Historias de Licaona
El inmanifiesto comunista
El tipo la llevó en su auto a
cenar a un restaurante japonés por la zona de la Estación Fluvial.
Desde Boulevard Argentino hasta
Avenida Belgrano, el tipo habló de su auto, del costo, del seguro, del motor y del
encendido por huella digital. En el restaurante habló de sí mismo, de sus
cuantiosas pertenencias, de su honorable profesión, de sus hijos con otras
parejas, de viajes y aventuras.
En un momento y antes de la medianoche, se dio cuenta que había hablado de sí mismo y ella sólo había escuchado. La miró, le sonrió y le preguntó casi con desdén a qué se dedicaba. Ella lo observó, respiró profundo y dijo que era espeleóloga, vegetariana (por eso no había comido los camaroncitos) y que coleccionaba florcillas secas entre las hojas de un libro de Charlotte Brontë. Como todos los otros tipos que había conocido, este se rió estrepitosamente llamando la atención de los demás comensales.
En un momento y antes de la medianoche, se dio cuenta que había hablado de sí mismo y ella sólo había escuchado. La miró, le sonrió y le preguntó casi con desdén a qué se dedicaba. Ella lo observó, respiró profundo y dijo que era espeleóloga, vegetariana (por eso no había comido los camaroncitos) y que coleccionaba florcillas secas entre las hojas de un libro de Charlotte Brontë. Como todos los otros tipos que había conocido, este se rió estrepitosamente llamando la atención de los demás comensales.
Ella se sonrojó y le comentó que
estaba investigando con un grupo de paleontólogos unas grutas en el arroyo
Saladillo, cuyas entradas están a la vista sólo cuando las aguas descienden unos tres metros y que los vecinos del barrio no quieren ni
acercarse al lugar porque aseguran que allí dentro moran criaturas aterradoras;
especies míticas que se reproducen cuando hay luna llena y vagan por el barro
del fondo del arroyo en busca de los incautos nadadores y los devoran, dejando sólo
sus cráneos y algunos huesos dentro de las enormes cuevas.
El tipo volvió a reírse porque no
creía en fantasmas y le dijo que nunca había ido al arroyo Saladillo porque era
un lugar “muy grasa” para él, pero que de todos modos, le agradaría ver qué
“mierda” hacían la mina y los demás “boludos” dentro de las cuevas.
Y con el super sport se fueron al
peligroso Barrio Saladillo sin temor porque la mina le aseguró al tipo que
entrarían por la chacrita de Don Ceferino, un viejo comunista que todavía creía
en la revolución (otro motivo de carcajadas para el tipo).
Llegaron al sitio indicado por
ella, se bajaron del auto y caminaron entre los pastizales unos veinte metros;
comenzaron a descender hacia el arroyo y se adentraron a una cueva. Ella fue
iluminando el camino con su linterna y se tuvieron que arrastrar un trecho para
poder penetrar en lo profundo de la tierra arcillosa. Imponentes, las
estalactitas de arcilla y arenisca emergían como tótems de otros tiempos. El
tipo se maravilló de lo que iba viendo y dijo que en su “puta vida” habría
pensado que en Rosario existiría algo tan lindo, porque para él, Rosario es “de
cuarta” y “no hay como vivir en Miami”.
Llegaron a un recinto cubierto de
osamentas humanas. Él se asombró y gritó espantado. Ella apagó su linterna,
salió fácilmente de la cueva y esperó a que una nubecita regordeta se corriese
y dejase al descubierto la luz de la luna. Aulló complacida, se sumergió
nuevamente en la cueva, devoró al tipo en la oscuridad y usó luego como
escarbadientes la falange distal del quinto dedo del pie derecho del tipo. Sintió algo raro en el estómago, se introdujo
dos dedos hasta la garganta y vomitó una masa viscosa que inmediatamente
reconoció como silicona, pero no pudo darse cuenta dónde la podría haber tenido
puesta el tipo.
Al amanecer, Don Ceferino la
despertó, la cubrió con una manta y le dijo: “Bien hecho m’hijita, al
capitalismo salvaje hay que enseñarle buenos modales.”
Y llevaron el super sport al
desarmadero del Negro Sandunga.
Violeta Paula Cappella.-
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