Fueron a comprar a la panadería un pan de leche y seis medialunas saladas;
el dinero sólo alcanzó para eso.
Dieron una vueltas por el barrio y vieron cómo el sol invernal intentaba
ocultarse tras una arboleda ya vacía de hojas. Escucharon el canto de un
hornero y una pequeña laucha asomó su nariz husmeando el aire frío del
atardecer.
A lo lejos se escuchaban bocinas y gritos de quienes habían quedado
atrapados en un embotellamiento de la autopista.
El suelo bajo ellos, volvió a temblar, se tomaron de las manos para
sostenerse mutuamente y luego se abrazaron con el temor que produce todo
fenómeno telúrico en una zona, como la nuestra, donde se supone que nunca hubo
antes un terremoto.
Cuando llegaron al hogar, un pequeño florero de cerámica se había volcado,
dejando desnudos los tallos de unas primorosas y aromáticas fresias que él le
había traído a ella ayer de regalo. Todo
lo demás estaba en orden.
Prendieron la radio y muchas señales habían dejado de transmitir; ubicaron
LRA 5 Radio Nacional Rosario y mientras tomaban mate y compartían el pan de
leche, escucharon el Concierto Nº 1 en Do Mayor, Op. 15 de Beethoven. Se
miraron, se sonrieron, se acariciaron las manos y se fueron al diminuto
dormitorio a hacer el amor.
Luego, se taparon con un acolchado de lana de alpaca y se acurrucaron el
uno junto al otro. Ella pasó su dedo índice dibujando el contorno de su nariz y
de su boca; él la miraba embelesado.
Las penumbras invadieron la pequeña habitación y un nuevo temblor de tierra
los sobresaltó.
Muschi, gato gris, callejero y tranquilo, entró rápido por una hendija que
había en la ventana y saltó sobre la cama buscando refugio.
Se levantaron, ella encendió un sahumerio de rosas, una vela en la cocinita
y otra en el baño, le dio leche al gato y compartió con él y su amado el último
trozo de pan de leche.
Ya habían cortado el suministro eléctrico, el gas, las líneas telefónicas
en los barrios y no había señal de televisión; sólo el centro estaba provisto
de todo servicio.
A lo lejos se escucharon disparos de armas de fuego de la policía que
seguramente, como todas las noches, intentaba detener los saqueos en las casa
vacías de aquellos que habían huido a tierras más seguras.
Hordas de ladrones se hacían con toda clase de electrodomésticos; inútiles
objetos cuando no hay electricidad…
Él recordó que afuera había quedado una plantita de albahaca; abrió los
postigos de metal, tomó con amor su plantita que estaba sobre el alféizar y la
entró a la cocinita. La acercó a la vela, vio que tenía dos nuevas hojitas y se
alegró.
Otra vez volvió a temblar la tierra, pero esta vez fue más fuerte. Todo
quedó en silencio e inmediatamente desde muy lejos llegó el eco de detonaciones
similares a los de una bomba.
Ella alzó su gato y los tres salieron a la vereda: nada, nada de nada.
A más de una cuadra, apareció una jauría de perros abandonados por sus
dueños que devoraban despedazando a unos perritos pequeños, blancos e
indefensos.
Cerraron la puerta lo mejor que pudieron, con trancas y llave; él tomó su
revólver y se apostó dispuesto a matar a cualquier perro salvaje que los
quisiese convertir en cena.
Se escucharon tiros de escopeta y aullidos de dolor: alguien había
disparado contra la jauría.
Él se acercó con cautela a la puerta y observó por una mirilla;
repentinamente algo enorme atacó y quiso entrar. Él sostuvo la puerta, sacó el
cañón del revolver por la mirilla y dio un solo tiro. Lo que haya sido, cayó
muerto.
Silencio, oscuridad y un extraño olor sulfuroso inundaba el ambiente.
Tosieron, mojaron toallas, se cubrieron el rostro y la carita del gato también.
