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lunes, 11 de octubre de 2021

EL CAMOTE

 


Por Violeta Paula Cappella

El Gordo Malamuth es el prototipo del solterón empedernido. No le interesaban demasiado las mujeres, pero hay que aclarar que tampoco los hombres y, dentro de la jungla humana con toda clase de especimenes, él se jugaba la vida por un motor, en especial de cohetes espaciales, aunque trabajando en Rosario esto era una completa utopía por lo que se conformaba arreglando en su taller mecánico todo tipo de autos, motos, camiones y hasta incluso, tuvo que reparar alguna que otra licuadora de las vecinas.

Mientras estuvo aquí, en barrio Belgrano, no era de salir a pasear, no le gustaba ir de compras y si hacía una reunión, era para invitar a un asado a los pocos amigos ya jubilados que pasaban el rato charlando en su taller, un espacio en el que se podían ver colgados los viejos almanaques de Cincotta con las chicas de frondosos cabellos y escasas ropas, adornados con algunas manchas de grasa, el amarillento tono del paso del tiempo y mucho smog y tierra porque por allí no pasó nunca un plumero y solo los sábados, aparecía una escoba de mañana temprano rascando el cemento del piso lleno de aserrín, aceites, pelusas, combustibles y algunos alambrecitos inútiles que al rodar por el sacudón de la barrida tintineaban graciosamente hasta la palita e iban a parar a un barril-tambor de Castrol lleno de desperdicios. En un cuartito que el Gordo acondicionó como pequeño dormitorio para la siesta y leer sobre astronomía, aparecían pegados en las paredes algunos recortes de diarios sobre los lanzamientos de los cohetes Soyuz, fotos de revistas con Laika a punto de partir hacia el cosmos, una foto original de Félicette, la gatita francesa que viajó al espacio y un póster del Apolo 11 que vino en una edición del Anteojito; todas reliquias que antes estaban en su dormitorio en la casa  y que las debió quitar cuando el padre le dijo que ya estaba bastante grande para seguir con esas pelotudeces.

Los padres del Gordo Malamuth están cursando los setenta y tantos, pero la edad del Gordo es un misterio; para muchos, por su cara aniñada tiene treinta y algo, sin embargo otros, al mirar la peladita en la cúspide de su cabeza, ya suben la apuesta hasta los cincuenta.

Para la madre, el hijo es todo lo que Dios le dio y lo ama tierna y devotamente; para el padre, en cambio, fue un flor de pelotudo que lo único que supo hacer en toda su vida fue arreglar autos y hasta llegó a sospechar maliciosamente que su hijo era todavía virgen. Era obediente, eso sí, porque cuando era chiquito, el padre lo llamaba con un silbido largo que se escuchaba en todo el barrio y esgrimía la alpargata ya calzada en la mano por si no aparecía rápido. De inmediato, se lo veía corriendo hacia su casa con un barrilete al vuelo, jugando a que había lanzado un cohete espacial y el silbido, era para su imaginación infantil, la caída estrepitosa de un cohete que había lanzado el padre, el malo de la película.

Un día sábado, después de haber barrido sin mucha dedicación todo el taller, el Gordo prendió la radio con el dial clavado el LT3 “Radio Cerealista de Rosario” porque la mugre impedía que el selector de banda y el dial se movieran, luego puso la pava para hacer unos mates, levantó la persiana y para apagar un poco el olor a “taller”, prendió unos sahumerios de frutilla que le compró al pibito que pasaba siempre vendiendo toda clase de cositas inservibles, pero pobrecito, el pibito necesitaba que la gente le comprase porque ya se sabe cómo son esos padres: si no vende nada, lo cagan a palos. El Gordo sabía todo eso porque el barrio hablaba continuamente de estas cosas. En pleno invierno, cuando el frío se colaba por los remiendos de la ropa, el Gordo le preparaba al pibito un mate cocido con dos bizcochos de chicharrón y el pobrecito resucitaba y sentía la felicidad de ser clase media argentina de barrio por un rato; mientras tanto, miraba las latas de aceite, los tambores de combustible y las cajas y cajitas con millones de repuestos para autos de todos los tiempos y pensaba que algún día, él también podría tener un taller mecánico y preparar mate cocido calentito. Y, en el orden del desorden, el Gordo era el único que sabía dónde estaba cada cosa que necesitaba.


