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sábado, 12 de diciembre de 2015

Mbube

Mbube[1]

Lo trajeron en un barco inglés al puerto de Santa María del Buen Ayre y allí lo compró un comerciante de esclavos, que los despachaba cual bultos a otras provincias.

A pie lo trasladaron hasta la Villa del Rosario; pequeño caserío que rodeaba a una capilla.

Cuando finalmente la marcha de cientos de kilómetros se detuvo, Mbube, sediento, se acercó al abrevadero de los caballos y de allí sació su sed, se mojó la cabeza, el cuerpo picado por las nubes de mosquitos y los pies, doloridos y sangrantes de tanto caminar.

Le dieron una camisa blanca impecable, unos pantalones negros que le quedaban cortos, lo afeitaron y le dijeron que se bañe. Se zambulló en el río y le indicaron que se enjabone; todo con señas porque no entendía nuestro lenguaje.

Mbube olió el jabón y le recordó el aroma de alguna lejana pradera salpicada de florecillas de su África natal. Sintió deseos de escaparse nadando hasta la otra orilla, pero se dio cuenta que el río era muy ancho y que jamás lo lograría. Se secó con unos trapos, se vistió como le mostraron y lo llevaron a la mansión de una dama ya anciana que necesitaba de un criado que le ayude en los quehaceres domésticos.

Mbube entró a la casona y se quedó extasiado mirando una lámpara que ostentaba miles de caireles, una vitrina con copas de cristal, la platería que incluía un mate y una pavita, el suelo de mármol con manchas grisáceas y un jarrón con una estampa griega donde una muchacha hacía el amor con un dios que portaba un tridente.

El comerciante lo empujó y Mbube se vio dentro de la cocina. Allí había leña, cacerolas, cuchillas enormes, embutidos y lonjas de charqui colgando del techo y toda clase de manojos de hierbas aromáticas para sazonar las comidas.

Lo llevaron a un patio, donde estaban unas mujeres reunidas junto a una perra que estaba pariendo. La perra jadeaba y con esfuerzo y entre gemidos, iban saliendo de a uno los pequeños cachorritos mojados. Todos eran diferentes, había blancos, manchaditos, marrones y uno todo negro; en total fueron ocho bebés.

Mbube se acercó a la perra y la acarició, le colocó todos los cachorritos cerca de las tetas y de inmediato comenzaron a mamar.

Una damita de unos doce años le preguntó cómo se llamaba y él respondió algo incomprensible, la niña le dijo señalándose a sí misma su propio nombre y él entonces respondió sonriendo “Mbube”.

La anciana se fue con el comerciante al comedor, le entregó la paga por el esclavo y le dijo: “Demasiado lindo este negrito; no sé, si no voy a tener problemas…”

Pronto Mbube se vio entre ollas, leña y cuchillas, cortando grandes trozos de carne, poniendo en remojo maíz blanco, picando perejil y albahaca, lavando ropa y limpiando los pisos de mármol.

Los domingos todos desaparecían y se acurrucaban en la pequeña capilla, menos él.

Una criadita india, traída desde la ciudad de Santa Fe de la Vera Cruz, de largas trenzas renegridas que trabajaba en la casa vecina, lo vio un día orinando tras un árbol de la huerta y le contó a su joven ama lo que había visto: un hombre negro meando y que ostentaba una masculinidad atractiva. Cuando dijo esto, la indiecita se ruborizó, bajó la cabeza y sonrió.

Su ama, que había enviudado hacía más de dos años, todavía vestía de negro y ocultaba su rostro tras un velo gris oscuro.

El relato la llenó de envidia, pues hubiese querido ser ella quien viese al negro mear, se arrancó el velo y se fue a la casa de su vecina a decirle que su criado andaba mostrando sus atributos varoniles por los fondos.

Cuando llegó, el negro abrió la puerta y le sonrió amablemente, pero le hizo una señal de silencio porque habían llegado el médico y el cura para atender a la anciana moribunda.

Caminaron en puntas de pies hasta la alcoba y allí estaba la anciana entre estertores terminales, apretando en una mano un rosario de cuentas de alabastro y asiéndose con la otra, con todas sus fuerzas, de la mano del cura párroco. Levantó el brazo, abrió grandes los ojos y con palabras entrecortadas, le dijo a su vecina que podía llevarse a Mbube como criado; respiró profundo, se ahogó, tosió y se desplomó hundiéndose en la cama.

Mbube se fue con su nueva ama y la indiecita se ruborizó al verlo. Su ama la empujó y se llevó a Mbube del brazo hasta la caballeriza, donde le arrancó la ropa, dejándolo totalmente desnudo y observó complacida, que su criadita tenía razón. Ella se quitó presurosa sus ropas, besó los labios carnosos de Mbube, acarició todo su cuerpo con encendida lujuria y cayeron sobre el heno fresco e hicieron el amor hasta le atardecer.

La indiecita estaba furiosa y comenzó a llorar. Se sentó en un banquito y se tapó el rostro con el delantal.

Cuando los amantes entraron a la cocina, la indiecita se incorporó, se dio vuelta y comenzó a picar ajos y cebollas.

Ambos la vieron y la joven ama le indicó a Mbube que le ayudase en la cocina y se retiró a descansar, exhausta, feliz y rebosante de vida.

Mbube vio que su ama yacía dormida, tomó a la indiecita de la mano y se la llevó también a la caballeriza, le levantó la falda y las enaguas, y percibió que la indiecita estaba totalmente excitada. Le desanudó la blusa, tocó sus firmes senos, le dio un golpecito leve a un caballo para que deje espacio, la recostó suavemente sobre el heno fresco e hicieron el amor.
Los encuentros de ambas mujeres y Mbube dieron como resultado, dos embarazos en este hogar y otros tantos, en otros hogares de la Villa del Rosario.

De encumbradas damas rosarinas, nacieron niños con cabellos rizados negros y dorados, de piel oscura y ojos claros, de ojos oscuros y piel clara, de gruesos labios y llamativa masculinidad y también niñas; bonitas criaturitas mezcla de criollas, damas, criadas e indias, cuyas madres miraban embelezadas a sus bebitas, tan bellas, tan mestizas, tan mulatas, tan rosarinas.

Dicen las crónicas de la Villa del Rosario que fue Mbube, el negro llegado de África, quien realmente pobló la ciudad, por esto se explica, que las rosarinas tengan un aire salvaje, un tanto libertino, alegre y vivaz; que sean todas portadoras de caderas suculentas que, la caminar por Peatonal Córdoba o San Martín, se convierten en el atractivo de paseantes y turistas, pues en ellas, hay algo irresistible que cierto religioso evangelista denominó como “diabólico” y que, no mucho tiempo después, hubo de retractarse cuando se casó con una conciudadana y tuvo hijos e hijas, algunos muy viriles, algunas de motitas, otras muy rubiecitas, pero todos y todas con ese toque mágico traído desde la profundidades de la tierra africana.

¿Y los rosarinos? Pues, bien, nosotras ya sabemos como son, por eso, la competencia con las co-provincianas, las extranjeras y las propias conciudadanas es feroz y hasta a veces se torna agresiva, porque todas sabemos que nuestros hombres poseen aroma a jungla y a río Paraná; llamativa mixtura que nos transporta desde la ciudad hasta las sabanas y nos rendimos frente a la potencia inigualable que oculta el Kilimanjaro en sus entrañas, al rugido del león que busca a su hembra y a la genética muy evidente del totem africano que oculta cada rosarino bajo sus prendas...

Violeta Paula Cappella.-



[1] En Isizulú: León. 

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