Ha tomado dos puntos
extremos y ha comenzado su labor.
La geometría es su arte y
dispone, haciendo unas breves pausas, pequeños hilos transparentes que nacen de
sí misma para lograr una perfección que será su casa, refugio y fortín.
Desde la periferia hacia
el centro, va engalanando el rincón con una seda que brilla con los rayos del
sol. Atraerá todo hacia sí, sin necesidad de moverse demasiado y convertirá a
su creación geométrica en una trampa mortal.
Su juego de figuras
concéntricas cada vez se cierra más y más. Las líneas se van uniendo y van
conformando un laberinto visible para mí, que la veo trabajar con denuedo y
esmero, pero no para el incauto.
Ha terminado y se dispone
a descansar o más bien a hacer tiempo en el centro mismo de su hogar, que se
mece cual cuna de la muerte en lo alto del techo del balcón.
Esperará quizás hasta el
anochecer, cuando emerjan de vaya uno saber dónde los mosquitos, las polillas y
esos bichitos que aman la luz artificial, que se arremolinan y chocan contra
las lámparas.
La araña me observa, lo
sé, me escudriña y hasta tal vez piense que soy una intrusa que intenta
destruir su nuevo hogar.
Por un momento pensé a
jugar ser Dios con ella y hacer las cosas que hace Dios: dejar todo en su lugar
para que prospere y se reproduzca o devastar, aniquilar y destrozar una porción
ínfima de universo.
Acerco mi dedo a la tela
y ella se pone en guardia, lo retiro y se relaja. He creado tensión en su
pequeña vida. Si ella tuviese el tamaño de la palma de mi mano, seguramente no
me hubiese arriesgado a intentar tocar su tela, hubiese tomado mi escoba y la
habría echado, jugando así a ser un magnate que ha comprado una enorme parcela
de tierra con sus habitantes autóctonos, sus árboles y animales salvajes y los
obliga a retirarse a golpes de látigo y palazos, para después convertir la
pampa santafesina en un desierto de soja. Reflexiono y me acuerdo de la frase
de Publio Cornelio Tácito que estaba pintada en el frontispicio de la Facultad
de Humanidades y Artes: “Los romanos hacen un desierto y la llaman paz.” No, no podría hacer eso, ni tampoco encerrarla en
un frasco de vidrio por ser diferente y grande. Los cadáveres hermosos no
tienen sentido, igualmente acaban corrompiéndose.
¿Y si atrapa una
mariposa?, pienso. Luego, me doy cuenta que hace años que no las veo por aquí;
las hemos exterminado con agroquímicos, del mismo modo que a las luciérnagas y
chicharras. Este año, la Plaza Pringles no ha sido un bullicio y concierto a la
vez de chicharras. Sólo mosquitos, moscas, moscardones, cucarachas y algún que
otro grillo. Pocos, muy pocos grillos.
A la mañana siguiente levanto
la persiana y ella está allí. Su tela se ha humedecido con la neblina que viene
del río y pequeñas gotitas de agua la han convertido en el más precioso collar
de perlas que jamás haya visto.
Les doy el desayuno a mis
gatos y a la perra y me voy a trabajar pensando si la araña habrá cazado algo
durante la noche o estará hambrienta.
Mi tío me ha llamado al
celular para que vaya a almorzar con él. Camino por el Paseo del Siglo, tan
antiguo, tan lleno de historias y al alzar la vista y observar los tramos de
cielo que se recortan entre los edificios, acude a mi memoria aquello que
cuando era niña denominaba “Baba del Diablo”: esas telas de araña que volando
con alguna tenue brisa se asían al mástil de la bandera, las cornisas, las
columnas de alumbrado e incluso, la ropa colgada en las terrazas. Tampoco he
visto Babas del Diablo, ¿será que en mi balcón anida la última araña de todo
Rosario?
