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jueves, 10 de diciembre de 2015

La hora del té


Cuando era adolescente, solía ir en bicicleta de visita a las casas de mis abuelas. Un día mi abuela materna me regaló un colador de té con su platito y me enseñó a usarlo.

El té, decía mi abuela, no es de buena calidad cuando viene ya en saquito, ese es el peor porque en realidad son las sobras, es “polvo de té”, entonces lo más sano y delicioso es preparar un buen té en hebras.

Tenía ella una lata enorme con dibujos de gatitos tomando té y allí guardaba las hebras. Cuando la abría, un aroma a maderas, a jardines agrestes y a momentos íntimos de gratas charlas impregnaba la cocina. Tomaba un cucharoncito de bronce, que era la medida justa para cuatro tazas, lo llenaba de hebras y las dejaba caer en la tetera blanca y azul, engalanada con un paisaje pueblerino: un arroyo, un puente, un gran árbol, casas y el cielo con algunas nubes, al fondo una cerca y más árboles. En todo el juego de té se repetía el mismo paisaje y el té preparado en esa tetera tenía un sabor especial.

Mi abuela colocó en la mesa del vestíbulo, llena de libros, bastidores con bordados y el costurero siempre presente, dos tazas y la tetera sobre un mantelito que ella misma había bordado con unos motivos florales. Esperamos unos minutos a que se haga el té y me dijo: “el agua tiene que hervir para poder preparar un buen té, pero no debe pasarse del punto del primer hervor, porque sino se le va el aire, y el agua, aún tan caliente, tiene que seguir estando viva, cuando se recalienta y hierve mucho tiempo, se la mata y ya no sirve; por eso se dice que el agua es vida. El agua hervida tiene menos oxígeno que el agua que sale de la canilla y aunque se enfríe, no sirve ya ni para tomar ni para regar las plantas, pero si preparaste té y les querés dar té a las plantas, sí, no hay problema, pero no todas las plantas toman té. La pava siempre tiene que tener agua fresca, el agua ya hervida, no debe ser recalentada, porque entonces, cada vez tiene menos oxígeno y el sabor va a ser muy feo.” Y la abuela, tenía un arbusto de muérdago, frondoso, brillante y perfecto, que era la envidia del barrio y su secreto, es que su muérdago tomaba té frío que ella le guardaba en la heladera…

Levantó la tapa de la tetera, observó, tomó una cucharita larga de bronce, removió las hebras de té que se habían depositado en el fondo, la volvió a tapar, colocó primero sobre mi taza el coladorcito y las hebras quedaron allí atrapadas; con una cucharita más pequeña que una de café, retiró las hebras y las depositó en el platito del colador y luego se sirvió ella y lo endulzamos con azúcar rubia porque: “el azúcar blanco no existe, está tan refinado que ya no es azúcar y además le agregan hueso molido.” La abuela, como también yo, era diabética y le mandó a la taza tres cucharaditas de azúcar.


Mientras tomábamos el té y saboreábamos unos scones aún tibios, me contó algo muy importante para las five o’clock: “Cuando se toma té, se habla de cosas agradables e importantes, por ejemplo: de las plantas, los gatos, el casamiento de una vecina, los bordados, las cosas que hacen los chicos, las revistas y los libros, lo que dijo el Reverendo los otros días, la familia, los candidatos, los amores, la telenovela, pero no se habla de las cosas de la calle y de cosas de ‘hombres’, como ser: el trabajo, la política, el fútbol, las máquinas y los autos; y tampoco se habla de las ‘enfermedades malignas’ (mi abuela le tenía pánico al cáncer y ni siquiera quería oír la palabra) y no se mira televisión.” Sin embargo había una serie de programas que eran casi sagrados: La familia Ingalls, Heidi y la novela de la tarde. Una de las telenovelas que recuerdo que mi abuela miraba con pasión era una que ella decía que se llamaba “Potasio” (Topacio); y como la abuela era sorda, cuando estaba mirando TV, todo el barrio se enteraba. Mi tío Eduardo le conectó un día al televisor un parlante con un cable muy largo para que se sentase más lejos del aparato y no necesitase poner el volumen al máximo; igual la abuela cuando se sumergía dentro de la novela, arremetía contra los botoncitos de graves, agudos y volumen y todos estaban al rojo vivo. 

Siguiendo con el tema del té, también me aseguró que: “el café es bebida de los hombres, a las mujeres no les hace bien porque cuando te viene ‘eso’, si tomás café, te viene más, si una está cansada, unos mates o un chocolate en invierno es bueno. Además el café no deja dormir.” La abuela, como buena capricorniana, cumplía con acostarse a las 22:00 hs. pero al rato se levantaba y se quedaba haciendo tareas del hogar hasta las 3:00 de la madrugada; por supuesto, no se levantaba a las 7:00, así que estaba muy bueno quedarse a dormir en la casa de la abuela porque me levantaba a las 10:00 u 11:00 de la mañana; el único tema es que la casa, grande y oscura, me daba cierto temor de noche. La abuela jamás tomó un solo psicofármaco para dormir, sí un té de tilo o un té acompañado de una copita de Caña Legui, licor de anís Ocho Hermanos, licor de naranjas, huevo, chocolate o dulce de leche que preparaba ella misma, cognac Tres Plumas o vino licoroso Pasito del Santo. La abuela hacía un licor con leche condensada que era una bomba atómica, cuya receta obviamente guardo celosamente. Como dato que doy al pasar, la abuela hacía algunos licores con vodka y otros con ginebra o gin. Hablando de las noches de la abuela, una vez, un tipo saltó la cerca de madrugada y se mandó por la puerta de la cocina para robar la casa, la abuela estaba amasando unas masitas suecas llamadas lussekater y ostentó el palo de amasar como arma letal, y creo, si mal no recuerdo, que zurró y persiguió al tipo hasta que lo echó. Nunca más nadie le quiso robar. La abuela no se amedrentaba con nada ni nadie.

La abuela adoraba los sándwiches, así que de camino hacia su casa, había comprado una bandeja de surtidos que no tuviesen de ni pollo ni de jamón porque la abuela los detestaba: “el pollo tiene gusto a caca de gallina y la Biblia prohíbe comer cerdo…”, así que después de los scones, arremetimos contra los sándwiches.

Como cuando se toma el té se conversa sobre mascotas; me comentó esa tarde muy preocupada que en agosto los gatos habían entrado en celo, así que encerró a las gatitas durante la noche, pero parecía que las dos estaban embarazadas. Y efectivamente: las dos gatitas estaban embarazadísimas. Para la abuela, el momento del arrebato sexual era la noche, de día esas cosas no se hacen, por eso, había encerrado de noche a las gatitas y las muy descaradas, tuvieron el descoque de andar por techos, tapiales y terrazas en busca de machitos a plena luz del sol. 


Cultivando la tradición de la abuela, a las five o’clock, cuando estamos en casa, tomamos el té porque es lo que hay que hacer a esa hora; todavía no sé qué son las “cosas de la calle” que no se pueden decir frente a la taza de té, y sobre los demás temas, procuro que el diario, la radio y la TV no se cuelen dentro de la tetera, porque es verdad lo que decía la abuela: “si esos temas vienen a la mesa, el sabor del té ya no va a ser el mismo…” Y mientras lo afirmaba, tomaba una revista Para ti y me mostraba unos diseños de bordados para manteles y servilletas y unos cubreteteras al crochet con dos agujas que eran todo un primor. 

Violeta Paula Cappella.-




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