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jueves, 10 de diciembre de 2015

La soledad de la música


Durante el bombardeo sobre Berlín todo comenzó a desplomarse, explotaron vitrinas cargadas de copas y plañeron aquellas campanas que aún no habían sido desmotadas para fundirse en armas de guerra. Las habitaciones quedaron desnudas de techo con sus cortinas ajadas al viento y los muebles polvorientos.

Los días de sol del verano dieron paso a una llovizna que acarició sábanas como antaño lo hicieron los amantes, hizo tintinear vasos vacíos que se fueron llenando de agua pura, agua sagrada que caía del cielo.

Ya no había más estruendos, no había llantos, ni trinos de pájaros, ni miedos. Sólo las gotas de lluvia que lavaban escombros y asentaban el polvo que en el aire estaba en suspenso.

Tras una antigua mansión en ruinas, tras sus muros caídos y las estatuas partidas, había una glorieta ya sin sus cristales tornasolados que estallaron de furia entre metrallas y balas perdidas; la lluvia, intrépida y escurridiza se hizo espacio entre las enredaderas de la cúpula abierta. Bajo ella, el piano solitario cuya tapa había quedado levantada, presto para un concierto, añoraba las manos tan blancas, tan finas de aquella dama que alguna vez suavemente deslizó sus dedos sobre las teclas. Pero ella ya no estaba: había quedado atrapada entre el ensordecedor fragor de las fauces mortales de la más sangrienta contienda bélica.


Mas la lluvia, que sabe de sueños rotos y añoranzas viejas, hizo caer gruesas gotas sobre las teclas dándole el último aliento a un piano sediento de música, nostálgico de románticas noches a la luz de las velas con sus esquivos primero y luego apasionados besos. 

Violeta Paula Cappella

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