Al Gordo todo el barrio lo quería, porque tenía un corazón enorme. Por eso, muchas mujeres, tan solteronas como él, decían incesantemente (y hoy más que nunca) que habría sido un muy buen padre, lástima, ¿no?

Entonces, apareció ese sábado de repente, una mina con su Citroën Ami 8 que ya no quería más guerra.

La chapa y pintura estaban impecables porque la mina lo había llevado al chapista el año pasado y hasta le había hecho cromar los faroles, la parrilla y el símbolo ese que tienen todos los Citroën que nadie sabe bien de qué se trata. El tapizado de los asientos no era de cuero, sino de una gamuza peludita con estampado de vacas felices, chanchitos retozones, gallinas con pollitos amarillos, ovejas balando en tono “beee” y caballos sonrientes con impecables dentaduras. El tablero olía a Blem, un rosario bendecido por el Padre Bernardo colgaba del espejito y a un costado del parabrisas estaba pegada una calcomanía original del Automóvil Club Argentino. La palanca de cambios ostentaba una bocha artesanal transparente con una rosa roja con brillitos. La radio estaba sintonizada también en LT3, pero no por la mugre, sino porque era la única emisora que la antena del techo del Citroën podía captar sin interferencia. Las cubiertas estaban perfectas y las gomitas de los limpiaparabrisas también. Olía a limpio y el Gordo sabía que ese tapizado perfumadito era un peligro porque su mono-overall era una sola mancha de grasa, aceite, nafta, gas-oil, mate, chicharrón, bife a la plancha y milanesa con puré, pero nada de olor a cigarrillos porque había dejado de fumar hacía ya más de diez años cuando el padre se enteró y le revoleó por la cabeza un elefantito de porcelana con el billete de 1.000.000 pesos Ley 18.188 enroscado en la trompa. Durante un mes entero la madre no le dirigió la palabra al padre, hasta que éste le trajo uno nuevo con un diseño tornasolado incandescente tipo patchwork emulando la piel del bicho que compró en un anticuario de Pichincha y así, hubo nuevamente paz y amenas charlas en la familia, cuyo miembro más charlatán era, naturalmente, el televisor.

Cuando la mina se bajó del AMI 8, se presentó y le contó al Gordo sobre el problema del burro de arranque, el tema de la crapodina y un lío fenomenal con el árbol de levas. El Gordo abría sus ojos celestes cada vez más grandes y escuchaba con atención: la mina sabía de mecánica y eso le pareció extremadamente seductor. Además, era linda, porque no tenía el cabello teñido de rubio estridente, ni las uñas pintadas verde o negro y apenas se notaba un suave maquillaje para resaltar delicadamente sus bellos ojos color aceituna que delataban una ascendencia gitana. El detalle que más lo impactó fue el pantalón bombacha de gaucho “Pampero” y las botitas bolivianas de tela gruesa y abrigada con un diseño colorido finísimo. Por el cuello de la remera estampada en animal print, se veía un pequeño pedacito del sostén de corpiño y eso lo asombró aún más. Entonces, se hizo la luz y el Gordo se enamoró de la mina cuando al agacharse para sacar el monedero de debajo del asiento del auto, pudo ver en toda su redonda dimensión lunar el culo de la mina enfundado en el Pampero color beige y sintió, que en esa mañana fría de junio, el estío se había hecho presente en su pecho y una sonrisa sin igual se dibujó en su rostro. El Apolo 11 estaba preparado para aterrizar sobre esa luna llena tan suculenta y carnosa.


