Cuando un Maestro se acerca a su Discípulo, Aprendiz o Estudiante, es por
algo; y este algo es elucidado mucho tiempo después.
Quienes ejercemos el arte, el don o la ciencia de la educación, nos vemos a
veces en la casi obligación de irnos por las ramas; estas “ramas” derivarán en
lo que surja del estudiantado; sustanciosas conversaciones que tienen la
particularidad de acaparar la clase entera.
En tiempos lejanos, se estipulaba que el alumno, palabra que en su
significado estricto me es bastante desagradable, era una “tabula rasa”, un ser
carente de toda luz del conocimiento y
en cuyos espacios cerebrales, no había más que una mononeurona juguetona,
revoltosa y dispersa que debía ser calmada a golpes de palabras, para que los
conocimientos, de lo que fuere, entrasen, se asentasen y la mononeurona, al
igual que lo hacen las amebas, se bipartiese y generase otra idéntica a sí
misma, donde se pudiesen almacenar más datos. Esta es una visión de la
alteridad tan indigna como repulsiva; sin embargo, muchos docentes aún en pleno
siglo XXI, la sostienen, mantienen y atesoran como una verdad irrefutable.
Cuando era adolescente, en mi cerebro continuamente pensante, ideaba que
algunos saberes de la escuela me eran útiles y otros tan absurdos que los
descartaba primero y los debía estudiar a regañadientes después. Así me di
cuenta un día, que había dentro de mi mente dos puntos de anclaje del estudio:
el más importante tenía la facultad de absorber de manera inmediata lo que me
era grato y provocaba placer, el otro retenía temporariamente, cuestiones que,
pasado el examen o el “¡Violeta Cappella pase al frente!” descartaría para no
recuperar jamás. Descarté por lo tanto contabilidad, matemática financiera,
derecho comercial, matemática, formación moral y cívica, mecanografía e
instrucción cívica.
En el transcurso del año 1983 -tenía yo 15 años- me encontré con algo nunca
visto: “La Constitución Nacional”; la materia donde se estudiaba era
Instrucción Cívica. El Preámbulo me supo a una especie de rezo nacional. En él
encontré armonía, claridad, luz, amor y todas estas cualidades tan excelsas
fueron borradas de un plumazo cuando a la profesora se le ocurrió explicar qué
cosa era este preámbulo. Consecuencia contigua: levanté la mano pidiendo la
palabra y discutí con la docente, acto que me valió siete amonestaciones y una
amenaza de: “No te pongo más, porque las otras vendrán después”.
Esta “insolencia” de mi parte, repercutió en todas las materias, pues sala
de profesores debe haberse convertido en la mesa de Mirtha Legrand sobre la que
se tiene que haber desollado viva a la “maleducada” de Violeta Paula Cappella:
“esa rubiecita, rusita revoltosa, que el año pasado (segundo año, 1982) se la
pasó riñendo con Angelita (Gorostarzo) en Formación Moral y Cívica.”
(Las vueltas de la vida, hicieron que en otras instituciones educativas
rosarinas, me encontrase, ya siendo yo docente, con mis profesores del
secundario devenidos ahora colegas y se acordasen obviamente de mí: “esa
rubiecita, rusita revoltosa y discutidora…”)
Con la apertura de las campañas electorales, apareció Raúl Alfonsín en
escena y me enamoré apasionadamente de él.
No tenía ni la más pálida idea de qué era un partido político, pues como
todos los de mi generación, gran parte de la infancia y adolescencia fue vivida
bajo la dictadura. No sabía qué era un radical, un peronista, un comunista,
pero para esto último, había aparecido ese mismo año un muchachito repetidor de
filiación comunista, que supo explicarme las “delicias” de su ideología
mediante poemas y canciones escritas por él mismo y por Pablo Neruda, panfletos
con frases del Che Guevara, Lenin y Marx y con quien finalmente compartimos el
banco, las ideas y unas insólitamente románticas salidas los viernes después de
la escuela a la sede de la Federación Juvenil Comunista, donde las
conversaciones y debates, entre mate y mate, me parecían brillantes y
seguramente lo deben haber sido.
Conseguí en un Comité Radical un afiche en blanco y rojo donde estaba la
foto de Alfonsín y el Preámbulo completo. Lo enrollé, le puse una bandita de
goma y lo llevé a la escuela.
Tenía, para ese entonces, un paupérrimo 7,50 en la libreta de
calificaciones que me hacía zafar de la materia pero no de mi ofuscación y
continuo estado de irritabilidad porque
todas las semanas cuando la hora de Instrucción Cívica estallaba un airado
“Violeta Cappella, pase al frente” por parte de la profesora.
Jamás dije “no estudié” y pasé siempre al frente, enojadísima y enfurecida
a más no poder, a repetir la “voz” de la profesora que no se condecía con la
del libro de estudio y menos aún con la Constitución Nacional. Esa vez, osada e
impertinentemente pasé al frente y antes de comenzar el recitado de memoria de
la lección y le dije a la profesora, entregándole el rollo: “Esto es para
Usted”. La mujer me observó como a una ameba que se está bilocando, desenrolló
el afiche, lo leyó detenidamente, se sonrió, me miró emocionada y me dijo: “Le
voy a hacer una sola pregunta, Violeta Cappella: ¿Qué para Usted es la
democracia?” Ni lerda ni perezosa recurrí a los discursos de Alfonsín e hice
mías sus palabras, agregando cuestiones nada azarosas aprendidas en la
Federación Juvenil Comunista. Durante mi explicación la profesora me interrumpió
y ordenó que vaya a sentarme, no sin antes aclararme: “Violeta Cappella, tiene
un ‘10’ ”.
En mi interior, recuerdo perfectamente, me dije en silencio: “¡Jaque
Mate!”, me acomodé el guardapolvo planchando con las manos el tableado y el
cinturón, me senté rebosante de orgullo
y mi compañero de banco, partidas de ajedrez apresuradas durante los recreos y
largas charlas sobre las beldades del marxismo, pasó sensiblemente su mano por
mi espalda, jugó sugestivamente con algún botón del guardapolvo y me felicitó
con un beso en la comisura de los labios.
De ahí en más, la profesora nunca volvió a convocarme para dar lección al
frente, ni tan siquiera para formularme una mínima pregunta desde el banco y mi
nota en la libreta de calificaciones ascendió, no mucho, porque allí, como
imborrable y eterno estigma de la discusión, estaban las amonestaciones.
Violeta Paula Cappella.-
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