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jueves, 10 de diciembre de 2015

Instrucción Cívica


Cuando un Maestro se acerca a su Discípulo, Aprendiz o Estudiante, es por algo; y este algo es elucidado mucho tiempo después.

Quienes ejercemos el arte, el don o la ciencia de la educación, nos vemos a veces en la casi obligación de irnos por las ramas; estas “ramas” derivarán en lo que surja del estudiantado; sustanciosas conversaciones que tienen la particularidad de acaparar la clase entera.

En tiempos lejanos, se estipulaba que el alumno, palabra que en su significado estricto me es bastante desagradable, era una “tabula rasa”, un ser carente de toda luz del  conocimiento y en cuyos espacios cerebrales, no había más que una mononeurona juguetona, revoltosa y dispersa que debía ser calmada a golpes de palabras, para que los conocimientos, de lo que fuere, entrasen, se asentasen y la mononeurona, al igual que lo hacen las amebas, se bipartiese y generase otra idéntica a sí misma, donde se pudiesen almacenar más datos. Esta es una visión de la alteridad tan indigna como repulsiva; sin embargo, muchos docentes aún en pleno siglo XXI, la sostienen, mantienen y atesoran como una verdad irrefutable.

Cuando era adolescente, en mi cerebro continuamente pensante, ideaba que algunos saberes de la escuela me eran útiles y otros tan absurdos que los descartaba primero y los debía estudiar a regañadientes después. Así me di cuenta un día, que había dentro de mi mente dos puntos de anclaje del estudio: el más importante tenía la facultad de absorber de manera inmediata lo que me era grato y provocaba placer, el otro retenía temporariamente, cuestiones que, pasado el examen o el “¡Violeta Cappella pase al frente!” descartaría para no recuperar jamás. Descarté por lo tanto contabilidad, matemática financiera, derecho comercial, matemática, formación moral y cívica, mecanografía e instrucción cívica.

En el transcurso del año 1983 -tenía yo 15 años- me encontré con algo nunca visto: “La Constitución Nacional”; la materia donde se estudiaba era Instrucción Cívica. El Preámbulo me supo a una especie de rezo nacional. En él encontré armonía, claridad, luz, amor y todas estas cualidades tan excelsas fueron borradas de un plumazo cuando a la profesora se le ocurrió explicar qué cosa era este preámbulo. Consecuencia contigua: levanté la mano pidiendo la palabra y discutí con la docente, acto que me valió siete amonestaciones y una amenaza de: “No te pongo más, porque las otras vendrán después”.

Esta “insolencia” de mi parte, repercutió en todas las materias, pues sala de profesores debe haberse convertido en la mesa de Mirtha Legrand sobre la que se tiene que haber desollado viva a la “maleducada” de Violeta Paula Cappella: “esa rubiecita, rusita revoltosa, que el año pasado (segundo año, 1982) se la pasó riñendo con Angelita (Gorostarzo) en Formación Moral y Cívica.”

(Las vueltas de la vida, hicieron que en otras instituciones educativas rosarinas, me encontrase, ya siendo yo docente, con mis profesores del secundario devenidos ahora colegas y se acordasen obviamente de mí: “esa rubiecita, rusita revoltosa y discutidora…”)

Con la apertura de las campañas electorales, apareció Raúl Alfonsín en escena y me enamoré apasionadamente de él.

No tenía ni la más pálida idea de qué era un partido político, pues como todos los de mi generación, gran parte de la infancia y adolescencia fue vivida bajo la dictadura. No sabía qué era un radical, un peronista, un comunista, pero para esto último, había aparecido ese mismo año un muchachito repetidor de filiación comunista, que supo explicarme las “delicias” de su ideología mediante poemas y canciones escritas por él mismo y por Pablo Neruda, panfletos con frases del Che Guevara, Lenin y Marx y con quien finalmente compartimos el banco, las ideas y unas insólitamente románticas salidas los viernes después de la escuela a la sede de la Federación Juvenil Comunista, donde las conversaciones y debates, entre mate y mate, me parecían brillantes y seguramente lo deben haber sido.

Conseguí en un Comité Radical un afiche en blanco y rojo donde estaba la foto de Alfonsín y el Preámbulo completo. Lo enrollé, le puse una bandita de goma y lo llevé a la escuela.

Tenía, para ese entonces, un paupérrimo 7,50 en la libreta de calificaciones que me hacía zafar de la materia pero no de mi ofuscación y continuo estado de irritabilidad  porque todas las semanas cuando la hora de Instrucción Cívica estallaba un airado “Violeta Cappella, pase al frente” por parte de la profesora.

Jamás dije “no estudié” y pasé siempre al frente, enojadísima y enfurecida a más no poder, a repetir la “voz” de la profesora que no se condecía con la del libro de estudio y menos aún con la Constitución Nacional. Esa vez, osada e impertinentemente pasé al frente y antes de comenzar el recitado de memoria de la lección y le dije a la profesora, entregándole el rollo: “Esto es para Usted”. La mujer me observó como a una ameba que se está bilocando, desenrolló el afiche, lo leyó detenidamente, se sonrió, me miró emocionada y me dijo: “Le voy a hacer una sola pregunta, Violeta Cappella: ¿Qué para Usted es la democracia?” Ni lerda ni perezosa recurrí a los discursos de Alfonsín e hice mías sus palabras, agregando cuestiones nada azarosas aprendidas en la Federación Juvenil Comunista. Durante mi explicación la profesora me interrumpió y ordenó que vaya a sentarme, no sin antes aclararme: “Violeta Cappella, tiene un ‘10’ ”.

En mi interior, recuerdo perfectamente, me dije en silencio: “¡Jaque Mate!”, me acomodé el guardapolvo planchando con las manos el tableado y el cinturón, me senté  rebosante de orgullo y mi compañero de banco, partidas de ajedrez apresuradas durante los recreos y largas charlas sobre las beldades del marxismo, pasó sensiblemente su mano por mi espalda, jugó sugestivamente con algún botón del guardapolvo y me felicitó con un beso en la comisura de los labios.

De ahí en más, la profesora nunca volvió a convocarme para dar lección al frente, ni tan siquiera para formularme una mínima pregunta desde el banco y mi nota en la libreta de calificaciones ascendió, no mucho, porque allí, como imborrable y eterno estigma de la discusión, estaban las amonestaciones.

Violeta Paula Cappella.-


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