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martes, 17 de febrero de 2015

El inmanifiesto comunista

Historias de Licaona

El inmanifiesto comunista

El tipo la llevó en su auto a cenar a un restaurante japonés por la zona de la Estación Fluvial.

Desde Boulevard Argentino hasta Avenida Belgrano, el tipo habló de su auto, del costo, del seguro, del motor y del encendido por huella digital. En el restaurante habló de sí mismo, de sus cuantiosas pertenencias, de su honorable profesión, de sus hijos con otras parejas, de viajes y aventuras.

En un momento y antes de la medianoche, se dio cuenta que había hablado de sí mismo y ella sólo había escuchado. La miró, le sonrió y le preguntó casi con desdén a qué se dedicaba. Ella lo observó, respiró profundo y dijo que era espeleóloga, vegetariana (por eso no había comido los camaroncitos) y que coleccionaba florcillas secas entre las hojas de un libro de Charlotte Brontë. Como todos los otros tipos que había conocido, este se rió estrepitosamente llamando la atención de los demás comensales.

Ella se sonrojó y le comentó que estaba investigando con un grupo de paleontólogos unas grutas en el arroyo Saladillo, cuyas entradas están a la vista sólo cuando las aguas descienden unos tres metros y que los vecinos del barrio no quieren ni acercarse al lugar porque aseguran que allí dentro moran criaturas aterradoras; especies míticas que se reproducen cuando hay luna llena y vagan por el barro del fondo del arroyo en busca de los incautos nadadores y los devoran, dejando sólo sus cráneos y algunos huesos dentro de las enormes cuevas.

El tipo volvió a reírse porque no creía en fantasmas y le dijo que nunca había ido al arroyo Saladillo porque era un lugar “muy grasa” para él, pero que de todos modos, le agradaría ver qué “mierda” hacían la mina y los demás “boludos” dentro de las cuevas.

Y con el super sport se fueron al peligroso Barrio Saladillo sin temor porque la mina le aseguró al tipo que entrarían por la chacrita de Don Ceferino, un viejo comunista que todavía creía en la revolución (otro motivo de carcajadas para el tipo).

Llegaron al sitio indicado por ella, se bajaron del auto y caminaron entre los pastizales unos veinte metros; comenzaron a descender hacia el arroyo y se adentraron a una cueva. Ella fue iluminando el camino con su linterna y se tuvieron que arrastrar un trecho para poder penetrar en lo profundo de la tierra arcillosa. Imponentes, las estalactitas de arcilla y arenisca emergían como tótems de otros tiempos. El tipo se maravilló de lo que iba viendo y dijo que en su “puta vida” habría pensado que en Rosario existiría algo tan lindo, porque para él, Rosario es “de cuarta” y “no hay como vivir en Miami”.

Llegaron a un recinto cubierto de osamentas humanas. Él se asombró y gritó espantado. Ella apagó su linterna, salió fácilmente de la cueva y esperó a que una nubecita regordeta se corriese y dejase al descubierto la luz de la luna. Aulló complacida, se sumergió nuevamente en la cueva, devoró al tipo en la oscuridad y usó luego como escarbadientes la falange distal del quinto dedo del pie derecho del tipo.  Sintió algo raro en el estómago, se introdujo dos dedos hasta la garganta y vomitó una masa viscosa que inmediatamente reconoció como silicona, pero no pudo darse cuenta dónde la podría haber tenido puesta el tipo.

Al amanecer, Don Ceferino la despertó, la cubrió con una manta y le dijo: “Bien hecho m’hijita, al capitalismo salvaje hay que enseñarle buenos modales.”

Y llevaron el super sport al desarmadero del Negro Sandunga.



Violeta Paula Cappella.-




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