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jueves, 10 de diciembre de 2015

Gaius Julius Caesar Augustus Germanicus

Gaius Julius Caesar Augustus Germanicus

La madre se ofuscó cuando el padre decidió en la tierna infancia del niño, llevárselo en sus expediciones militares para que aprendiese el rigor de la vida fuera de los muros protectores de la mansión y así, se hiciese hombre.

El niñito, pasó revista a caballo, junto a su padre a las tropas de hombres fornidos, jóvenes y adultos, cargados de brillantes metales que cubrían sus cuerpos y dejaban visibles los músculos de los brazos y las piernas.

Gaius Julius Caesar Augustus Germanicus, así se llamaba el pequeñín, sintió temor y admiración. El padre le había ordenado mantenerse erguido e impertinente, endurecer el semblante y fruncir el seño, mostrar gallardía y nobleza, poder y fuerza ilimitadas. El niño se apabulló, se encogió de hombros y aceptó la palabra paterna. Desde su altura, el padre observó a su hijito e hizo una mueca de desaprobación: el pequeñín era algo débil y enfermizo, de tez muy blanca y pequeños pies.

Gaius Julius Caesar observaba sus botitas, una imitación a escala de aquellas de los grandes y feroces soldados. Comparó su piecito con el de su padre y sintió escalofrío; encogió los deditos de ambos pies y se tapó la carita con las manos temiendo recibir una paliza por tener pies pequeños y redonditos, suaves y delicados.

Los pies del padre tenían grietas en los talones, cayos, durezas y no olían bien. Los de él, eran besados por la madre, quien le hacía cosquillas con los labios y luego con las manos, hasta llegar a la tierna pancita y allí, ella le hacía caricias en el ombliguito que le eran deliciosas. La madre le untaba pomadas con esencias de rosas en los piecitos y de menta bajo la nariz para calmar la tos y el resfrío.

El padre no llevaba nada de estas finezas en sus campañas militares y obligó al niñito a pasar revista a las tropas. Fue entonces cuando los soldados irónicamente comenzaron a llamarle Calígula y todos pensaron que era un sobrenombre impregnado de afecto, pero él sabía que no y odiaba sus botitas.

Cuando tenía siete años, su padre murió y se sintió espantosamente solo, en medio de un país desconocido, rodeado de rudos hombres que no hacían más que lanzar gritos de victorias, matar y llevarse a las mujeres de otros hombres, de los vencidos, a oscuros lugares de los bosques para hacer con ellas lo que quisiesen.

Él temía al bosque y pensaba que allí había enormes lobos que lo devorarían en cualquier momento y no estaba errado.

Ya de retorno en Roma, su madre lo abrazó y lloró de alegría al ver a su amado hijito sano y salvo. Lo sentó sobre su falda y el niño agachó la cabeza, se descalzó y allí se quedó dormido.

Nunca más los bosques, nunca más las botitas; no quería ser apodado “Calígula”, sin embargo se había acostumbrado tanto a él, que lo terminó aceptando.

Cuando despertó, la madre le lavó los pies, se los masajeó con ungüento de rosas y le puso una pizca de menta bajo la naricita. Se abrazaron y ella le susurró al oído su nombre completo como cuando era pequeñito: “Gaius Julius Caesar Augustus Germanicus” y luego agregó: “Has vuelto, mi tierno héroe.” Y él se sintió nuevamente protegido de todos los males de las guerras, el frío, la niebla, los oscuros bosques y esos lobos que merodeaban los campamentos y aullaban a la luna.

Violeta Paula Cappella




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