El estado de gloria del Gordo se acrecentó al escuchar unos maulliditos que provenían del baúl del Citroën. Resulta ser, que la mina había encontrado una caja con seis gatitos de apenas unas semanas de vida al lado de un container y el Gordo siempre había querido tener una gatita que se llamase Félicette. El padre se lo prohibió porque los gatos mean por todas partes. En ese instante mágico, entre el maullido y el culo,  el Gordo supo que acababa de ser bendecido por San Rufo el Vergonzoso, a quien la madre todos los 28 de cada mes le prendía una vela rosa para que su hijo encontrase novia.

El Gordo tomó la iniciativa y le dijo a la mina: “¿Me puede esperar un segundo?” Se fue la bañito del fondo del taller, se sacó el mono-overall y salió impecable, luciendo el pulóver tejido por su madre a dos agujas con lana pura de oveja que compró en el sur del país cuando viajó en peregrinación a la ermita de Don Adolfito, un santo profano y popular europeo que hace la maravilla de conceder hijos de ojos claros a matrimonios de ojos oscuros y otorga a las mujeres la perfección en el arte de ser amas de casa y servir al marido, entre otros  milagros hogareños más.

La mina vio al Gordo con su pulóver de lana pura sin teñir e inmediatamente le preguntó quién lo había tejido tan prolijamente. En un rapto de hijo mimado, dijo feliz: “Mi mamá”; inmediatamente se dio cuenta que había quedado como un pelotudo y se corrigió diciendo: “Mi madre”. Ella ni se percató de lo que él dijo porque había quedado fascinada mirando el punto del tejido, tan armonioso, tan casero y suave y por sobre todas las cosas, tan ecológico.

Después de una breve charla sobre las lanas, el Gordo terminó convenciendo a la mina que convierta el AMI 8 a eléctrico; él sabía hacerlo y no costaba demasiado dinero. Al fin y al cabo, el motor del auto estaba a punto del colapso total.

La mina sacó del auto la caja con los gatitos, le ofreció uno hermoso, tipo tigrecito, pero él tuvo que rechazarlo diciendo: “No, mi papá no me lo permite porque los gatitos mean por todas partes.” Y se arrepintió de inmediato de la boludez dicha, se puso colorado como un tomate y agregó para desembarrar la frase anterior: “Cuando me mude, voy a tener mi propio gatito”. La mina le escribió en un papel adhesivo su número telefónico, levantó a un gatito y le hizo mover la patita como si estuviese saludando.

Con el corazón desbordante de amor, el Gordo se fue al baño del fondo, se miró al espejito redondo con marco de plástico verde y dijo con voz entrecortada: “Soy un pelotudo”. Se lavó las manos, buscó un viejo cepillo para las uñas que casi nunca usaba, se las cepilló con esmero y se lavó la cara para aclarar un poco el panorama tan confuso y raro. Cuando salió, vio que la mina estaba nuevamente en el taller y ella le dijo: “Ah, perdón, es que me llevé las llaves del auto sin darme cuenta. Aquí se las dejo.”, y las colocó suavemente en la mano del Gordo. Agradecido, la invitó a tomar unos mates y ella aceptó gustosa.

“El mate de calabaza es el mejor.”, dijo ella mientras degustaba el sabor de la yerba mezclada con un poquito de cola de quirquincho. En eso, llegó el pibe de la panadería a traerle los bizcochos recién hechos y el Gordo le pidió dos más pero sin chicharrón. El pibe estiró el cuello para mirar para adentro y vio a la mina sentada en un banquito: “Parece que tiene visitas, eh?”, dijo el pibe. El Gordo refunfuñó algo y se llevó los bizcochos para convidar a su clienta.

“¿Gusta un bizcochito?”, dijo el Gordo a la mina y ella tomó el que no tenía chicharrón y pasó a explicarle las virtudes del vegetarianismo. El Gordo no entendía demasiado de verduras, pero sí conocía la papa, la zanahoria, el zapallo, la lechuga, el tomate y el huevo, que no es verdura pero al Gordo le daba lo mismo.

