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domingo, 22 de abril de 2018

El gran patio imperial



Por: William Eric Fox Talbot

1. Un día la Belleza se observó al espejo y dijo: “Estoy envejeciendo”.

2. Para engalanarse y rejuvenecer, decidió viajar al mundo de los hombres.

3. Anduvo por caminos y sendas y todos la admiraban: hombres y mujeres la observaban como a una diosa venida de algún extraño paraíso.

4. Ella, inmutable y triste, se acercó a una catedral en construcción y vio a los albañiles cansados y hambrientos.

5. La Belleza les sonrió y ocho de ellos dejaron sus herramientas y la siguieron.

6. Caminando de aquí para allá, se encontró con dos guardias que la observaban embelesados desde sus torretas, ella pestañeó levemente y ellos bajaron y la siguieron.

7. En su travesía llegó a hasta una posta; vio dos jinetes y a sus caballos sedientos.

8. Tomó agua con un cántaro y les dio de beber. Los jinetes y sus caballos recobraron sus bríos y también la siguieron.

9. Cerca de una abadía, había dos monjes discutiendo sobre el bien y el mal; uno de ellos que miraba hacia el cielo suplicante de ideas nuevas, bajó la vista y observó frente a sí la sombra de la Belleza.

10. El monje más anciano le hizo una señal con la mano a su compañero y vieron a la Belleza.

11. Sus corazones se regocijaron, pues comprendieron que el mal no existe más allá de los pensamientos humanos.

12. Dejaron sus elucubraciones y se unieron a la cohorte que la seguía.

13. Recorriendo un angosto sendero de piedras y cardos, llegaron hasta el palacio del Rey, quien estaba de luto desde hacía más de dieciséis años.

14. La pequeña cohorte se acercó al palacio y el Rey desde su alcoba distinguió entre todos a la Belleza y creyó ver en ella a su amada.

15. Eufórico bajó las escalinatas y salió al gran patio del castillo para abrazarla.

16. La Belleza se sorprendió ante los abrazos efusivos del Rey y le dijo: “Oh, Su Majestad, no soy quien Vos creéis que soy.”

17. A la sazón, el Rey entristeció y maldijo su reino oscureciendo todo brillo y luz, mas no pudo opacar a la Belleza; desconcertado le preguntó: “¿Quién sois para no obedecer mi mandato y dejar de brillar?

18. La Belleza convocó a sus hermanas: la Justicia y la Verdad y ellas acudieron al instante.

19. Cuando el Rey vio a las tres reunidas, pensó que sus ojos ya estaban fallando, pues las tres eran iguales, cada una con los atributos de la otra.

20. Restregó sus ojos y evidenció que las tres eran una y se alegró por ello.

21. En ese instante, su reino volvió a brillar e iluminarse, pero los sesenta y cuatro mosaicos de su patio que eran de blanco mármol lustroso, se alternaron entre blancos y negros.

22. El Rey miró sin comprender qué estaba pasando, comenzó a sentir que su vida se transformaba y que amaba entrañablemente a esta dama tan exquisita, suave y elegante y que por ella sería capaz de dar su propia vida.

23. En ese momento, llegaron los monarcas de un país vecino con los que siempre había estado el Rey en guerra y se sorprendieron de ser bien recibidos por una dama incógnita que acompañaba al gran Rey de este país.

24. La comitiva de los monarcas del país vecino entraron también al majestuoso patio amurallado: ocho soldados, dos guardias, dos caballeros y dos sacerdotes.

25. El monarca del país vecino sacó de su alforja una declaración de guerra y se la extendió al Rey del gran y luminoso país.

26. La Belleza se interpuso entre los Reyes, tomó la declaración de guerra y trastocó las palabras convirtiéndolas en el acta de matrimonio entre ella y el gran Rey.

27. Y hubo fiesta, danzas y gran algarabía.

28. La Belleza juró fidelidad al gran Rey y el gran Rey juró entregarle todo su reino para que ella por él se pasease y distinguiese entre todos los mortales.

29. Y viendo todo esto Dios desde los cielos, convirtió a los presentes en el patio en finas estatuas de madera: dieciséis claras y dieciséis oscuras.

30. Dio movimientos a las estatuas, según su figura y prohibió a los albañiles y soldados retroceder, sin embargo les permitió ascender en sus puestos y llegar a ser guardias, caballeros o reinas, pero jamás podrán ser reyes.

31. A los guardias les dio movimientos verticales y horizontales para que custodien todo el perímetro, a los caballeros les procuró saltos para que jamás pierdan agilidad y a los religiosos les otorgó movimientos diagonales para que sus pensamientos nunca develen los grandes misterios celestiales o infernales.

32. A ambas Damas les permitió realizar todos los movimientos, menos el de los caballeros, pues las Reinas no pueden tener ni un atisbo de animalidad en su andar, en tanto a ambos Reyes, los hizo lentos y temerosos; tan temerosos, que tan sólo pueden moverse de a un paso a la vez.

