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sábado, 5 de diciembre de 2020

La confesión

 


Por Violeta Paula Cappella


-          Padre, no he pecado.

-          ¿Perdón?

-          Que no he pecado, digo.

-          En hora buena, hija. Y entonces, ¿para qué has venido?

-          Bueno, he venido, justamente porque no sé, me he olvidado de pecar.

-          ¿Te has olvidado de pecar? Pero, ¿cómo es eso?

-          Pues fíjese, que he estado tan ocupada con el asunto de mis abuelitos y mi madre y el tema de mi suegra, que no he pecado, me la he pasado ayudando a todos durante meses y llegaba tan cansada a casa que nada, nada de nada. ¿Me entiende?

-          Sí, claro que le entiendo.

-          Bien, el tema es que ahora, después de tantos meses, me he acordado de que el pobre de mi marido se ha aguantado todo este tiempo y… Ese es el problema, que no sé si se ha aguantado todo este tiempo.

-          ¿Su marido le ha ayudado con los enfermos de la familia?

-          Sí, claro, se ha quedado en el sanatorio muchas noches cuidando de su madre, incluso se murió ella en presencia de él.

-          Perfecto, entonces, ¿cuál es el problema?

-          Es que… Padre, dígame la verdad, con la mano en el corazón, por favor: Mi marido, ¿ha venido a confesarse?

-          Sí, por supuesto, como buen cristiano que es.

-          Entonces, mi marido ha pecado.

-          Su marido ha pecado tanto como usted, por eso vino a confesarse y se fue con un humor de mil demonios porque usted no se había confesado. Y no vengan más, ni usted ni su marido, con estos dramas de abstenciones que no son nada divertidos.

-         

viernes, 20 de noviembre de 2020

Indigestión literal

 Por Alice Amanda de Cappella

"Pedí que se publicase tal y como lo escribí hace muchos años: con la máquina de escribir. Solo me encontré con una vieja fotocopia maltrecha, pero es suficiente como para que la obra pueda ser leída y disfrutada por todos aquellos que se sientan identificados en algún punto, por haber trabajado en una oficina y haber tenido que decir a desgano 'Sí, Señor'. Espero, queridos lectores, vuestros comentarios." Alice




viernes, 30 de octubre de 2020

Una noche de cuentos

 


Por Alice Amanda de Cappella

El martes 31 de mayo próximo pasado, siendo aproximadamente las 20:30 horas, concurrieron a local de calle Corrientes al 400 de esta ciudad, un grupo compuesto por unas 15 personas.

Las mismas habían sido citadas con antelación por la Sacerdotisa maría Luisa, con quien se reunieron en el más alejado salón del edificio.

Allí se produjo una experiencia milenaria y milagrosa.

Todas las personas que allí estaban, habían previamente volcado en papeles la imaginación de sus mentes.

Los escritos fueron entregados semanalmente a la Sacerdotisa “siempre los días martes”. Ella los encarpetaba y luego en la torreta de su castillo, corregía errores.

Cuando llegó el día martes 31 (el 13 al revés), María Luisa abrió su carpeta y deshojándola, comenzó a hacer sonoros aquellos hipnóticos relatos, productos de la imaginación de las mentes.

Primero fue el embrujo de las palabras ignotas, algunas de las cuales eran conocidas solo por ella, sin embargo entregó la fórmula para entender lo que iba leyendo.

Siguió con la de los neófitos: “La odisea de intentar subrayar con la palabra”.  Y fue mágico.

Comenzó con “El pequeño Cachito y su inocencia”, siguió con “Marilyn y su venganza”, luego interpretó a la niña que festejaba sus tres añitos de modo inusual, prosiguió con “El amor de Bochi a su nieto”, dejó abatidos de tristeza a los escucha-cuentos con el “Desempleado empleado”, “El baile en la corte de Francia” hacía suspirar a más de uno. Con “Los pájaros”, algunos se sintieron cómplices del asesinato del sordomudo. También llegó el drama del valiente joven que siguió la voz que provenía de la gruta. Terminó con una ironía por las pasadas elecciones y “La gracia de Nelly” en su onírico relato.

Todo se vivió bajo el influjo de la voz de maría Luisa que moduló, interpretó y comentó aquellos cuentos.

Fue un martes especial, o tal vez “el especial de los martes”, con la magista “Marilú”, ocupando el sitial, en esa conjunción de mesas que intenta ser una sola y grande.

Brindo por el hechizo de esa noche y lo hago con estos versos, cuyo autor es desconocido:


Llena tu copa vacía

Vacía tu copa llena

Nunca la dejes vacía

Y jamás la dejes llena.


