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jueves, 10 de diciembre de 2015

Eros y Tánatos

Eros y Tánatos


Cuando mamá dice que con esa chica no, significa que sí, pero no porque una quiera, sino porque la escuela, el barrio y la plaza, obligan al contacto cotidiano con “esa clase de gente despreciable, ruidosa, mugrienta, maloliente y de futuro incierto”.

Victoria era alta, corpulenta, de caderas anchas, sus tetas se bamboleaban a los doce años cual melones en una canasta y sus renegridos cabellos largos se mecían a la brisa primaveral, en tanto su rostro se llenaba de acné.

A los doce, la mayoría de nosotras ya había tenido su primera menstruación y consecuente masturbación. Comenzamos a depilarnos las cejas con la pincita; otras probaron la tortura de la cera en el bozo, el entrecejo y las piernas, más toda clase de cremas, ungüentos y pócimas contra los granitos, espinillas, barritos y puntos negros que emergían antiestéticos en nuestros rostros.

Las hormonas estaban revolucionadas y el olor a púberes se notaba en el salón de clases, así que la Señorita María Susana abría de par en par los ventanales también en invierno. Nos hablaba de la higiene, el jabón, los talcos para pies y el desodorante. Nunca nos habló sobre sexo porque no estaba en el temario anual de séptimo grado de ninguna escuela argentina de 1980. 

Como buena psicóloga que era, maestra de matemáticas y ciencias naturales, le buscó la vuelta al asunto para que el Ministerio de Educación no la reprendiese, los curas no la excomulgasen, los militares no la desapareciesen y nos enseñó sobre los cromosomas y los ratones de laboratorio. Así aprendimos que los ratones copulaban para tener ratoncitos y que existía un aparato reproductor tanto en los machitos como en las hembritas a través del cual se apareaban. 

Mamá me explicó lo que pudo y como pudo sobre la menstruación, la copulación de los seres humanos, el embarazo y los bebés, así que pasé a mirar con asombro a las embarazadas y a los bebés y me preguntaba cuántas horas nocturnas habrían estado copulando los padres del recién nacido para que salga un ser diminuto e idéntico a un humano.

En la calle aprendí que no se dice “copular” sino que se dice coger, culear, encamarse, revolcarse en la cama, hacer el amor, ir a los yuyos, y que los curas hablan de fornicar porque eso es pecado.

A Victoria le importaba poco si se decía coger o fornicar; lo que fuese y como fuese, quería hacerlo a toda costa, para lo cual, comenzó a pintarse las uñas de rojo furioso y delinear sobre el párpado una leve sombra celeste. 

Los sábados por la tarde se embutía en unos jeans ajustados con unas costuras doradas a la altura de los muslos, se calzaba sandalias de taco alto charoladas, dejaba sus cabellos renegridos al viento, se fajaba en una remerita chillona color fucsia con florcitas plateadas, bien escotada y salía a pasear por el barrio a la caza de cualquier cosa masculina.

La miraba mamá desde la ventana de la cocina y decía: “¡Pobre chica, qué bajo ha caído, cuántas cachetadas le daría!” Y papá agregaba: “Le hacen falta un buen par de sopapos”. Yo la observaba discretamente y asentía todo lo que decían, pero por dentro pensaba si ya habría cogido y sentía una enorme envidia. Como en mi vida había visto un pene, imaginaba que Victoria había estado con alguno de los tantos tipos que le decían mil y una obscenidades a su paso y que el pene de los tipos debía ser una especie de tripa gorda, que al calentarse se ponía dura y tiesa como un chorizo, con un extremo similar al de un marcador Edding de punta redonda. 
Con el tiempo, descubrí que nuestro perro también tenía un pene y no un “pitito” y durante una calentura del can, vi que era bastante distinto a lo que imaginaba y que en realidad, cuando “jugaba” con su almohadón, se lo estaba cogiendo intrépidamente.

