Gaius Julius Caesar Augustus Germanicus
La madre se ofuscó cuando el
padre decidió en la tierna infancia del niño, llevárselo en sus expediciones
militares para que aprendiese el rigor de la vida fuera de los muros protectores
de la mansión y así, se hiciese hombre.
El niñito, pasó revista a
caballo, junto a su padre a las tropas de hombres fornidos, jóvenes y adultos,
cargados de brillantes metales que cubrían sus cuerpos y dejaban visibles los
músculos de los brazos y las piernas.
Gaius Julius Caesar Augustus
Germanicus, así se llamaba el pequeñín, sintió temor y admiración. El padre le
había ordenado mantenerse erguido e impertinente, endurecer el semblante y
fruncir el seño, mostrar gallardía y nobleza, poder y fuerza ilimitadas. El
niño se apabulló, se encogió de hombros y aceptó la palabra paterna. Desde su
altura, el padre observó a su hijito e hizo una mueca de desaprobación: el
pequeñín era algo débil y enfermizo, de tez muy blanca y pequeños pies.
Gaius Julius Caesar observaba sus
botitas, una imitación a escala de aquellas de los grandes y feroces soldados.
Comparó su piecito con el de su padre y sintió escalofrío; encogió los deditos
de ambos pies y se tapó la carita con las manos temiendo recibir una paliza por
tener pies pequeños y redonditos, suaves y delicados.
Los pies del padre tenían grietas
en los talones, cayos, durezas y no olían bien. Los de él, eran besados por la
madre, quien le hacía cosquillas con los labios y luego con las manos, hasta
llegar a la tierna pancita y allí, ella le hacía caricias en el ombliguito que
le eran deliciosas. La madre le untaba pomadas con esencias de rosas en los
piecitos y de menta bajo la nariz para calmar la tos y el resfrío.
El padre no llevaba nada de estas
finezas en sus campañas militares y obligó al niñito a pasar revista a las
tropas. Fue entonces cuando los soldados irónicamente comenzaron a llamarle
Calígula y todos pensaron que era un sobrenombre impregnado de afecto, pero él
sabía que no y odiaba sus botitas.
Cuando tenía siete años, su padre
murió y se sintió espantosamente solo, en medio de un país desconocido, rodeado
de rudos hombres que no hacían más que lanzar gritos de victorias, matar y
llevarse a las mujeres de otros hombres, de los vencidos, a oscuros lugares de
los bosques para hacer con ellas lo que quisiesen.
Él temía al bosque y pensaba que
allí había enormes lobos que lo devorarían en cualquier momento y no estaba
errado.
Ya de retorno en Roma, su madre
lo abrazó y lloró de alegría al ver a su amado hijito sano y salvo. Lo sentó
sobre su falda y el niño agachó la cabeza, se descalzó y allí se quedó dormido.
Nunca más los bosques, nunca más
las botitas; no quería ser apodado “Calígula”, sin embargo se había
acostumbrado tanto a él, que lo terminó aceptando.
Cuando despertó, la madre le lavó
los pies, se los masajeó con ungüento de rosas y le puso una pizca de menta
bajo la naricita. Se abrazaron y ella le susurró al oído su nombre completo
como cuando era pequeñito: “Gaius Julius Caesar Augustus Germanicus” y luego
agregó: “Has vuelto, mi tierno héroe.” Y él se sintió nuevamente protegido de
todos los males de las guerras, el frío, la niebla, los oscuros bosques y esos
lobos que merodeaban los campamentos y aullaban a la luna.
Violeta Paula Cappella
Violeta Paula Cappella
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