Que así sea.

miércoles, 28 de octubre de 2020

La noche y la luna


Por Violeta Paula Cappella de Fox Talbot

Las noches de invierno suelen ser claras, transparentes y llenas de luna; me gustan mucho porque duermo entre perfumadas sábanas y almohadillados cubrecamas, con los gatos y la perrita. Esta es una de esas noches invernales de mucha luna llena que se cuela por el ventanal y viene a acostarse conmigo. El problema es que ilumina todo el dormitorio y no nos deja dormir, hasta podría leer perfectamente un libro a la luz de la luna. Entonces, bajo un poco la persiana y ella se cuela por las hendijas y distribuye su luz en rayitos por toda la habitación, es como si hubiese miles de farolitos diminutos brillando por todas partes.

¿Qué hacemos con la luna que se ha acostado con nosotros? Mis gatos se van a dormir a los sillones del living porque les gusta la oscuridad completa, así, cierran los ojitos y pueden dormir. Mi perra se fue a dormir al lado de la biblioteca, allí no hay luz de luna. ¿Y yo, qué hago? Doy vueltas, me enrollo en las sábanas, me acuesto al revés y la luna, redonda y luminosa está feliz de meterse entre mis frazadas.

Me levanto, miro a lo lejos el río y descubro que la luna está sobre el agua meciéndose, espejándose y mirándose tan dichosa que ni siquiera se ha dado cuenta que cuando un pez salta, ella se convierte en millones estrellitas en el reflejo que se quiebra, se ondula y se vuelve a unir. La luna se acuna en el río, le canta una canción al dorado y otra al pacú y envuelve en su luz junto a la fogata, a aquel hombre solitario que vive en la isla desde hace muchos años y cura a los animales salvajes que van a su choza cuando no se sienten bien. Y ahí está la luna en la isla, iluminando a un pobre yacaré que está tomando un té de hierbas que le preparó el hombre para que no le duela más la panza.

Saludo entonces a la luna. - Hola luna, a mí me gustaría dormir, ahora no necesito de tu luz. Gracias.- Y la luna se da vuelta y le da luz a la isla, al río y al hombre, que ha recibido la visita de un pequeño pecarí que se ha resfriado, tiene tos y no quiere dormir.


miércoles, 21 de octubre de 2020

La paradoja del hodierno

 


Por Alice Amanda de Cappella

Cuando llegué al geriátrico, él estaba sentado en un banco del jardín. Era un viejecito menudo, de aspecto agradable; escondía su cabeza bajo un sombrero de fieltro y sus ojos tras gruesos anteojos. Tenía sobre sus piernas un libro abierto

Me acerqué a mi abuela. Apenas me reconoció, comenzó a comentarle a todos los que estaban cerca, que yo era su nieta, por lo que daba toda clase de pormenores sobre mi existencia.

Le di un beso y puse en sus manos, algunas cosas que le mandaba mi madre. Comenzamos a conversar sobre trivialidades familiares. Mi abuela era sorda y se negaba a usar el audífono que tanto dinero nos había costado, así que las charlas con ella eran para todo público.

Cuando me estaba retirando, el viejecito me retuvo preguntándome: “¿Su abuela es de origen germánico?” – y agregó inmediatamente – “¡Qué bonita mujer debe haber sido en su juventud!”

Al poco tiempo, volví  al geriátrico, y al pasar frente al anciano, me quedé a conversar con él, ya que mi abuela dormía y él nunca tenía visitas. Le pregunté su nombre y me dijo “Hans –Dieter, pero todos me conocen por Don Hodi”.

“¿Don Hodi? ¿Podría saber el motivo del apodo?” – le pregunté buscando un motivo para continuar la conversación.

Después de suspirar, me dijo: “Si usted tiene tiempo, señorita, le cuento”. Ante mi afirmación, y tratando de aclarar su voz, comenzó: “Soy un hombre enamorado del idioma español, tan rico, tan expresivo, tan completo, por eso, la profesión que ejercí hasta el día de mi jubilación, fue Profesor de Castellano.  Yo quería que mis alumnos supieran expresarse con al mayor cantidad de palabras posibles y para aumentar el léxico, nada mejor que acostumbrarlos al uso del diccionario. Un día, el dueño de la pensión donde vivía, me regaló un diccionario que había sido de su padre. Estaba impecable, muy bien cuidado y, por lo tanto, no muy usado. Al hojearlo, un círculo en lápiz me llamó la atención: estaba al lado de la palabra “hodierno”, hasta entonces desconocida por mí.