Comenté mis observaciones a cerca de la naturaleza sexual perruna en el recreo de la escuela y Victoria dijo que una vez un perro “se quiso agarrar a un chico” y que los perros y las perras cuando cogen, se “abotonan”. Explicó con lujo de detalles cómo era eso de “abotonarse” y que las prostitutas, para cobrar más, amenazan a los viejos con hacerles eso y que el pene se llamaba en realidad pija, poronga o verga.

Le pregunté a mamá si los sinónimos aprendidos de “pitito” o “pene” eran correctos y dijo que esas eran palabras inmundas, de boca de cloaca y que no quería escucharme decir semejantes asquerosidades. Por si acaso, y para no olvidar el nuevo vocabulario yo lo repetía mentalmente.

Las clases de Inglés eran temprano por la tarde, en un salón acondicionado acústicamente para la enseñanza de lengua extranjera. Victoria, que ostentaba justamente apellido inglés, era el blanco de la Teacher.

Cuando salíamos al patio, después de aniquilar frases tales como What’s the weather like today?, que en nuestras bocas sonaba más o menos “guat de güeder lai tudei”, seguíamos hablando de sexo y de los actores de televisión que nos gustaban. Por esos tiempos, se había puesto de moda la serie “Combat!” y todas mirábamos a las 17:00 horas cómo el Sargento Saunders sobrevivía en los campos de batalla y cómo alguna bala le hería un brazo. Todas sufríamos pero sabíamos que al siguiente capítulo ya estaría curado. Luego apareció una serie más atractiva llamada CHIP’s, Patrulla Motorizada y nos deleitábamos frente al televisor viendo a Eric Estrada y su imponente moto.

En el barrio no había ni Eric Estrada ni Sargento Saunders, había otros seres que, por alguna cualidad se convertían en atractivos, codiciables y deseables. Y había uno que me tenía loca: tenía catorce años, estaba en el secundario y había crecido más que todos sus amigos; corpulento y macizo, ya había cambiado el tono de voz y eso me fascinaba. Todo su ser me era codiciable: el cabello corto estilo militar negro azabache, su rostro muy blanco, sus ojos tan oscuros como la noche misma, el blazer azul, la camisa blanca, la corbata negra, su andar taciturno y pensativo, el obsceno acné siempre presente y sus anteojos de gruesos cristales eran para mí un deleite. Para Victoria, todo era bienvenido, cualquier ser con estampa masculina, más o menos de nuestra edad, le quedaba bien y yo por dentro la amenazaba porque: “que ni se acerque Gustavo porque la mato”.

Pero a Victoria el “Lenteja”, así le decían todas a Gustavo, no le atraía y una tarde en la escuela, después de la clase de “Economía Doméstica”, ella y otras chicas se pusieron a hablar sobre él y la ausencia de dos dedos en una mano, medio en la otra y algo similar en los pies; los anteojos “culo de botella” eran lo de menos y yo estallé en su defensa, al punto de proferirles los más bajos e inmundos insultos. Me hervía la sangre, deseaba tener garras para destriparlas a todas. Mi último grito fue: “¡Y no se llama “Lenteja”, se llama Gustavo!

Volví a casa pateando las piedras de resaca de fundición que desparramaba ACINDAR sobre Avenida Francia para que hubiese menos barro, arrancando hojas de los árboles y tirándolas al suelo, gritando hacia mis adentros toda clase de palabras venenosas y cáusticas; las lágrimas me ardían en las mejillas, sentí como se me habían hinchado los párpados y a quien que me mirase, le gritaba todo lo que se me pasaba por el cerebro que estallaba de ira. 
Recordé, en un momento de lucidez, que la Biblioteca de la escuela cerraba a las 18:00. No tenía ni la menor idea de qué hora debía ser y supuse que estaría por cerrar. Entré a casa como un relámpago y tomé los dos libros de “Los Hollister” que había terminado de leer y mientras salía le grité a mamá que iba a devolverlos y ella, desde la cocina dijo a su vez en voz alta: “Apurate que ya van a ser las cinco.”

