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jueves, 10 de diciembre de 2015

La ignominiosa pérdida de la razón

La ignominiosa pérdida de la razón


La chica se revuelca sobre la vereda de Santa Fe esquina Presidente Roca. Grita, patalea y se arranca los cabellos. Descompuesta y llorando se sienta en el umbral de la panadería y gime desconsoladamente.

Los clientes del bar dejan sus mesas y cruzan la calle para socorrerla: la chica se ha lastimado las rodillas con sus propias uñas y profiere insultos a todas las madres del mundo y de tanto en tanto grita un desaforado “¡Dios mío!” que retumba hasta en las salas de lectura de la Biblioteca Argentina.

La rodean algunos transeúntes y le preguntan si le ha pasado algo. Entre sollozos y con la voz entrecortada emite sonidos guturales indescifrables. Busca en su cartera y saca un pañuelo para sonarse la nariz. Alguien le alcanza un vaso de agua fresca con hielo y lo bebe con fruición. Aparentemente se estaría calmando cuando estalla en un nuevo llanto y comienza a temblar.

Un agente femenino de la policía provincial y otro de la Guardia Urbana se acercan e intentan calmarla, pero todo esfuerzo es totalmente inútil: la chica está enajenada.

Una señora dice que puede haber sido víctima de un robo, otra asegura que el novio la debe haber dejado, una tercera piensa, pero no lo dice, que la deben haber violado y se agacha sin el menor pudor para observar la bombacha diminuta de la chica.

Un hombre pasa, extiende el cuello para ver qué sucede y se va moviendo la cabeza de un lado para el otro y masculla indiscretamente injurias hacia la policía, el intendente, la chica, el gobierno, la ONU, los judíos, los anarquistas, los masones, los tobas, los palestinos, Dios y los Santos Evangelios; sonríe para sí mismo y piensa: “A estos negros de mierda hay que matarlos a todos”.

Un mozo del bar se acerca y le trae otro vaso de agua con hielo. La chica, más desquiciada aún, estampa el vaso contra el pavimento y recibe improperios desde varios autos.

Se golpea duramente la espalda contra la persiana de la panadería y repite sin cesar: “¿¡Por qué!? ¿¡Por qué a mí!?”

La gente que la rodea se ha duplicado y la policía pide que abran un poco más el círculo para que pueda tomar aire.

Su rostro se ha convertido en un verdadero desastre: el maquillaje se ha corrido, el lápiz labial se ha mezclado con la sangre que emerge de la boca porque indudablemente se debe haber mordido la lengua y el rimel se ha corrido creando en sus ojos unas ojeras dignas de un mapache.

Un señor muy mayor y con bastón en mano se abre camino entre la muchedumbre, saca su Nokia 1100 del bolsillo gastado del saco y le pregunta: “Señorita, dígame, ¿Cuál es su número de celular?” La chica lo mira sin entender demasiado y dice: “341- 449 - 879 – 223 – 901”. Y agrega con hipo entre las palabras: “Pe-ro–no –va-a-so-nar-por-que-lo- per-dí”. A continuación, inunda la esquina con su llanto.

El anciano se coloca los anteojos para ver de cerca y marca el número. Los curiosos y la policía permanecen en silencio. De repente se escucha el ringtone apagado con la clásica musiquita de un Blackberry último modelo. La chica revuelve su cartera, desparrama sus pertenencias en la vereda y el celular no aparece, sin embargo sigue sonando. Se corta la llamada porque pasa a buzón de voz. El círculo humano emite un ohhhhhhhh de pena y la chica se agarra la cabeza sin saber dónde buscar.

El señor vuelve a marcar el número y el Blackberry suena nuevamente, lejos, muy lejos, como si estuviese a mil kilómetros. La llamada se extingue y la batería del Nokia 1100 también. “Bueno”, dice el hombre mayor quitándose una boina tan vetusta como él, “me parece, señorita y sin ofender, que su celular ha sonado por allí” y le señala una honda línea curva que se sumerge entre seno y seno hacia quién sabe uno qué infinito.

La chica, sin ningún problema se quita la ajustadísima blusa color carmesí, le pide ayuda a un pibe para que le desabroche el corpiño y justo debajo de una de las enormes tetas, aparece un vértice de una carcasa negra. Levanta su teta izquierda, aparece el celular empapado de sudor y lo seca en su diminuta pollerita azul. Sonríe y todos aplauden y silban, incluso las oficiales de policía.

Toma su cartera, se pone la blusa y se olvida del corpiño que permanece en la mano del pibe, quien de vez en cuando acerca su nariz para olerlo como un sabueso en celo.

La gente le ayuda a guardar todas sus pertenencias; el pibe se aleja despacito de la multitud y se guarda el corpiño en el bolsillo del pantalón.

La policía femenina le pregunta a la de la Guardia Urbana si habría que detenerla por desorden en la vía pública y esta responde con un chasquido de la lengua contra el paladar, da media vuelta y desaparece.

Algunos dicen en voz baja: “¡Qué boluda!” y ríen. Quienes estaban cenando en la vereda del bar, retornan y para sorpresa de la mayoría, los perros de la calle acabaron con las pizzas, las tablitas de fiambre y los carlitos especiales con pollo y aceitunas.

Otros, los sabiondos y entendidos, explican: “Y… me lo imaginaba, pero no quise decir nada porque me daba vergüenza. Viste, qué sé yo, me daba no sé qué, pero, igual, la teta se veía un poco cuadrada, no?”

Las viejas, se toman del brazo para sostenerse mutuamente, cuchichean entre ellas en tono escandalizado y se van a tomar un té a Brownie’s.

Un muchacho mira de reojo a su novia y la amenaza torciendo la boca hacia un costado: “Ni se te ocurra guardar el celu en la teta, ¿me entendiste?”

La chica hace su primera llamada y mientras tanto, sin agradecer a nadie se retira de la zona de desastre y vocifera: “Waaaaaaaaaaaaaaally, ¿Dónde mierda estás?” Y se va taconeando como si nada, como si nunca hubiese pasado nada.

El viejo mira su Nokia 1100 apagado y piensa: “Tanto Blackberry, tanto Blackberry y al final te salva un Nokia 1100. ¡Boluda! … ¡Qué lástima! No hay billetera, pero sigo siendo un galán.”

Se calza la boina, se mira satisfecho en la vidriera de la casa de fotografía, se arregla la corbata y se va cantando bajito un tango de la guardia vieja hacia la Pizzería La Argentina, allá, en la esquina de Rioja y Paraguay, donde sus amigos lo esperan desde hace más de una hora.

“¡Hoy sí que tengo una aventura para contarles a los muchachos!” se dice a sí mismo y cruza Plaza Pringles al trotecito esgrimiendo el bastón en el aire, olvidándose de la artrosis, los calambres, los juanetes, el reuma, la escoliosis cervical, los espasmos, la lumbalgia y la gastritis.

Se detiene en el semáforo, avanza y ve que la farmacia está de turno. Entra y le dice algo en voz baja a la farmacéutica. La profesional vuelve, le entrega un blister, el viejo paga y se va pensando que esta noche, hará feliz a la vieja. “Sí”, murmura sonriente, “soy un galán.”


Violeta Paula Cappella

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