Le pregunté por el significado de la palabra y me dijo: “Tiene dos acepciones. Una, el pan recién horneado, y otra, aquello que está de moda. Paradójicamente, es una palabra que había quedado en el pasado. Quise hacerla brillar. Me pareció hermosa y útil y deseaba desempolvarla, reflotarla, pero no pude. Los alumnos, ante mi insistencia, la incorporaban en alguna oración, porque sabían que era el modo de aumentar sus calificaciones.  Año tras año, yo les mostraba a los cambiantes alumnos el viejo diccionario para que vieran por sí mismos que tal palabra no era un invento mío, ya que en los diccionarios comunes, no figuraba. Un día, me enteré de que en la escuela me decían el viejo Hodi. Hodi, como apócope de “hodierno”. Como usted se dará cuenta, señorita, así empezó todo”.

Se quedó en silencio un instante, me pidió permiso y también que lo espere. Volvió sosteniendo un tomo no muy grande y sí muy deteriorado. Lo abrió, me señaló un espacio vacío y me dijo: “”Aquí estaba escrito hodierno. No sé si de tanto mirar la palabra se gastó y se borró. En realidad no lo sé.” Se quedó pensativo mirando el diccionario.

Alzheimer, diagnostiqué mentalmente, pobre hombre.

Lo consolé, o traté de hacerlo, por la pérdida de la palabra y fui a ver a mi abuela que por suerte ya estaba despierta.  El viejito me miró con recelo.

Ya de noche, al llegar a casa, saqué el diccionario de la repisa, busqué la mentada palabra y no figuraba. Bien, a otra cosa. El viejito debe estar ido y los alumnos, con esa maldad que los caracteriza, le debieron decir “Don Ido” y no “Don Hodi”.  

Junto al diario de los martes, comenzó a aparecer una tirada de fascículos coleccionables de una conocida editorial.

Después de varios meses, comenzaron a aparecer los fascículos que correspondían a “hod-“. Busqué inmediatamente el término “hodierno” y allí estaba. Mi corazón latió con alegría y asombro. Guardé el fascículo en mi cartera, por si acaso, también una lupa, pues Don Hodi tenía una grave miopía, y me dirigí al geriátrico.

No pregunté por mi abuela, me dirigí a ver al viejito. Me recibió fríamente, pero cuando le comenté de mi descubrimiento, pareció interesarse y después de una pausa, dijo: “Bueno, puede ser que ahora sea el momento de su renacimiento”.

Me agradeció, no quiso aceptar el fascículo como regalo y disculpándose porque no se sentía bien, se fue a su dormitorio.

Mi abuela estaba molesta conmigo y me reprochó a viva voz para que él también oyera, que yo era su nieta y que no tenía que conversar con extraños.

La última vez que fui al geriátrico, una de las enfermeras me dio un paquete y me dijo que era para mí y que Don Hodi, antes de internarse en el sanatorio, le había solicitado que me lo diera. Se lo agradecí mucho, lo escondí para que mi abuela no lo viera y comenzasen sus reproches y fui a verla y a conversar cuestiones familiares.

Al salir, la misma enfermera me llamó y me comunicó en susrros que Don Hodi acababa de fallecer.

Mi corazón se estremeció de dolor.

Cuando llegué a Plaza Pringles, desaté el paquete y dentro de una caja estaba el viejo diccionario. Lo abrí. Automáticamente se abría solo en la misma página y donde aquel día hubo un espacio en blanco, ahora decía, “Hodierno: pan fresco del día. Aquello que está de moda”.

 

 

 

martes, 20 de octubre de 2020

La pluma de la paloma

 


Por Violeta Paula Cappella

La semana pasada desperté porque uno de mis gatos me acariciaba la nariz con sus uñitas y me hizo estornudar.

Al lado de mi almohada había una pluma de palomita de monte; la tomé entre dos dedos y mi michi me maulló complacido. En ese momento, me di cuenta que se trataba de un regalo gatuno y se lo agradecí. Coloqué la plumita bajo la almohada, pero eso no le gustó a mi gatito, así que él mismo la sacó. La pluma se le enganchó en una uña y sacudió su manito para desengancharla. Soplé la pluma y voló por el aire haciendo unas piruetas y fue a caer sobre la cabeza de la perrita, quien se sorprendió, se sacudió, la pluma voló un poquito y al final cayó al suelo, la perrita la vio, se la comió y se relamió gustosa.

El gato se enojó, miró a la perra con bronca, le dijo algunas cosas con muchos miau-miau y se fue refunfuñando hacia el living. La perrita me miró, suspiró como diciendo “no sé por qué tanto enojo, si estaba tan deliciosa”, cerró un ojo, después el otro y nuevamente se puso a dormir.