33. Y Dios vio que todo esto era bueno y convocó a Mefistófeles para que evaluase qué tal le había salido esta nueva creación.

34. Mefistófeles vio las estatuas de madera, los mármoles blancos y negros y se alegró.

35. Entonces Mefistófeles preguntó a Dios: "¿Qué haremos con esta nueva creación?"

36. Y Dios dijo: “Jugar. Le llamaré a este eterno juego ‘Ajedrez’ y será un buen entretenimiento para los hombres.”

37. He aquí, que Mefistófeles agregó: “Y también para nosotros.”

38. Desde esos lejanos tiempos, Dios y Mefistófeles se entretienen en una y mil partidas de ajedrez al día pero de vez en cuando observan a la humanidad con un solo ojo, puesto que con el otro siguen jugando.

39. Y Dios bendice y Mefistófeles, bien, ya sabéis, deja que los hombres hagan lo que quieran porque de todos modos no saben lo que hacen… 



El plomo y la rosa


Por: Violeta Paula Cappella

Cuando ella lo besaba le daba a sus labios un tono a cerezas, a verbenas del campo y a miel. Él era feliz, la amaba y la abrazaba con ternura tiñendo sus brazos con aroma a roble, a lluvias de enero, a camalote y ciprés.

Él trabajaba de sol a sol, de luna a luna y desde el avión veía despuntar a Venus, allá lejos, como una estrella más, pero de un brillo tan especial que le hacía pensar en ella.

Ella trabajaba curando a los hijos de la tierra e iba de campo en campo echando las pestes de los trigales, los maizales y el ganado.

Él era temeroso de la Ley de Dios y la ley de los hombres; a ella con la Ley de Dios le era suficiente.

Un día de los tantos, al despertar juntos - él había llegado de las tierras del cardo, el tilo y el mistol – ella supo que él ya no la amaba. Ella vio en sus ojos el reflejo del fuego de otra mujer, sintió en su piel el ardor de los besos de labios carmesí y enredado en su lengua halló el olor penetrante y desagradable de una hembra en celo.

Ella se apartó sin decir nada y tomó una pequeña almohadilla perfumada con esencias a lavanda, lilas y fresias; puso allí una ramita de olivo, una pizca de sal de sus lágrimas, una espina de acacia y una flor aún fresca de mburucuyá; lo miró por última vez y colocó en su mano izquierda – la mano del corazón- su pequeña ofrenda de amor y dolor.

Él no entendió nada y escuchó que la puerta se cerraba con suavidad.

Aún entredormido, apretó la almohadilla y sintió aroma a corazón herido y comprendió que ya no la vería más. Desesperado, se levantó, trastabilló varias veces, se vistió y calzó como pudo y salió a la calle. Gritó su nombre y sólo escuchó su voz que se apagaba al ser absorbida por el pavimento, el cemento y la brea.

Ella oró ante la Cruz de Todos los Barcos Hundidos y caminó por la costa del río, entre el agua y la arena para no dejar huella de su canto a la penumbra en vida.

Un pescador la cruzó en su barca hasta la otra orilla y ella pagó su viaje con dos monedas doradas y un collar de flores de ortigas.

Ella se internó en las islas y encontró un riacho que murmuraba palabras de escuerzos, pirañas y aves de rapiña. A lo lejos, vio los ojos de un yacaré y sobre un sauce llorón graznó un cuervo azulado, entonces supo que a ellos dos, se entregaría.

Clausuró sus pestañas, hundió sus pies entre hojas de irupé y caña india y el riacho abrió sus fauces, rugiendo feroz como lo hace la cascada, la tormenta y la nao cuando encalla entre montículos casi sumergidos de árboles huecos y troncos corroídos por el barro del río.

En la ciudad, el cielo se vistió de plata y azufre y el cuervo graznó en las alturas de cada una de las cornisas de los edificios; él escuchó el grito, la palabra que se perdía y vio cómo la luz se apagaba en cada esquina de sus días.

Llegó jadeante a la Cruz de Todos los Barcos Hundidos y oró por ella; suplicó perdón por la infidelidad cometida al Cristo de los Tesoros del Río y un yacaré, de ojos color alga suave y musgo de las piedras que descansan pesadas y cansinas en los remansos y remolinos, abrió su boca, extendió su lengua y le entregó la alianza de oro que él alguna vez con sincero amor engarzó en el grácil dedo anular de ella.

Él se espantó, tomó la pequeña joya y en su mano, el brillo del oro se opacó, se hizo pesado y se convirtió en plomo. 

Él se arrodilló y lloró ante la Cruz de Todos los Barcos Hundidos y vio a lo lejos entre las nubes de sus lágrimas ascender desde el bosque de sauces de la isla, la luna teñida de sangre y a Venus que lentamente se extinguía.

Un enjambre de insectos devoró los trigales, los girasoles no elevaron sus rostros y los campos de lino se llenaron de bichos, gusanos y marañas de yuyos que de la nada nacían.