Llegué nuevamente a la escuela en el peor de los estados. La bibliotecaria me preguntó qué me había pasado y le comenté que había discutido con algunas de mis amigas. Me sirvió una taza de té y en total confidencia le comenté lo que había pasado. Cero confidencia: todo el barrio, toda la escuela ya sabía qué había pasado porque el “corre, ve y dile” es el medio de comunicación más antiguo y más eficaz que puede existir. 

Los jueves la Biblioteca cerraba a las 19:00 porque iban los chicos a jugar ajedrez.

La bibliotecaria me dio dos tomos más de “Los Hollister” y uno de poesías y me dijo dulcemente: “Vení, sentate, tranquilizate y empezá a leer”. Me acomodé en un sillón que siempre me había dado la impresión que estaba prohibido y me sentí una reina. Cuando miré la tapa del libro, las letras negras me atraparon: Gustavo Adolfo Bécquer. Lo apoyé sobre mi pecho y suspiré invadida por todo el amor del universo. Me zambullí en la lectura y me sobresalté con el timbre de las 18:00. Levanté la vista y allí estaba entrando mi amor a la biblioteca. Nos saludamos, se acercó hasta mí y me dio un beso en la mejilla. Noté que sus ojos negros estaban rojos e hinchados de haber llorado.

La Bibliotecaria nos pidió que le ayudásemos a colocar los tableros sobre las mesitas y las piezas en su correspondiente casillero. Cuando estaba todo listo, preguntó “¿Quién más viene hoy?” Gustavo mencionó a algunos chicos que conocía y a otros que no. “Bueno”, dijo ella “Mientras los otros no vienen, jueguen ustedes dos.” Comenzamos moviendo peones y en un momento vi que su mano derecha se extendía a lo largo del tablero. Discretamente, comencé a extender mi izquierda y como quien no quiere la cosa, ya nos habíamos tomado de la mano. Llegaron los otros chicos y nosotros seguimos allí, moviendo de vez en cuando un alfil, una torre, entre miradas al tablero y a nuestros ojos.

Nuestro punto de encuentro formal fue la biblioteca; el informal, el amplio parque de la escuela.

Una noche pasó una ambulancia haciendo sonar su sirena. La seguían dos patrulleros y se fueron hacia el fondo de Fragata Sarmiento. Era principios de diciembre. Niños, adolescentes, adultos y perros, todos corrimos para ver qué pasaba.

El padre de Victoria acababa de morir. La policía nos gritó que nos fuésemos. El padre de Gustavo, Oficial de la Seccional XVIII, me apartó y me dijo que llevase a los más chicos, cada uno a su casa y que fuese luego a lo de doña María, allí estaba Victoria y que más tarde vendría Gustavo para acompañarme.

Hice lo que me ordenó y fui a ver a Victoria: estaba totalmente destrozada y sin comprender cómo había podido pasar eso. Doña María rezaba el rosario y las cuentas de vidrio iban girando por sus manos al compás de las oraciones.

En un zanjón enorme, yacía el padre ahogado en alcohol y agua putrefacta. Los vecinos aportaron linternas para que la policía pudiese ver el cadáver. Con un esfuerzo enorme y entre vecinos, curiosos, médicos y policía, lo sacaron y lo dispusieron sobre la vereda; la policía pidió baldes con agua, lo limpiaron a baldazos, lo secaron con trapos y toallas, le cambiaron la ropa y a la hora, llegó un camioncito de la Municipalidad con el cajón correspondiente y comenzó el velatorio. No hubo traslado a la morgue, la autopsia fue in situ.

Llegaron los vecinos con sillas, ventiladores, exóticos veladores, hicieron extensiones con cables para tomar energía de las casas más cercanas, trajeron tacitas, café, té y todo un arsenal de botellas con licores para pasar la larga noche. 

El velatorio fue en la cocina-comedor; las lágrimas, el profundo dolor me contagió.

Llegó Gustavo. Saludó a Victoria, a la madre y a mí. Apoyó su mano sobre mi hombro y así, nos quedamos de pie largo rato junto a Victoria. Los dos nos sentíamos muy adultos y funcionábamos como una pareja de larga data.

