Por Violeta Paula Cappella de Fox Talbot
Un día, la típica lluvia de noviembre comenzó a inundar la
ciudad y como es lógico, las zanjas en el barrio donde vivía, comenzaron a
desbordarse porque las cañerías de desagüe no daban abasto con la enorme
cantidad de lluvia que estaba cayendo.
Unos gatitos bebés, hijos de una gata muda cuyo único sonido
que emitía era similar a un piiiii, estaban en peligro porque estuvieron
durante unos días habitando el caño de la zanja.
Uno de los gatitos se fue con la gata escapando del aguacero,
el otro quiso subir a la copa de una acacia y su pequeña patita se enganchó en
la espina.
Lo escuché maullar desesperado y cuando miré por la ventana,
me horroricé de lo que estaba pasando. El gatito gritaba cada vez más fuerte
por el dolor enorme que estaba padeciendo y la espina terminó atravesando su
patita. No se podía desenganchar por sí solo, necesitaba urgente ayuda.
Me puse un impermeable para ir a salvarlo, tomé una toalla para
envolverlo y traerlo dentro de la casa para curarlo y darle calor.
Mi madre apareció y me insultó:
Qué tarada, te vas a enfermar por un gato piojoso, para qué
tiene madre ese gato, eh, y lo quieres rescatar y traer a la casa; tarada, que
se la arregle la gata para eso es madre, que venga y lo rescate.
Yo sabía que la gata no podía rescatarlo porque el gatito
estaba enganchado. ¡La espina de la acacia le había atravesado la patita! Yo
estaba en situación de total desesperación y angustia y mi madre me seguía
gritando desaforada:
¡Qué estúpida, te vas a enfermar, no te das cuenta cómo está
lloviendo, te vas a engripar! Mujer idiota y mala persona, porque si te enfermas,
quien tiene que comprar medicamentos y llamar al médico soy yo…
Mientras la escuchaba, fui al lavadero a buscar una escalera
de albañil para poder rescatar al gatito.
Finalmente, lo desenganché de la espina de la acacia, ya tenía
por fin al gatito en mis manos, lo envolví en la toalla, lo acurruqué contra mi
pecho y lo quise entrar a la casa, estaba muy mal herido, totalmente frío y
temblaba.
Mi madre me impidió entrar trabando la puerta. Con la pena
más grande del mundo, tuve que colocarlo en un rinconcito donde la lluvia no lo
siguiera mojando. Estaba sangrando, estaba mojado, asustado y tiritaba. Lo
sequé con la toalla todo lo que pude y el gatito seguía maullando de dolor.
Puse la toalla en el piso y lo acosté encima. Se acurrucó allí y lo tuve que
dejar solito. Desde la puerta de entrada de la casa, mi madre y mi hermana me
gritaban cantidades de insultos por mojarme.
Mi alma lloraba junto al gatito, estaba espantada de la
familia que me había tocado.
Tenía prohibido rescatar animales y, si lo hacía, era una
desconsiderada hacia la familia, una ególatra que quería darse aires de héroe y
que no le importaban los gastos que significaban los animales.
Como yo ya trabajaba, siempre decía lo mismo: tengo dinero
para solventar todos los gastos de los animales. Pero mis padres me impedían
igualmente ingresarlos argumentando que mi obligación era aportar dinero a la
casa, porque estaba viviendo allí y no debía vivir de “arriba”.
Cuando la lluvia torrencial amenazaba con inundar la casa,
quien salía a destapar la zanja con el rastrillo y la pala era yo, me empapaba
de la misma manera que me empapé rescatando al gatito.
En esos momentos de incertidumbre, que no sabía si el agua
sucia iba a entrar o no al living, no importaba si yo me mojaba, me embarraba o
me ensuciaba: lo importante era que el agua no entrase a la casa.
Una vez caí dentro de la zanja, nadie me ayudó. La boca de
tormenta empezó a succionarme y los vecinos que veían lo que me estaba pasando,
se reían a carcajadas al verme arrastrándome en el barro tratando de salir sin
éxito. Entonces, el miedo de morir me hizo pensar en una rápida maniobra: clavé
el rastrillo en el césped, me agarré con fuerza del cabo y logré salir de la
boca de tormenta.
Comenté lo que me había pasado, ni mi hermana ni mi madre se
inmutaron y me fui a bañar porque las hormigas coloradas me estaban picando, ya
que sus hormigueros se habían inundado y se agarraron de mí para salir de la
zanja y no ser tragadas por la boca de tormenta.
Mi madre dijo a toda voz y amenazándome:
No, no te vas a bañar ahora, porque vas a tirar más agua a
la zanja, no ves que te tengo que decir todo. ¡Mujer imbécil, no ves cómo está
lloviendo, no ves que la rejilla puede estar llena de agua y se va a desbordar!
Me encerré en el baño, me bañé y lavé la ropa llena de
hormigas. La zanja no se iba a llenar de agua porque yo me bañase. Las hormigas
me estaban lastimando con sus picaduras, pero para mi madre y mi hermana eso
era muy divertido, porque me rascaba el cuerpo con ambas manos y hubiese
necesitado más manos para quitarme todas las hormigas que tenía prendidas de la
piel.
Nunca pude saber si el gatito se salvó, no lo volví a ver
más, quizás hubo algún alma caritativa que se lo llevó a un hogar calentito,
con buena comida y leche fresca. Prefiero pensar en que fue feliz y que esa y
todas las noches, pudo estar amparado, cobijado y mimado.
Al tiempo me mudé de la casa de mis padres. Estaba harta de
tanta agresividad.
Hoy, muchos años después de esa experiencia tan
desagradable, vivo con mis gatos y mi perra, todos rescatados de la calle, feliz
de la vida y lejos de todo desprecio a los seres indefensos y las buenas
acciones.