Mi padre no quería tener hijos, eso significa que ante un embarazo, debía haber un aborto; la situación económica de mis padres era relativamente buena, podían darse el gusto de ir al cine o al teatro o hacer un viaje por el país.

Mi nacimiento significó para ambos un quiebre y pasé a ser un gasto, no un ser humano. ¿Por qué nací? Mis padres tuvieron una corta separación porque mi padre tenía una amante que se llamaba Norma. Supongo que mi madre se quedó embarazada para recuperar a esposo.

Ella me contó que estando juntos en el Parque Independencia para conversar sobre separación o matrimonio, mi padre le dijo que finalmente se quedaría con ella, como si se tratase de una elección entre una porción de queso fymbo o sardo.

Mi madre estaba embarazada y mi padre se había desentendido del embarazo porque para él un hijo era un gasto. Él me decía que: “Hubiese comprado una yunta de chanchos en vez de haberte tenido a vos”. A veces esto lo decía en plural, por su otra hija.

Que me iban a abortar, me lo dijo mi madre cuando mi hermana se estaba divorciando de su primer marido y yo estaba en pareja; mi madre nunca soportó que en algún momento de mi vida hubiese felicidad, por eso me lo dijo en ese momento, cuando yo era muy feliz.

Yo era feliz y así, ella tenía que arruinar mi felicidad. Obviamente, me largué a llorar.

Luego, me enteré que mi madre se golpeaba el vientre para abortarme. Este acto tan feroz, ella se lo atribuía a mi tía Betty y decía que así quería que Gerardo no naciese vivo. 

Mi padre le solicitó el aborto a mi madre una y mil veces, pero no había dinero, entonces recurrieron a cada uno de los familiares. Mi tío Tomás le respondió a mi padre: “¡Hacete hombre y tené una familia!”. Mis padres en ese entonces no eran adolescentes, tenían ambos alrededor de 27 o 28 años.

De alguna manera mi padre consiguió el dinero para el aborto. En los años ’60 / ‘70, el método era una inyección de solución salina, de esta forma, al infiltrarla en el líquido amniótico, el bebé se incinera. Por alguna causa que desconozco, continué viviendo en ese espacio del que no hay escapatoria.

Cuando nací, todos esperaban un bebé carbonizado y no fue así; por eso, mis padres me escudriñaron a más no poder y no les cabía en la mente que yo fuese tan inmaculadamente blanca.

Si hay algo que debo agradecerle a mi ex marido, es haberme hecho ver cuánto me despreciaban en mi familia de origen porque yo no me daba cuenta de esto, porque para mí era lo normal (y mi ex usó esta mala costumbre mía para terminar haciendo lo mismo)

Hoy vivo en paz.

La zanja

 


Por Violeta Paula Cappella de Fox Talbot

Un día, la típica lluvia de noviembre comenzó a inundar la ciudad y como es lógico, las zanjas en el barrio donde vivía, comenzaron a desbordarse porque las cañerías de desagüe no daban abasto con la enorme cantidad de lluvia que estaba cayendo.

Unos gatitos bebés, hijos de una gata muda cuyo único sonido que emitía era similar a un piiiii, estaban en peligro porque estuvieron durante unos días habitando el caño de la zanja.

Uno de los gatitos se fue con la gata escapando del aguacero, el otro quiso subir a la copa de una acacia y su pequeña patita se enganchó en la espina.

Lo escuché maullar desesperado y cuando miré por la ventana, me horroricé de lo que estaba pasando. El gatito gritaba cada vez más fuerte por el dolor enorme que estaba padeciendo y la espina terminó atravesando su patita. No se podía desenganchar por sí solo, necesitaba urgente ayuda.

Me puse un impermeable para ir a salvarlo, tomé una toalla para envolverlo y traerlo dentro de la casa para curarlo y darle calor.

Mi madre apareció y me insultó:

Qué tarada, te vas a enfermar por un gato piojoso, para qué tiene madre ese gato, eh, y lo quieres rescatar y traer a la casa; tarada, que se la arregle la gata para eso es madre, que venga y lo rescate.