Afuera comenzaron a repicar sobre los techos de chapa minúsculas piedritas
que simulaban tormentas de granizo y lluvia.
Un leve polvo muy fino se colaba entre las hendijas de las persianas y
cubría los vidrios opacándolos como si estuviesen esmerilados.
Oraron, apagaron las velas y se fueron los tres a dormir.
A mitad de la noche, se dieron cuenta que no hacía frío; las cenizas
calientes habían cubierto todo lo que encontraban a su paso generando un
incendio aquí, una fogata allá y la desesperación de los que habían quedado
atrapados en el embotellamiento sobre la autopista.
Silencio, olor a azufre mezclado con fresias y albahaca y una leve brisa
que levantaba las cenizas arremolinándolas sobre la calle.
Un gigante volcán dormido durante millones de años, había despertado y se había
erigido paciente pero tenazmente desde las profundidades de un campo en Rufino.
Ellos sabían; el gato intuía.
Despertaron varia veces durante la noche con los temblores del suelo y
nuevamente el florerito de cerámica con las fresias se volcó. Ella se levantó,
le puso agua y lo volvió a poner en su lugar, acomodando las florcitas con amor
y dulzura.
La mañana fue gris y polvorienta. Ellos se sonrieron sin verse en la
oscuridad de la habitación. Abrieron los postigos y entró una tenue luz opaca.
Se miraron y rieron pues ambos tenían un color grisáceo en la piel, sólo los
ojos resaltaban en sus rostros, y las lenguas, cuando abrieron sus bocas al
reír, fueron más rojas que nunca.
Ella se cepilló el cabello y peinó el gato, lavó su rostro y el hociquito
de su micifuz. Él sacudió el polvo de su cabello, se lavó y se puso una camisa
blanca (un poco grisácea ahora) como todas las mañanas cuando iba a trabajar.
Salió al patiecito y entró unos troncos para alimentar la vieja chimenea. Ella
puso agua en una pava renegrida y preparó el mate.
Se sentaron a la mesa, compartieron con el gato las seis medialunas,
tomaron mate, prendieron la radio y Nacional Rosario seguía transmitiendo el
Concierto Nº 1 en Do Mayor, Op. 15 de Beethoven.
Con la música de fondo, se sentaron ambos en un sillón a espaldas de una
ventana, el gato se subió al regazo de ella y tranquilamente leyeron,
abrazados, fragmentos de Protágoras.
Cuatro mil años más tarde, cuando los arqueólogos descubrieron los restos
de una ciudad llamada Rosario, ya se había degradado el metal de los autos, los
huesos humanos se habían esparcido en desorden sobre un camino asfaltado al que
daban el nombre de “autopista”, trozos de plástico se habían convertido en
masas informes y miles de cuerpos yacían con espantosas muecas de horror,
retorcidos y petrificados.
Cuando descubrieron la casita de ellos, un arqueólogo abrió la puerta y vio
la belleza en la muerte: un sofá convertido en piedra, ellos y el gato en
estatuas de andesita leyendo un libro de páginas pétreas, el florerito sobre
una mesa con flores talladas en la roca cenicienta, el mate, la pava, la
plantita de albahaca y la pequeña radio, todo delicadamente conservado por el
polvo volcánico.
Escanearon con láseres la escena hogareña y un viejo arqueólogo tocó con un
fino pincel la punta del hociquito del gato.
Para sorpresa de todos, el gato estornudó, se desperezó, se sacudió el
polvo y bostezó dejando a la vista sus blancos colmillitos; ellos abrieron sus
ojos y una tenue brisa dejó al descubierto sus sonrisas. Desempolvaron el libro
de fragmentos de Protágoras, miraron con asombro a sus nuevos huéspedes e
invasores venidos de otros tiempos y se volvió a escuchar suavemente el
Concierto Nº 1 en Do Mayor, Op. 15 de Beethoven que Radio Nacional Rosario
seguía transmitiendo desde algún punto lejano en los éteres del más allá.
Violeta Paula Cappella.-
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