La abuela de Victoria, portadora de nombre inglés, por lo tanto devenida en Doña Isabel, se desmayó. Gustavo me tomó de la mano y fuimos a ayudarla. Los hombres, incluido él y el Pastor la cargaron hasta su dormitorio, me dieron una revista para que la apantalle y el Pastor le propinaba unos golpecitos en las mejillas para despertarla. El calor en el pequeño dormitorio de la anciana era insoportable. Gustavo me trajo jugo con hielo y cambiamos el turno para apantallar a Doña Isabel.

Se escuchaban los alaridos de angustia de la madre de Victoria y de los parientes que iban llegando. Los gritos se hicieron cada vez más fuertes y se armó un gran desorden por lo cual, alguien volvió a llamar a la policía. El hermano del recién fallecido se había querido suicidar.

Las cosas antes se arreglaban de otra forma: alguien le dio una trompada al suicida que lo dejó knockout sobre el pavimento y todo se calmó por unos minutos.

El padre de Gustavo, nuevamente en la escena, nos mandó a dar una vuelta. Le pregunté qué hacíamos con Doña Isabel y respondió: “Ma qué se yo, ya se va a despertar; vayan, que esto es un despelote.” Mi padre me agarró del brazo y no me quería soltar y el padre de Gustavo, con su autoridad indiscutible en épocas de dictaduras, intervino y le dijo que nos íbamos con Victoria para sacarla de allí. Mis viejos me amenazaron de una y mil maneras y a toda orden entre dientes de ellos dije que sí.

El caos reinaba: el knockeado había vuelto en sí y buscaba a su agresor para darle una paliza, en tanto otros lo querían retener y el golpeador lo retaba a seguir la pelea. Las viejas adentro gritaban y lloraban y se destaparon algunas infidelidades del muerto.

Obedecimos la orden policial con mucho gusto y mientras caminábamos por Fragata Sarmiento fueron llegando más patrulleros.

Llegamos hasta la Estación Transformadora de Agua y Energía; allí nos quedamos sentados sobre unas columnas de media tensión que nunca fueron erigidas, deleitándonos entre inocentes besos y caricias.

Cuando volvimos, había un policía en la puerta montando guardia y adentro se escuchaban sollozos, el ruido de los ventiladores y el tintinear de las tazas de café. Entramos y buscamos a Victoria. No estaba por ningún lado. Le preguntamos a la madre y nos dijo que se había ido al terreno con un amigo.

El terreno comenzaba siendo un patio de baldosas flojas, continuaba en un enorme desparramo de muebles rotos, hierros retorcidos, yuyos, enredaderas y al final de todo un galponcito. Gustavo me dijo que vaya con cuidado porque seguramente el pozo ciego no estaba tapado y fuimos de la mano hacia el galponcito tanteando el suelo, caminando sobre un improvisado sendero. Estando ya a pocos metros, escuchamos una leve discusión: que sí, que no, que dejame, que bueno, que sí, que dale, besos, cierre de pantalón que desciende, suspiros…

Discretamente volvimos sobre nuestros pasos y fuimos a ver al muerto; alguien había colocado bajo el cajón una palangana con agua y una llave antigua. Algunas viejas rezaban el rosario y el Pastor, Biblia en mano, hablaba con otras.

Nos acordamos de la abuela y fuimos rápidamente al dormitorio. Descansaba con ronquidos que terminaban en un resoplido; alguien le había quitado la dentadura postiza y la había colocado dentro de un vaso con agua. Volvimos a la cocina-comedor atestada de gente y nos quedamos de pie junto a otra puerta que daba al terreno. A lo lejos escuchamos que caía una chapa y luego otras más. Sin decirnos nada, Gustavo y yo nos miramos y supimos que había colapsado el galponcito. Fuimos corriendo y cuando llegamos, sólo la mitad estaba en pie.

Buscamos a los fogosos amantes. Victoria yacía sobre una chapa riendo a carcajadas junto a su amigo y hacía flamear en giros su enorme bombacha con el dedo índice en alto.


Cuando nos acercamos nos amenazó diciendo: “Si le cuentan algo a mi vieja los cago a palos, lo juro por mi viejo”.

Violeta Paula Cappella

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