Una pluma no va llenar la panza de una perrita, pero para ella debe haber sido como comer un rico confite. Me parece que los perros son raros en sus gustos, a mí jamás se me ocurriría comer una pluma!

 

miércoles, 7 de octubre de 2020

La salamanquesa

 


Por Violeta Paula Cappella de Fox Talbot

Se acercó despacio al balcón, me miró de reojo, caminó unos pasos, aceleró de repente su andar y se escondió tras una maceta con forma de tinaja. La salamanquesa estaba buscando su almuerzo entre las hojas, plantas y tallos. Después de unos minutos trepó una maceta vieja de cemento y se metió dentro de un gran caracol de mar. Se quedó allí un ratito y salió rapidísimo hacia un cantero de plástico color maceta de barro; allí se escondió entre unas plantas llamadas “cintas argentinas”.

No la volví a ver hasta el anochecer, cuando seguramente debía salir a cenar. Trepó un macetón muy antiguo y se mimetizó con las “lenguas de suegra”, una planta de hojas duras, tiesas y largas que tienen colores amarillos y verdes. Entre las hojas, le perdí el rastro. Al rato, la vuelvo a ver caminando por la pared sin ningún temor a las alturas.

La salamanquesa se fue muy apresurada a la terraza a comer bichitos que revolotean cerca de las farolas.

Salí al balcón y frente a mis pies, pasó una más, muy rápido, se trepó por la baranda y tomó el mismo arriesgado camino por la pared del edificio. Pensé que deberían ser amigas y que por eso, habían elegido el mismo balcón para quedarse durante el día y que, por ser buenas amigas, compartirían la miríada de bichitos que se acercan a las luces; para ellas, esos bichos deben ser un gran manjar.

Me comentó un amigo, que las salamanquesas también comen mosquitos, que son tan molestos para nosotros. Así que les dejé ese balcón para ellas, las lagartijas y los geckos, de modo tal que si quieren dormir de día allí, lo puedan hacer tranquilas porque nadie los va a molestar, después de todo, serán muy pequeñitos, pero valientes a la hora de cazar mosquitos picadores.



 

 

El pollito que se escapó


Por Sven Fox Talbot

Los pollitos bebés tienen que quedarse con su mamá gallina porque si se pierden, puede venir una persona mala y robarlos.

Una vez, pasó que un pollito que era todo amarillo con las patitas de color naranja, se fue a pasear y se perdió.

A la noche, cuando todo estaba muy oscuro, se escondió en un agujerito que había en el pasto y se quedó allí hasta el otro día. Cuando salió el sol, también salió el pollito y comenzó a correr buscando a su mamá gallina. El pollito empezó a piar llamando a todas las gallinas y al gallo del gallinero. 

Un chico lo escuchó y creyó que era un pajarito que se había caído de un nido, pero cuando se acercó, vio que era un pollito, entonces pensó que si le daba mucho de comer, el pollito iba a crecer y cuando estuviese grande y fuese una gallina, la desplumaría toda y la pondría en una olla para hacer guiso de gallina. 

Cuando el chico tenía al pollito en la mano, apareció la mamá gallina que había salido del gallinero para ir a buscar a su hijito perdido. El chico se asustó porque la gallina era grande y batía las alas con fuerza para atacar al chico. Y así fue, que el chico dejó al pollito sobre el pasto y se fue corriendo; se encontraron la gallina y su pollito y volvieron al gallinero, de donde nunca más se volvió a escapar.

Cuando el pollito creció y se hizo una gran gallina, aprendió la lección, se la enseñó a sus pollitos, diciéndoles que no se escapen y anden por cualquier lugar y cuidó mucho de sus pollitos, por sobre todo ahora que estamos en cuarentena y que no hay que salir.

Los animales son nuestros amigos y tenemos que cuidarlos y no hay que andar comiendo comidas de animales porque para comer esas cosas como jamón, patas de pollo y hamburguesas, hay que matarlos. 

#YoNoMeComoAMisAmigos



Tocar el cielo


Por Alice Amanda de Cappella


Allí estaba, sentada sobre una piedra. Mi agotamiento había llegado al límite, mis piernas temblaban, el corazón me latía enloquecido y desbordado. En ese momento pensé que ya no podría llegar a la cumbre. 

A mi lado estaba Nidia, quien con sus 66 años, ni siquiera se había despeinado; atenta y amable como siempre, esperaba que yo descansara.