Mientras la minita hablaba de las pencas de cardo y sus múltiples vitaminas, el Gordo había entrado dentro de una olla llena de puchero y en su imaginación sacaba con el tenedor el caracú, tan rico como grasiento. En medio de menús sin carnes, la minita le dijo que lo iba a invitar a un asado vegetariano y al Gordo se le iluminó más aún el rostro. En el entusiasmo, dijo que él llevaría todas las achuras, los chorizos y las morcillas. La minita estalló en una carcajada y le explicó que con las carnes, nada que ver. El Gordo se avergonzó y le pidió disculpas por su ignorancia sobre el mundo vegetariano y cambió de tema inmediatamente, prometiéndole que en diez días tendría el auto con el motor eléctrico listo.

La minita tomó la caja con los gatitos, se despidió del Gordo y se fue a la esquina a esperar un taxi.

El Gordo se aventuró dentro del motor del AMI 8 y día a día, entre suspiros de enamorado, cables y tornillos, convirtió al auto en un prototipo eléctrico de última generación.

Finalmente y con enorme alegría, llamó por teléfono a la mina y ella corrió al taller para ver la obra maestra.

El AMI 8 no emitía ni un solo ruido, era un auto silencioso que no contaminaba más el aire y que solo necesitaba ser enchufado una hora para que se cargase la batería y así, andaba.

La minita pagó en efectivo por el gran trabajo y lo invitó para el viernes a la nochecita al asado vegetariano.

El viernes estaba eternamente lejos para el Gordo. Deseaba que los otros días desapareciesen y ya mismo fuese ese atardecer, esa “nochecita” tan ansiada. Todos los días revolvía el ropero para buscar qué ponerse y decidió finalmente ir a la tienda de Doña Cayetana. Se compró un pantalón color gris, una camisa blanca, un chaleco de lana igualmente gris y hasta unos calzoncillos nuevos, por si se daba la ocasión de algo interesante.

La casa de la minita era preciosa, llena de plantas, gatos, libros, muebles de bambú, ratán y caña y por todas partes había pequeñas luces de colores que daban un toque mágico y acogedor. Al fondo, había un jardín con un asador lleno de verduras. El Gordo estudió detenidamente esos comestibles que tenían formas exóticas y que su mamá jamás le había cocinado. No había ni un pedacito de chinchulín, ni una ruedita de salchicha parrillera y ni tan siquiera algo similar a una morcilla. Entre todas las verduras, reconoció una berenjena, un trozo de zapallo criollo, unas papas y le volvió el alma al cuerpo.

La minita le presentó unas amigas y un tipo barbudo que era el novio de una de las chicas. Para no quedar mal, el Gordo le llevó de regalo a la minita una caramelera de vidrio repleta de caramelos de todos colores y la minita se sorprendió ante tanta cantidad de azúcar refinada, colorantes y saborizantes artificiales, pero le manifestó al Gordo una amplia sonrisa y le dio un beso en la mejilla.

El Gordo se sentó frente a la minita y vio que en el plato había cosas humeantes. En los vasos no había vino tinto sino jugo multifruta y el Gordo casi se muere de angustia. Probó esto, saboreó aquello y mientras la charla avanzaba y el Gordo se divertía, iban pasando berenjenas, remolachas, papines del Altiplano, pimientos de diversos colores y unos deliciosos y dulces camotes.

El Gordo arremetió contra los camotes en tanto conversaba con el barbudo sobre motores ecológicos para autos del futuro.

En un momento, los camotes comenzaron a hacer combustión dentro de la panza del Gordo. Se levantó discretamente para ir al baño porque tenía la sensación de estar a punto de explotar. Caminando hacia el interior de la casa de la minita, se dio cuenta que se estaba elevando en el aire producto de sus tremendas flatulencias; una de las chicas lo quiso retener y bajar a tierra pero se le escapó y ya no lo pudieron alcanzar, el Gordo se había perdido en las alturas del cielo nocturno.

