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domingo, 22 de abril de 2018

El plomo y la rosa


Por: Violeta Paula Cappella

Cuando ella lo besaba le daba a sus labios un tono a cerezas, a verbenas del campo y a miel. Él era feliz, la amaba y la abrazaba con ternura tiñendo sus brazos con aroma a roble, a lluvias de enero, a camalote y ciprés.

Él trabajaba de sol a sol, de luna a luna y desde el avión veía despuntar a Venus, allá lejos, como una estrella más, pero de un brillo tan especial que le hacía pensar en ella.

Ella trabajaba curando a los hijos de la tierra e iba de campo en campo echando las pestes de los trigales, los maizales y el ganado.

Él era temeroso de la Ley de Dios y la ley de los hombres; a ella con la Ley de Dios le era suficiente.

Un día de los tantos, al despertar juntos - él había llegado de las tierras del cardo, el tilo y el mistol – ella supo que él ya no la amaba. Ella vio en sus ojos el reflejo del fuego de otra mujer, sintió en su piel el ardor de los besos de labios carmesí y enredado en su lengua halló el olor penetrante y desagradable de una hembra en celo.

Ella se apartó sin decir nada y tomó una pequeña almohadilla perfumada con esencias a lavanda, lilas y fresias; puso allí una ramita de olivo, una pizca de sal de sus lágrimas, una espina de acacia y una flor aún fresca de mburucuyá; lo miró por última vez y colocó en su mano izquierda – la mano del corazón- su pequeña ofrenda de amor y dolor.

Él no entendió nada y escuchó que la puerta se cerraba con suavidad.

Aún entredormido, apretó la almohadilla y sintió aroma a corazón herido y comprendió que ya no la vería más. Desesperado, se levantó, trastabilló varias veces, se vistió y calzó como pudo y salió a la calle. Gritó su nombre y sólo escuchó su voz que se apagaba al ser absorbida por el pavimento, el cemento y la brea.

Ella oró ante la Cruz de Todos los Barcos Hundidos y caminó por la costa del río, entre el agua y la arena para no dejar huella de su canto a la penumbra en vida.

Un pescador la cruzó en su barca hasta la otra orilla y ella pagó su viaje con dos monedas doradas y un collar de flores de ortigas.

Ella se internó en las islas y encontró un riacho que murmuraba palabras de escuerzos, pirañas y aves de rapiña. A lo lejos, vio los ojos de un yacaré y sobre un sauce llorón graznó un cuervo azulado, entonces supo que a ellos dos, se entregaría.

Clausuró sus pestañas, hundió sus pies entre hojas de irupé y caña india y el riacho abrió sus fauces, rugiendo feroz como lo hace la cascada, la tormenta y la nao cuando encalla entre montículos casi sumergidos de árboles huecos y troncos corroídos por el barro del río.

En la ciudad, el cielo se vistió de plata y azufre y el cuervo graznó en las alturas de cada una de las cornisas de los edificios; él escuchó el grito, la palabra que se perdía y vio cómo la luz se apagaba en cada esquina de sus días.

Llegó jadeante a la Cruz de Todos los Barcos Hundidos y oró por ella; suplicó perdón por la infidelidad cometida al Cristo de los Tesoros del Río y un yacaré, de ojos color alga suave y musgo de las piedras que descansan pesadas y cansinas en los remansos y remolinos, abrió su boca, extendió su lengua y le entregó la alianza de oro que él alguna vez con sincero amor engarzó en el grácil dedo anular de ella.

Él se espantó, tomó la pequeña joya y en su mano, el brillo del oro se opacó, se hizo pesado y se convirtió en plomo. 

Él se arrodilló y lloró ante la Cruz de Todos los Barcos Hundidos y vio a lo lejos entre las nubes de sus lágrimas ascender desde el bosque de sauces de la isla, la luna teñida de sangre y a Venus que lentamente se extinguía.

Un enjambre de insectos devoró los trigales, los girasoles no elevaron sus rostros y los campos de lino se llenaron de bichos, gusanos y marañas de yuyos que de la nada nacían.

Sonó su celular y él atendió: la hembra en celo, la hija del desierto, la dueña de las cuevas de ácaros y salamandras de ardor y lenguas fuego.

Él lloró y la hembra le dijo que no sea cobarde y endeble, conjurando así su alma a las cadenas del ancla de aquel barco hundido que por las noches se arrastra en el fondo del río intentando subir en vano, pues el peso de todos los anillos de plomo que ruedan y ruedan de proa a popa, sin tintinear, lo desploman al fondo de nuevo, a orillas de las fosas y los abismos y entonces las alianzas en su rodar van repitiendo en lúgubre coro mortecino: “le has sido infiel, ahora eres mío”. 

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