Yo sabía que la gata no podía rescatarlo porque el gatito estaba enganchado. ¡La espina de la acacia le había atravesado la patita! Yo estaba en situación de total desesperación y angustia y mi madre me seguía gritando desaforada:

¡Qué estúpida, te vas a enfermar, no te das cuenta cómo está lloviendo, te vas a engripar! Mujer idiota y mala persona, porque si te enfermas, quien tiene que comprar medicamentos y llamar al médico soy yo…

Mientras la escuchaba, fui al lavadero a buscar una escalera de albañil para poder rescatar al gatito.

Finalmente, lo desenganché de la espina de la acacia, ya tenía por fin al gatito en mis manos, lo envolví en la toalla, lo acurruqué contra mi pecho y lo quise entrar a la casa, estaba muy mal herido, totalmente frío y temblaba.

Mi madre me impidió entrar trabando la puerta. Con la pena más grande del mundo, tuve que colocarlo en un rinconcito donde la lluvia no lo siguiera mojando. Estaba sangrando, estaba mojado, asustado y tiritaba. Lo sequé con la toalla todo lo que pude y el gatito seguía maullando de dolor. Puse la toalla en el piso y lo acosté encima. Se acurrucó allí y lo tuve que dejar solito. Desde la puerta de entrada de la casa, mi madre y mi hermana me gritaban cantidades de insultos por mojarme.

Mi alma lloraba junto al gatito, estaba espantada de la familia que me había tocado.

Tenía prohibido rescatar animales y, si lo hacía, era una desconsiderada hacia la familia, una ególatra que quería darse aires de héroe y que no le importaban los gastos que significaban los animales.

Como yo ya trabajaba, siempre decía lo mismo: tengo dinero para solventar todos los gastos de los animales. Pero mis padres me impedían igualmente ingresarlos argumentando que mi obligación era aportar dinero a la casa, porque estaba viviendo allí y no debía vivir de “arriba”.

Cuando la lluvia torrencial amenazaba con inundar la casa, quien salía a destapar la zanja con el rastrillo y la pala era yo, me empapaba de la misma manera que me empapé rescatando al gatito.

En esos momentos de incertidumbre, que no sabía si el agua sucia iba a entrar o no al living, no importaba si yo me mojaba, me embarraba o me ensuciaba: lo importante era que el agua no entrase a la casa.

Una vez caí dentro de la zanja, nadie me ayudó. La boca de tormenta empezó a succionarme y los vecinos que veían lo que me estaba pasando, se reían a carcajadas al verme arrastrándome en el barro tratando de salir sin éxito. Entonces, el miedo de morir me hizo pensar en una rápida maniobra: clavé el rastrillo en el césped, me agarré con fuerza del cabo y logré salir de la boca de tormenta.

Comenté lo que me había pasado, ni mi hermana ni mi madre se inmutaron y me fui a bañar porque las hormigas coloradas me estaban picando, ya que sus hormigueros se habían inundado y se agarraron de mí para salir de la zanja y no ser tragadas por la boca de tormenta.

Mi madre dijo a toda voz y amenazándome:

No, no te vas a bañar ahora, porque vas a tirar más agua a la zanja, no ves que te tengo que decir todo. ¡Mujer imbécil, no ves cómo está lloviendo, no ves que la rejilla puede estar llena de agua y se va a desbordar!

Me encerré en el baño, me bañé y lavé la ropa llena de hormigas. La zanja no se iba a llenar de agua porque yo me bañase. Las hormigas me estaban lastimando con sus picaduras, pero para mi madre y mi hermana eso era muy divertido, porque me rascaba el cuerpo con ambas manos y hubiese necesitado más manos para quitarme todas las hormigas que tenía prendidas de la piel.

Nunca pude saber si el gatito se salvó, no lo volví a ver más, quizás hubo algún alma caritativa que se lo llevó a un hogar calentito, con buena comida y leche fresca. Prefiero pensar en que fue feliz y que esa y todas las noches, pudo estar amparado, cobijado y mimado.

Al tiempo me mudé de la casa de mis padres. Estaba harta de tanta agresividad.

Hoy, muchos años después de esa experiencia tan desagradable, vivo con mis gatos y mi perra, todos rescatados de la calle, feliz de la vida y lejos de todo desprecio a los seres indefensos y las buenas acciones.