Todos se largaron a llorar, avisaron a la policía y ésta a Gendarmería Nacional quien se desentendió del caso avisando a la Fuerza Aérea Argentina.

La madre del Gordo estaba desesperada, rogaba a todos los santos por el descenso y retorno del hijo. El padre era una catarata de insultos porque “el pelotudo” había arruinado el encuentro con la minita: su primera cita con una mujer.

En su ascenso a los cielos, vio el Gordo cómo los objetos se hacían pequeños, igual que cuando uno sube a lo más alto del Monumento a la Bandera. Empezó a sentir frío por lo que se puso la bufanda de lana que le había tejido su mamá cuando se fue de viaje de estudio a Bariloche. Abrió los brazos sintiéndose un pájaro y disfrutó del viento, del aire límpido y transparente que permitía ver las constelaciones en la espesura del cielo nocturno. Pensó en la perrita Laika, en los cosmonautas rusos y en ese paisaje amplio e infinito que se abría ante él esplendente y magnífico; solo cuando pasaba por una zona con nubes, sentía un poco de escalofríos porque siempre le tuvo miedo a las tormentas eléctricas.

En su travesía por los aires, el Gordo aterrizo lentamente en un desierto enorme sin pasaporte y solo con su DNI en el bolsillo del pantalón. Descendió sin que nadie se percatase del hecho porque los radares no lo ubicaron en el espacio aéreo. Miró a su alrededor, se sacudió un poco la ropa, se peinó el cabello con la mano y se desanudó la bufanda porque hacía calor. No había nada y de la nada misma apareció un convoy de vehículos militares armados hasta los dientes y apuntaron contra él: estaba en Groom Lake, un paraje mejor conocido como Área 51. El Gordo levantó las manos y los milicos hablando en inglés a los gritos como en las películas de guerra, lo esposaron, se lo llevaron y lo interrogaron hasta el hartazgo.

El intérprete tradujo una y otra vez sobre verduras a la parrilla y jugo multifruta.

En una ráfaga de lucidez, a pesar del mareo mental, la sed y el hambre, el Gordo se acordó que había comido un montón de camotes asados.

Ya entrada la madrugada, el intérprete le comunicó oficialmente al Gordo que de ahora en más, se quedará a vivir y trabajar en Estados Unidos de América y que solo podrá regresar de visita a su país de origen. 

Los canales televisivos argentinos comentaron con orgullo patrio a las dos o tres semanas de desaparición del Gordo, que un argentino, mejor dicho, un rosarino, mecánico del automotor, había llegado de incógnito a Estados Unidos de América y ahora era considerado todo un genio por sus conocimientos sobre combustibles vegetales.

Los amigos del Gordo no lo podían creer y la minita lloró de emoción al ver en los portales de noticias al Gordo saludando con una gatita tuxedo en los brazos desde la plataforma de lanzamiento de cohetes espaciales de Cabo Cañaveral.

La madre del Gordo se convirtió en la mujer más feliz del universo y el padre, totalmente enmudecido, dejó escapar una lágrima de emoción; al fin y al cabo, su hijo, el pelotudo ese, había entrado a trabajar para la NASA.

El sueño del Gordo se ha cumplido y la gatita, por supuesto, se llama Félicette.

Nota: Me preguntaron por el destino del taller mecánico del Gordo, bien, ahora está en manos del barbudo ecologista, tiene de ayudante al pibito y trabajan convirtiendo motores nafteros, gasoleros y diesel a eléctricos. El cuartito del Gordo es una especie de museo que se puede visitar de lunes a viernes en horario comercial; allí también están expuestos los recortes de los diarios con las fotos del Gordo y Félicette y la minita hace las veces de guía.




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