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jueves, 10 de diciembre de 2015

La calma y la espera


Fueron a comprar a la panadería un pan de leche y seis medialunas saladas; el dinero sólo alcanzó para eso.

Dieron una vueltas por el barrio y vieron cómo el sol invernal intentaba ocultarse tras una arboleda ya vacía de hojas. Escucharon el canto de un hornero y una pequeña laucha asomó su nariz husmeando el aire frío del atardecer.

A lo lejos se escuchaban bocinas y gritos de quienes habían quedado atrapados en un embotellamiento de la autopista.

El suelo bajo ellos, volvió a temblar, se tomaron de las manos para sostenerse mutuamente y luego se abrazaron con el temor que produce todo fenómeno telúrico en una zona, como la nuestra, donde se supone que nunca hubo antes un terremoto.

Cuando llegaron al hogar, un pequeño florero de cerámica se había volcado, dejando desnudos los tallos de unas primorosas y aromáticas fresias que él le había traído a ella  ayer de regalo. Todo lo demás estaba en orden.

Prendieron la radio y muchas señales habían dejado de transmitir; ubicaron LRA 5 Radio Nacional Rosario y mientras tomaban mate y compartían el pan de leche, escucharon el Concierto Nº 1 en Do Mayor, Op. 15 de Beethoven. Se miraron, se sonrieron, se acariciaron las manos y se fueron al diminuto dormitorio a hacer el amor.

Luego, se taparon con un acolchado de lana de alpaca y se acurrucaron el uno junto al otro. Ella pasó su dedo índice dibujando el contorno de su nariz y de su boca; él la miraba embelesado.

Las penumbras invadieron la pequeña habitación y un nuevo temblor de tierra los sobresaltó.

Muschi, gato gris, callejero y tranquilo, entró rápido por una hendija que había en la ventana y saltó sobre la cama buscando refugio.

Se levantaron, ella encendió un sahumerio de rosas, una vela en la cocinita y otra en el baño, le dio leche al gato y compartió con él y su amado el último trozo de pan de leche.

Ya habían cortado el suministro eléctrico, el gas, las líneas telefónicas en los barrios y no había señal de televisión; sólo el centro estaba provisto de todo servicio.

A lo lejos se escucharon disparos de armas de fuego de la policía que seguramente, como todas las noches, intentaba detener los saqueos en las casa vacías de aquellos que habían huido a tierras más seguras. 

Hordas de ladrones se hacían con toda clase de electrodomésticos; inútiles objetos cuando no hay electricidad…

Él recordó que afuera había quedado una plantita de albahaca; abrió los postigos de metal, tomó con amor su plantita que estaba sobre el alféizar y la entró a la cocinita. La acercó a la vela, vio que tenía dos nuevas hojitas y se alegró.

Otra vez volvió a temblar la tierra, pero esta vez fue más fuerte. Todo quedó en silencio e inmediatamente desde muy lejos llegó el eco de detonaciones similares a los de una bomba.

Ella alzó su gato y los tres salieron a la vereda: nada, nada de nada.

A más de una cuadra, apareció una jauría de perros abandonados por sus dueños que devoraban despedazando a unos perritos pequeños, blancos e indefensos.

Cerraron la puerta lo mejor que pudieron, con trancas y llave; él tomó su revólver y se apostó dispuesto a matar a cualquier perro salvaje que los quisiese convertir en cena.

Se escucharon tiros de escopeta y aullidos de dolor: alguien había disparado contra la jauría.

Él se acercó con cautela a la puerta y observó por una mirilla; repentinamente algo enorme atacó y quiso entrar. Él sostuvo la puerta, sacó el cañón del revolver por la mirilla y dio un solo tiro. Lo que haya sido, cayó muerto.

Silencio, oscuridad y un extraño olor sulfuroso inundaba el ambiente. Tosieron, mojaron toallas, se cubrieron el rostro y la carita del gato también.