Sonó su celular y él atendió: la hembra en celo, la hija del desierto, la dueña de las cuevas de ácaros y salamandras de ardor y lenguas fuego.

Él lloró y la hembra le dijo que no sea cobarde y endeble, conjurando así su alma a las cadenas del ancla de aquel barco hundido que por las noches se arrastra en el fondo del río intentando subir en vano, pues el peso de todos los anillos de plomo que ruedan y ruedan de proa a popa, sin tintinear, lo desploman al fondo de nuevo, a orillas de las fosas y los abismos y entonces las alianzas en su rodar van repitiendo en lúgubre coro mortecino: “le has sido infiel, ahora eres mío”. 

La Furia de Dios - Reencuentro fatal



Por: Sandy Petersen

1 Y Dios dijo: “Cruzaré sus caminos para que vuelvan a encontrarse en el centro de la marea humana.” 

2 Y se encontraron en la marea de la web y conversaron por chat.

3 Después de unos tiempos se vieron cara a cara y Dios fue feliz.

4 Entonces Dios susurró a sus oídos: “Miraos a los ojos, contemplad vuestras sonrisas y escuchad el lenguaje de vuestros corazones.”

5 Y ellos se miraron, vieron sus imágenes reflejadas en las pupilas del otro, se sintieron satisfechos consigo mismos y se despidieron como siempre, como en el chat.

6 Y Dios desesperó, los azotó con tormentas y angustias, mas ellos siguieron firmes dentro de sus mutuos aislamientos.

7 Y Dios dijo nuevamente con voz de trueno: “Volveré a cruzar vuestros caminos porque está escrito en alabanzas del CD de Tango Feroz: ‘pero el amor es más fuerte’ y así será y esa es mi palabra.”

8 Y volvieron a verse, mas cada uno llevaba su celular y mientras conversaban escribían sms, whatsapp y consultaban páginas web. 

9 Y Dios enloqueció de furia y descargó un rayo destructor que aniquiló los celulares, más ellos llevaban en sus bolsillos, Ipad, Iphone, tablet y otras cosas por el estilo y no advirtieron las señales de Dios.

10 Finalmente, Dios tomó su cayado y le propinó golpes mortales a cada uno de ellos y ambos ya convertidos en espíritus ni se miraron a los ojos y siguieron chateando con celulares imaginarios desde el más allá…

miércoles, 11 de abril de 2018

El hartazgo del Rey



Un rey minúsculo y de carácter pusilánime, detestaba al Rey. Hablaba toda clase de pestilencias sobre el Señor del otro territorio y le deseaba la muerte.

El Rey era un buen hombre, pero como todo buen hombre, llega un momento en el que también se cansa.

Mandó llamar con sus guardias y mensajeros al rey del otro territorio para que se encontrasen el en límite entre los dos reinos.

El reyecito le respondió: “¡Venga Usted a mi Reino, yo soy REY!

Los consejeros reales le dijeron al Rey que no rebaje su estatura frente a semejante criatura acudiendo, haciéndole caso, que no era adversario digno.

El Rey, ya harto, miró a sus consejeros y les dijo: “¡Iré! ¡Preparen los caballos! ¡Y no iré en el carruaje! ¡Iré a caballo!”

Se puso su capa, se quitó la corona, ajustó su espada cabe el muslo, montó un alazán y partió solo con seis guardias.

El reyecito, que no sabía nada del arribo del Rey, se estaba acicalando las axilas y entrepiernas pues tenía ladillas, cuando sonaron las trompetas anunciando al Dignísimo mandatario del otro Reino.

El Rey se bajó de su corcel y con Él sus guardias. Apartó de un manotazo a los guardias del reyecito y gritó: “¡DÓNDE ESTÁ SEÑOR REY!”

El reyecito se asustó ante la voz de trueno y pidió que lo vistieran de inmediato. Se puso su corona y salió al encuentro de un Gran Mandatario.

Antes de que el reyecito emitiese palabra, el Rey dijo en voz clara, penetrante y grave: “AQUÍ ESTOY SU MAJESTAD, LE HARÉ UNA PREGUNTA: ¿ME ODIA?

El reyecito, esmirriado y decadente le contestó en un grito: ¡SÍ! TODO EL DÍA PIENSO MAL EN USTED, LE DESEO LA MUERTE.”

Entonces el Rey, un hombre sabio, mas fastidiado por esta situación tan indigna le contestó: “PUES BIEN, ME ALEGRA. ESO SIGNIFICA QUE SOY AMO Y SEÑOR DE SUS PENSAMIENTOS Y QUE DOMINO SU MENTE.”

El reyecito no le entendió y se confundió. Durante días, meses y años sus consejeros trataron de revelarle el misterio y él no quiso, hasta que un mañana se dio cuenta que estaba todo el día pensando en el Rey…

Violeta Paula Cappella