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jueves, 10 de diciembre de 2015

Los últimos versos

Los últimos versos

Es fines de agosto. Siento el rechazo de la sociedad y mi gran odio hacia ella. 

Entre olores a pescado fresco, mariscos y especias de lejanos territorios, decido irme de la gran ciudad portuaria, apestosa por cierto, porque los esclavos no huelen mejor que sus dueños y las mujeres ya ancianas y malhumoradas intentan acariciarme buscando un compañero para sus noches de soledad; alguien, quien aún en pleno verano les otorgue el calor que han perdido con los años.

El bestiario humano se congrega para conversar sobre espectáculos aborrecibles: torturas, vejaciones, luchas entre sus parientes y los míos, siempre deseando que los míos venzan y destrocen los cuerpos de los suyos: cuanta más sangre, cuanto más desparramo de tripas, tanto mejor.

Los detesto y detesto el puerto. 

Camino entre laberintos de casas anudadas unas contra otras en un sinfín de muros amarillentos por la orina y el paso del tiempo. Descubro para mi asombro, que por las noches, sobre esos mismos muros, se apoyan los amantes, sin distinguir bien quién es quién y se enlazan en placeres a cualquier época del año, pues les da lo mismo que sea primavera u otoño: siempre están dispuestos al encuentro entre los cuerpos.

Sigo mi camino en busca de espacios más frescos y aireados; imagino cómo podría ser el campo, del cual tanto se habla en el mercado, pues desde allí vienen las frutas, verduras y hortalizas que engalanan los menúes más sofisticados o son cortados grotescamente y pasan a formar un revoltijo repugnante que hiede a excrementos. 

En plena oscuridad llego a una zona mullida, con olores a árboles y pastos, escucho sonidos de aves nocturnas y el croar de miles de ranas. Si hay ranas, hay agua. Me inclino a la orilla de un estanque y bebo gozoso porque sabe a lluvias y plantas acuáticas. 

Continúo casi sin descansar y sin saber hasta dónde podré llegar. Paso por poblados humildes y como los desperdicios de los desperdicios, bebo aguas estancadas y verdosas y siento cómo el dolor de la caminata arremete contra cada músculo de mi cuerpo. 

Busco refugio en la copa de un árbol y desde allí, tras las sombras de la noche, diviso a lo lejos unas construcciones bajas y blancas.

No me conviene descansar, es mejor seguir adelante y llegar hasta allí. No conozco el instinto de supervivencia, no sé cazar, no sé matar y el hambre se me ha subido a la cabeza.

Antes de partir, vuelvo unos metros sobre mis pasos y bebo agua de una charca para engañar al cerebro.

Corro entre matorrales, veo cómo manojos de pelos se desprenden de mí y quedan anudados entre los espinos.

Llego jadeante como nunca antes hasta una pequeña casita de una nueva ciudad portuaria. La sed y el hambre son tales que casi caigo rendido en un desmayo fatal. Con las últimas fuerzas, rasco levemente una puerta con la esperanza de revertir mi destino. 
Un hombre se acerca pesadamente y pregunta algo que no entiendo, vuelvo a rascar casi desmayado las maderas y los pasos del hombre se notan cansinos pero decididos a saber qué anfitrión inesperado yace suplicante en el umbral. 

Abre y me ve tendido en el piso. Me alza en sus brazos, me acaricia con amor, su ama me da leche y un trozo de carne que mastico satisfecho durante largo rato.

El hombre se sienta a la mesa, toma una pluma y traza líneas con el temblor apoderándose de su mano. En un momento, levanta la cabeza, me mira y pregunta con la voz casi apagada: “¿Por qué huyes, viejo amigo? ¿Cuántas lunas has pasado por las calles en busca de un amor esquivo? ¡Ah, tú sí que sabes de la vida! ¡Mírate! ¡Te falta un pedazo de oreja! ¿Peleas por una damita de ojos acaramelados? ¿O acaso fuiste víctima de un amo desalmado?” Me acerco a su mano y la beso temiendo hacerle daño a su piel frágil y apergaminada. Sus finos dedos hablan de un pasado sin el yugo del trabajo esclavo. Toma su pluma, la moja en tinta y escribe unos versos. Convencido de sus palabras me dice: “No tienes nombre, te llamaré ‘Odiseo’ ”. Luego, lee unos versos en una voz casi asfixiada en búsqueda de mi aprobación y yo, mudo ante su exquisito lenguaje, asiento acariciando levemente su brazo.

Con el último suspiro de la noche, el hombre alza la pluma y me explica: “Augusto no me ha dejado quemar mis versos, sabes, hay que corregirlos. Contra mi voluntad, ya sé, serán publicados y el mundo entero se reirá de mí. Quizás dentro de cientos de años, alguien se apiade de este humilde poeta y me valore. Por ahora soy como tú: un ser que intenta huir de la desgracia y encontrar la felicidad. Ah, mi querido Odiseo, compañero de mi último aliento, ven aquí, que ya la sombra de Mors se ha arrimado a mi ventana. ¡Qué nadie sepa que te he dado un gallardo nombre! ¡Será un secreto que sabremos guardar por los siglos! ¡Ven aquí!” 

La mujer que permaneció siempre en silencio observando la escena, lo recuesta en una cama, lo arropa y permite que me siente a sus pies. 

“¡Ven!” insiste el hombre y me acerco lentamente a su brazo extendido. “¡Tú sí que entiendes de esto! ¡Escucha, escucha el viento rugir entre los cedros! ¡Él se encargará de conducirme hasta el próximo puerto!”. 

Su frente arrugada se distiende. Maúllo levemente y me despido del único humano que supo darme una bienvenida digna. Cierra sus ojos a la vida y su corazón, tan amante de la prosa y la poesía, se detiene en el instante preciso, cuando la pluma se desliza del tintero y todo se vuelca suavemente sobre sus últimos versos, esos, que sólo yo, un gato del puerto de Bari, ha oído.


Ha muerto el Poeta, ha muerto Virgilio.

Violeta Paula Cappella

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