Afuera comenzaron a repicar sobre los techos de chapa minúsculas piedritas que simulaban tormentas de granizo y lluvia.

Un leve polvo muy fino se colaba entre las hendijas de las persianas y cubría los vidrios opacándolos como si estuviesen esmerilados.

Oraron, apagaron las velas y se fueron los tres a dormir.

A mitad de la noche, se dieron cuenta que no hacía frío; las cenizas calientes habían cubierto todo lo que encontraban a su paso generando un incendio aquí, una fogata allá y la desesperación de los que habían quedado atrapados en el embotellamiento sobre la autopista.

Silencio, olor a azufre mezclado con fresias y albahaca y una leve brisa que levantaba las cenizas arremolinándolas sobre la calle.

Un gigante volcán dormido durante millones de años, había despertado y se había erigido paciente pero tenazmente desde las profundidades de un campo en Rufino.

Ellos sabían; el gato intuía.

Despertaron varia veces durante la noche con los temblores del suelo y nuevamente el florerito de cerámica con las fresias se volcó. Ella se levantó, le puso agua y lo volvió a poner en su lugar, acomodando las florcitas con amor y dulzura.

La mañana fue gris y polvorienta. Ellos se sonrieron sin verse en la oscuridad de la habitación. Abrieron los postigos y entró una tenue luz opaca. Se miraron y rieron pues ambos tenían un color grisáceo en la piel, sólo los ojos resaltaban en sus rostros, y las lenguas, cuando abrieron sus bocas al reír, fueron más rojas que nunca.

Ella se cepilló el cabello y peinó el gato, lavó su rostro y el hociquito de su micifuz. Él sacudió el polvo de su cabello, se lavó y se puso una camisa blanca (un poco grisácea ahora) como todas las mañanas cuando iba a trabajar. Salió al patiecito y entró unos troncos para alimentar la vieja chimenea. Ella puso agua en una pava renegrida y preparó el mate.

Se sentaron a la mesa, compartieron con el gato las seis medialunas, tomaron mate, prendieron la radio y Nacional Rosario seguía transmitiendo el Concierto Nº 1 en Do Mayor, Op. 15 de Beethoven.

Con la música de fondo, se sentaron ambos en un sillón a espaldas de una ventana, el gato se subió al regazo de ella y tranquilamente leyeron, abrazados, fragmentos de Protágoras.

Cuatro mil años más tarde, cuando los arqueólogos descubrieron los restos de una ciudad llamada Rosario, ya se había degradado el metal de los autos, los huesos humanos se habían esparcido en desorden sobre un camino asfaltado al que daban el nombre de “autopista”, trozos de plástico se habían convertido en masas informes y miles de cuerpos yacían con espantosas muecas de horror, retorcidos y petrificados.

Cuando descubrieron la casita de ellos, un arqueólogo abrió la puerta y vio la belleza en la muerte: un sofá convertido en piedra, ellos y el gato en estatuas de andesita leyendo un libro de páginas pétreas, el florerito sobre una mesa con flores talladas en la roca cenicienta, el mate, la pava, la plantita de albahaca y la pequeña radio, todo delicadamente conservado por el polvo volcánico.

Escanearon con láseres la escena hogareña y un viejo arqueólogo tocó con un fino pincel la punta del hociquito del gato.

Para sorpresa de todos, el gato estornudó, se desperezó, se sacudió el polvo y bostezó dejando a la vista sus blancos colmillitos; ellos abrieron sus ojos y una tenue brisa dejó al descubierto sus sonrisas. Desempolvaron el libro de fragmentos de Protágoras, miraron con asombro a sus nuevos huéspedes e invasores venidos de otros tiempos y se volvió a escuchar suavemente el Concierto Nº 1 en Do Mayor, Op. 15 de Beethoven que Radio Nacional Rosario seguía transmitiendo desde algún punto lejano en los éteres del más allá.


Violeta Paula Cappella.-

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