Ya almorzando con mi tío
Tomás, le comento sobre “mi araña” y él me relata que cuando era chico y vivía
en el campo; allí las noches eran oscuras y mágicas. Miríadas de insectos
nocturnos creaban una orquesta natural, acompañada de sapos, ranas y escuerzos,
que el cielo aún con Luna Nueva, daba luz al campesino que volvía de cazar una
liebre o perdices porque la Vía Láctea se veía a pleno, que se escuchaban
murmullos de cuises y reptiles entre los pastos altos, que los perros antes
ladraban y aullaban a la Luna Llena, que las lechuzas asustaban a los pocos
habitantes del pueblo, quienes se persignaban y oraban para ahuyentar los males
y que de día, de un viejo árbol muerto que alzaba sus ramas secas y ajadas al
cenit, colgaban murciélagos, miles de ellos, en un fúnebre silencio
convirtiendo al árbol en una especie de lámpara de caireles del mismo averno.
Sigo mi camino hacia la
escuela y después, de allí, a la Facultad. Entrada la noche, llego a casa, con
mis libros y portafolios a cuesta y me reciben mis animalitos con la alegría de
siempre porque no saben de diarios, de televisión, de baratijas humanas de la
farándula, de las indignidades políticas de candidatos vetustos y decrépitos
que desean tomar el poder como sea, por votos o por asalto.
Mientras retiro los
libros y preparo todo para el día siguiente, veo que tengo dos mensajes de
texto en el celular: el primero de Ari, una estudiante de la Universidad
Tecnológica Nacional, recordándome que mañana hay paro de transporte; el
segundo, de un amigo, aconsejándome que lea “Crimen y Castigo”, de Dostoyevski.
Respondo al primero en Alemán: “Danke schön, liebe Ari!” y al segundo en
Esperanto: “Dankon, kara amiko!” Mientras escribo el segundo mensaje, recuerdo
a la araña en el balcón y que debo volver a leer “Crimen y Castigo”, pues sólo
vino a mi memoria un párrafo y no estoy segura, si pertenece a este libro: “…si
llegaría a ser algún bienhechor o si pasaría mi vida como una araña atrapando
víctimas en mi tela para saciarme con su vitalidad.”
En el balcón, está sólo
la tela: la araña se ha ido. Observo el techo, la paredes, los ventanales,
nada, ¡se ha ido! Escucho que alguien dispara un aerosol y percibo el típico
olor del insecticida. “¡Noooooooooooooooooo!”, grito y veo que mi araña viene
rápido caminando por la baranda del balcón de retorno a su tela. Respiro
aliviada, toso y me ahogo un poco con el olor del insecticida.
Trepa las paredes y se
posiciona en el centro de la tela. Sé que está nerviosa, agitada, cansada,
hasta es posible que esté hambrienta.
Enciendo la luz del
balcón para que atraiga bichos y bajo a la calle a buscar la cena en lo de
Gianni Cocino. Compro unas presitas de pollo para mis animalitos, unas
ensaladas multicolores y milanesas de berenjena para mí.
Caminando de retorno a
casa, huelo el aire endulzado por los aromas agrestes del río; la leve brisa
presagia tormenta. Un mosquito se ha posado en mi camisa, buscando algún punto
para atravesarla y succionar mi sangre. Aplasto el mosquito y me digo: “La cena
para mi araña, la llamaré Dostoyevski.” En eso, recibo un mensaje de texto,
mitad en castellano, mitad en Esperanto: “Mi havas la libron. ¿Querés que te lo
lleve?” Respondo: “Jes, dankon! Salatoj kaj milanesas de berenjena para la
cena. Y si encontrás un bicho, traelo; es para Dostoyevski.” Él escribe: “Ok.
Llevo bicho. ¿Nuevo gato callejero llamado
Dostoyevski?” Respondo: “Nop! Es para la última araña rosarina.” Y él
contesta: “Terribles agroquímicos!!!! L Pronto seremos nosotros también: Los Últimos
Rosarinos.”
Violeta Paula Cappella.-
No hay comentarios:
Publicar un comentario