Ese día de abril, había salido muy temprano, junto a mis compañeras, con la intención de subir al cerro. Cada una de nosotros tenía sus expectativas. Algunas subieron naturalmente, sin prisa y con pocas pausas; hubo quien quiso ser la primera en llegar y equivocó el camino, teniendo que esperar para orientarse y luego, desandar los pasos. Hubo también quienes tenían energías para hacer alguna asana de yoga en los descansos programados.

Yo miraba el paisaje, cambiante y misterioso en cada rodeo del cerro. Mi respiración se hacía más dificultosa y mis paradas eran cada vez más frecuentes. "Bueno, hasta aquí llegué", me repetí y no pude más. Miré hacia arriba y me dije: "No puedo hacerlo, no puedo más..."

Desde el lugar donde me había sentado, sentía lejanas risas y vítores de quienes había logrado la cima.

Saqué la cámara de mi mochila y le pedí a Nidia que tomara una foto a mi cansancio y que luego, siguiera subiendo sola. Me fotografió y se quedó allí conmigo. Me latían las sienes y la nuca. ¿Por qué había puesto tantas cosas en mi mochila? ¡Tantos por si acaso!

"Soy rosarina", me decía, "de esa ciudad llana que lo más alto que tiene son sus edificios, la montañita del Parque Independencia y las escalinatas del Parque España". A su vez, me contestaba: "Tus compañeras, también son rosarinas..."

Ensimismada en ese monólogo, no vi bajar a Ana Delia, encargada de guiar al grupo. Se la veía cansada pero feliz. Con una sonrisa, nos dijo: ""Suban, no pueden abandonar aquí, faltan muy pocos metros."

Nidia empezó a subir sin demora.

Yo dije, que no podía dar un paso más.

Ana Delia me miró y simplemente respondió: "Alice, somos doce mujeres, once ya llegaron, solo faltás vos."

Dejé la mochila, la cámara, todo lo que pudiera molestarme y sin pensarlo, y rasguñando las piedras, como dice en su canción Charly garcía, ascendí arrastrándome en esos últimos tramos y llegué.

Fui recibida con ovaciones de alegría por parte de quienes estaban esperándome. Agradecí con besos, abrazos y lágrimas.

Al levantar la mirada, vi un resplandeciente sol, rodeado de un infinito cielo azul.

Ya nada obstruía mi visión, estaba tocando el cielo.

En la cima del Uritorco, una cruz indicaba el punto más alto. 

Agradecí íntimamente a Dios, al espíritu de la montaña y a las almas de los comechingones. 

Llené mis pulmones de aire puro y al exhalar, me di cuenta de que por fin se había callado esa voz que decía "no puedo más".

Nuevas energías nacidas del fondo de mi ser, se habían instalado, había encontrado mi esencia, mi había hallado a mí misma.




jueves, 24 de septiembre de 2020

Revelación en Navidad

Por Alice Amanda de Cappella

Es una noche estival de viento tibio, en la que las hojas del muérdago tiemblan ligeramente llenando el aire de un crepitar de ramas verdes y hojas caducas. Escucho asombrada, el aleteo de un gran pájaro. 

Me apoyo sobre el marco de la ventana abierta, tratando de divisar el ave que se mueve en la oscuridad. 

La luna solo muestra su mitad en el cielo estrellado.

Las ramas del muérdago vuelven a estremecerse; un escalofrío recorre mi cuerpo.

De pronto, el viento cesa, una pequeña nube cubre parcialmente la luna segmentada. 

Como nunca antes, me siento parte del misterio navideño que me rodea. Una música lejana, celestial y calma me arrulla y adormece. 

Me acuesto, las sábanas están frescas y perfumadas, cierro los ojos y me duermo al instante. 

Entro en un sueño donde hay ángeles de brillantes colores que iluminan las ramas del muérdago. Luego, los ángeles entran repentinamente dentro de mi habitación y se ríen suavemente al verse multiplicados en los espejos.

Me despierto con una sensación de paz infinita. Hay aroma a incienso y mirra que impregnan mi alcoba. Me acerco lentamente a la ventana y entre las hojas espinosas del muérdago hay enredada una pequeña pluma dorada. 



viernes, 18 de septiembre de 2020

El hijo de Edipo


Por Alice A. de Cappella

Norma se miró al espejo satisfecha. ¿Vale la pena? Oh, sí, vale la pena. Norma se siente prefecta; no se va a dejar vencer por sus 65 años y siente que tiene los años que demuestra. Hubo días en los que quiso dejar todo, abandonar toda actividad, incluso aquellas que eran constructivas y caritativas. Hoy, sin embargo, se siente espléndida, considera que ha sido premiada. 

