Durante el bombardeo sobre Berlín
todo comenzó a desplomarse, explotaron vitrinas cargadas de copas y plañeron
aquellas campanas que aún no habían sido desmotadas para fundirse en armas de
guerra. Las habitaciones quedaron desnudas de techo con sus cortinas ajadas al
viento y los muebles polvorientos.
Los días de sol del verano dieron
paso a una llovizna que acarició sábanas como antaño lo hicieron los amantes,
hizo tintinear vasos vacíos que se fueron llenando de agua pura, agua sagrada
que caía del cielo.
Ya no había más estruendos, no
había llantos, ni trinos de pájaros, ni miedos. Sólo las gotas de lluvia que
lavaban escombros y asentaban el polvo que en el aire estaba en suspenso.
Tras una antigua mansión en
ruinas, tras sus muros caídos y las estatuas partidas, había una glorieta ya
sin sus cristales tornasolados que estallaron de furia entre metrallas y balas
perdidas; la lluvia, intrépida y escurridiza se hizo espacio entre las
enredaderas de la cúpula abierta. Bajo ella, el piano solitario cuya tapa había
quedado levantada, presto para un concierto, añoraba las manos tan blancas, tan
finas de aquella dama que alguna vez suavemente deslizó sus dedos sobre las
teclas. Pero ella ya no estaba: había quedado atrapada entre el ensordecedor fragor
de las fauces mortales de la más sangrienta contienda bélica.
Mas la lluvia, que sabe de sueños
rotos y añoranzas viejas, hizo caer gruesas gotas sobre las teclas dándole el
último aliento a un piano sediento de música, nostálgico de románticas noches a
la luz de las velas con sus esquivos primero y luego apasionados besos.
Violeta Paula Cappella
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