Trazó un círculo en torno a su propio ombligo, hizo un
dibujo en el aire con sus dedos y miró hacia el techo buscando alguna imagen
que allí en la blancura ya grisácea por el paso del tiempo, le hiciese recordar
algún momento grato. Se recostó sobre el hombro ficticio de un ser humano que
la arropase con su cuerpo; el sillón hizo las veces de cuerpo masculino, enorme
y fuerte y allí acurrucada como una paloma sin alas, se estremeció una y otra
vez pensando en el tiempo, el deseo, la nostalgia de haber querido y no haber
podido.
Dejó que la noche se hiciese con sus sombras de cada rincón
de su cuarto casi vacío, detestó la luz, admiró los mosaicos que reflejaban las
siluetas estiradas de los que pasaban afuera apresurados por el pasillo.
Observó por la ventana, escucho los gritos de los niños que
venían desde la plaza y los últimos cantos de los horneros, los rezagados de
siempre que despiden el día cuando todos los demás ya están dormidos.
Imaginó tener una llavecita, se pellizcó el pecho a la
altura del corazón y jugó a que lo abría como cuando las niñas abren una cajita
musical. Escuchó sus latidos cantando bajito:
Oh, when the saints go marching in
Oh, when the saints go marching in
Lord I want to be in that number
When the saints go marching in
Así sonaba su corazón con la alegría de un antiguo fonógrafo
y mientras cada vez cantaba más alto abrió de par en par las ventanas de su
cuarto estiró los brazos hacia el inmenso vacío y se dejó llevar por la brisa,
el aire, la densa humedad que venía desde el río y se despidió para siempre de la
enfermedad y de la herida de una operación que sólo había prolongado su agonía.
Dejó de herencia una paloma que se posa todas las mañanas
frente a la ventana, vuela hasta la fuente y bebe para apagar el fuego que
arde, que quema y aísla después de cada sesión
en el área restringida.
Violeta Paula Cappella
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