Lifting, shiatsu, alimentación racional, cursos de expresión corporal, ondas rusas, terapia de ozono, ácido hialurónico, yoga, musicoterapia y armonización psicofísica, todas tareas que hacen de la edad un tema lejano, ella no se dejó estar y a esto le sumó la maravillosa Teresita Ludman, psicóloga transpersonal. Los mensajes de Andrés, el profesor de pintura de mandalas con CDs viejos también contribuyeron a elevar el espíritu. 

La sonrisa, blanca inmaculada, se la debe a Damián, el dentista; en realidad no se los debe porque pagó hasta el último centavo. La tarjeta de crédito temblaba cada vez que iba al dentista.

Irma, la podóloga hizo esculturas maravillosas de sus pies, las sandalias son un placer, el andar es sobre nubes; no hay durezas, ni uñas que molesten, todo es suavidad. 

Hay que salir y mostrarse. El cumpoleaños es una buena excusa para ser admirada por las amigas. Matilde se va a caer de espaldas cuando vea el nuevo tono del cabello porque ella, tan pesimista, siempre decía "¿Y todavía tenés ganas de festejar?".

Oops, cómo la mira ese señor que está allá; jamás habría pensado que podría llegar a seducir a esta edad y hay que ver que no tiene más de... ¿40 años? Nervios, se siente nerviosa as más no poder. ¡No le saca los ojos de encima! 

El joven de 40 y algo se acerca y le dice: "Perdone, señora, mi gran atrevimiento, está Usted tan elegantemente vestida, tan pulcra y distinguida, tan bonita..." Ella se exalta y le responde: "Bueno, joven, no me mire así, hay mujeres mucho más bonitas que yo y de su edad; no entiendo qué pretende Usted de mí..."

Él con cierta tristeza en el rostro que no puede ocultar, dice finalmente: "Es que... perdone, mil disculpas, pero sabe qué, Usted se parece tanto a mi madre y ella, en fin, ella falleció hace unas semanas, perdone usted señora..." Y el apuesto joven de 40 y algo, comenzó a llorar. 

viernes, 11 de septiembre de 2020

Volver a la escuela


Por Alice Amanda de Cappella

Cuando voy a votar, me toca hacerlo en una escuela, como a la mayoría de los ciudadanos; llevo siempre mi DNI con la vaga sensación de tener que volver a rendir alguna materia; quizás  se deba a que en el secundario, no fui una excelente alumna, la mitad de las materias no me gustaban: yo quería ser poetiza. Mi costumbre anual en esos tiempos de estudios medios, era llevarme a diciembre alguna materia contable que muy lejos estaban de mis sueños y andares por las praderas de mis versos.

La última vez que fui a votar, volví a tener esa sensación de examen escolar. Cuando comencé a ver los resultados por televisión, sentía que el viejo bolillero de madera estaba allí para decirme mi destino de ciudadana argentina. Al final del día electoral, aprobé con éxito mis materias nacionales y provinciales y me sentí orgullosa de mí misma. 

En realidad, no sé qué materia rendí ¿Instrucción cívica? ¿Formación ciudadana? ¿Educación democrática? 

Me encanta la nota que obtuve en mi examen electoral. Espero seguir rindiendo bien en las próximas elecciones dentro de algunos años. 

Libélulas

 


Por Violeta Paula Cappella de Fox Talbot

Todos los años, en septiembre, nacen miles de libélulas en Plaza Pringles. Desconozco dónde ponen ellas sus huevecitos, pero seguramente lo hacen en la fuente, donde está en el centro esa dama de mármol sentada en una pose rara.

Leí hace algunos años, que las libélulas aparecieron en el mundo antes que los dinosaurios y que eran mucho más grandes que ahora, incluso, más grandes que una paloma. Los fósiles que se encontraron, estaban adheridos a la piedra, como tallados en ella y mostraban un insecto tan parecido a la libélula actual que los científicos no podían creer lo que habían encontrado.

Las de Plaza Pringles son muy pequeñitas, de alas transparentes que brillan al sol. Generalmente nacen a media tarde; en realidad salen de sus pupas, porque antes de tener alas, tuvieron la forma de un gusanito; entonces, se trepan a los árboles y se quedan allí hasta que el cuerpo de gusanito se seca por fuera, lo rompen con sus nuevas patitas y ganchitos que tienen en la boca y aparecen las libélulas con alas y empiezan a volar.

Cuando salen del cuerpo anterior, lo hacen casi siempre todas juntas y comienzan a volar hacia lo alto del cielo; la brisa las lleva lejos, quizás a otras ciudades o provincias; a ellas les encanta viajar a donde haya pastos altos, bosques y lagunas donde puedan comer mosquitos, moscas, tábanos y pequeños insectos molestos que pican y hacen daño.

Un día vi a una libélula cansada que estaba en el cordón de la vereda, me di cuenta de que estaba sedienta y que necesitaba estar a la sombra. Una señora que iba a hacer las compras me vio con la libélula sobre la mano y le dio un poquito de agua de su botella.

Llegué a Plaza Pringles y la coloqué con mucho cuidado entre las hojas de las plantas a la sombra de un anciano árbol de grandes hojas y copa frondosa. Me sentí feliz de verla aliviada y descansando; sé me agradeció en su idioma de zumbido bajito porque cuando me fui, la saludé y ella movió sus alas para responder.

jueves, 10 de septiembre de 2020

La flor del malvón



 Por Violeta Paula Cappella

Salimos con mi gata a regar las plantas del balcón.

- ¡Mirá, michisita, el malvón ha dado flor! Es tan bonita, mirá, es roja y está hecha con pétalos con forma de corazón. Creo que esta planta nos recuerda que entre lo salvaje y lo humano debe haber un balance, un sentido de amor entre los dos.

Mi gatita huele el agreste aroma de las hojas con la fineza que solo los gatos saben oler; ella sabe de naturaleza y de ciudad, sabe que en todas partes está la naturaleza presente por más que muchos seres humanos hayan querido domesticarla y convertirla en montañas de cemento, hierro y vidrios, pastizales de mosaicos, bosques de asfalto y brea y mares de plásticos inútiles y descoloridos.

Mi gatita huele ahora las flores y un pétalo se pega en su hociquito; sorprendida, arquea las cejas, estornuda y el pétalo rojo vuela hacia la maceta, se acerca, lo tantea despacito con su manito peluda y lo deja allí; ya ha perdido el interés por la flor y la planta y observa inquieta una paloma que está posada sobre la baranda del balcón.

Sigo regando las plantas y un pequeño gecko se escabulle y esconde tras un macetón. Sé que a estos diminutos cocodrilos no les gusta el agua y tienen razón, no es agua de un manantial, es solo agua de la canilla a la que yo no le siento ningún olor, pero el gecko, pequeño salvaje trepador, debe saber que el agua mineral es mejor.

El viento

 


Por Violeta Paula Cappella

El viento es fuerte hoy.

Se cuela por las hendijas y silva como en un castillo medieval.

Cierro bien las persianas para que se deje de cantar como lo hacen los fantasmas en las películas del cine. Ya no lo escucho más.


Afuera, se ve el viento pasar entre las plantas del balcón, las azota sin piedad por un instante y luego para; se ve que está juntando aire en las nubes (que son sus pulmones) y dentro de un ratito, lo va a soltar otra vez más.


Mi gato mira por la ventana y en sus ojos de esmeraldas se ve todo el paisaje de esta parte de la ciudad.

 

El sol se está yendo y tengo dentro del living un reflejo que viene y va, un destello que no se cansa de danzar con el viento: es un rayo de sol que ha caído sobre un gracioso móvil hecho con espejitos viejos.


Mi gato sigue el movimiento del reflejo redondo y desea cazarlo cual presa de gran valor y entre sus deditos, pasa el rayo de sol fugaz, ligero, liviano y escurridizo y él insiste en quererlo atrapar.


El viento voltea objetos en los balcones y terrazas; se escuchan ruidos latosos y secos y después, algo que rueda y da contra una pared.


Solo mi cactus es firme contra el viento. Se mantiene enhiesto y duro, nada en él se mueve; quizás goce este momento sabiendo que es más el fuerte de todas las plantas y que un viento cualquiera no lo va a torcer.

jueves, 27 de agosto de 2020

De manos caídas


Por Alice de Cappella

“Miro la hora en el costado de la pantalla del televisor, verifico si coincide con lo que vos indicás. ¡Qué bien! Ahora estás marchando perfectamente. Fue el abuelo Anthony quien te trajo a casa, era mi cumpleaños; meses después, falleció. Cuando volvimos del velatorio, habías dejado de funcionar, estabas con tus dos manecillas juntas en el número seis. ¡Tantas veces te hemos dado cuerda, pero vos insistías en quedarte marcando el seis; y sí, esa fue la hora en la que falleció el abuelo. A veces, pienso que es él, quien quiere ser recordado y no permite que funciones. Claro, que esto no se lo puedo comentar a Stephen porque diría que estoy alucinando, como siempre”.

Por eso, Stephen de vez en cuando me mira pensativo y desearía contarme lo que yo quiero contarle a él. Pero Stephen sabía algo: su madre había estado hurgando dentro de la precisa maquinaria del reloj. Conviene no hablar del asunto. Más bien, hay que olvidar lo ocurrido y reconocer que si hay alguien en el mundo que haría cualquier cosa con tal de tener razón, esa es su madre.

Es difícil de creer, que haya sucesos inexplicables con los relojes, por eso, lo del viernes por la tarde, es un hecho más que deja las mentes asustadas.

“Cuando me levanté de la siesta al escuchar el timbre, vos estabas allí, con tu ropa de cama y el enorme tapado marrón, ay, abuelo, cuánto te extrañaba…” Estabas tan enojado, pero yo no deseaba molestarte, es que solo quería que el reloj que me regalaste volviese a funcionar bien. Te agradezco que lo hayas tomado con cariño entre tus manos y que me hayas dicho que no todo desde el más allá se puede arreglar, pero que el reloj, sí”.

Ahí está el reloj contra la pared y funciona; no conviene contar estas cosas y menos a gente incrédula, además, soñar no cuesta nada y soñar que un reloj fue reparado por alguien que vino desde el cielo, es aún un sueño más grato.

“Prometo no volver a molestarte, prometo no convocarte más, si el reloj se descompone, lo voy a llevar del viejo relojero de calle Mitre, Don Lopresti, te acordás?”.

 

 

lunes, 24 de agosto de 2020

3 Microcuentos


Por Alice de Cappella

Ladridos confusos

En ese momento estábamos comentando que Kashtanka, ladrando a los barriletes, alborotaba a todos los perros del barrio. 

Llamaron a la puerta y allí estaba Don Jacinto, reclamando por su gallina carmesí que se había volado a nuestro jardín; fue cuando comprendimos que Kashtanka no solo ladraba a los barriletes.


Amor excelso

Cuando volvió de su primer día de clases, Cinthia exclamó: "Mamí, estoy tan enamorada!". la madre le preguntó cómo se llamaba el chico en cuestión y cómo era; entonces ella respondió totalmente extasiada: "Es pequeño, tiene un trajecito color verde con capucha, usa zapatitos también verdes con punta levantada y vuela sobre el patio del jardín".


Cómplices

Joseph se levantó a medianoche, tomó a Estrella por las riendas y la paseó tres veces sobre la tierra húmeda por el rocío que rodeaba la casa. Bajo la luz de la luna, Natividad limpió los zapatitos de los niños y acomodó algunas cajas en la galería.

Después, la yegua bebió agua de un balde, comió un montoncito de pasto y la llevaron nuevamente al cobertizo. Joseph y natividad se abrazaron, se miraron y dijeron en voz muy bajita: "Listo, ya llegaron los Reyes Magos..."


miércoles, 19 de agosto de 2020

Receta para un puchero expectorante

Por Alice de Cappella

Esa mañana, su mamá le dijo: "Prepará el puchero; no tenés más que ponerlo en una olla con agua y agregar estas verduras. ¡Lavá bien las papas! Hoy vuelvo un poco más tarde".

Cachito hizo la tarea de la escuela y después acomodó su habitación. Más tarde les dio de comer a las gallinas y a los pájaros. Finalmente empezó a pelar papas, zanahorias, puerros, batatas y lavó con todo esmero un pedazo de zapallo criollo que no pudo descascarar. Colocó la olla sobre el fuego, puso allí dentro la carne y algo de sal. Minutos después, agregó las verduras y un puñado de plantas aromáticas que él mismo se encargó de seleccionar.

Acomodó prolijamente los platos sobre la mesa. Como era sábado, todos tardarían en llegar, así que se quedó mirando una caña de pescar que estaba colgada de una pared, imaginando cómo mañana, domingo irían todos a pescar y se dijo a sí mismo: "Esta tarde voy a ir a juntar lombrices a la huerta".

Los primeros en llegar fueron su papá y su hermano, detrás de ellos apareció su mamá, quien frunciendo la nariz dijo: "esto huele raro"; destapó la olla y tres hojas de eucaliptus danzaban entre las hortalizas en el caldo del puchero. Tomó a Cachito de los hombros y lo increpó diciéndole: "¿Por qué le pusiste eucaliptus al puchero? Y ahora, ¿qué comemos?. Cachito, con la voz entrecortada y las lágrimas ya en sus ojitos le respondió: "Yo pensé que era laurel..."

Ese día, el perro tampoco quiso comer.

domingo, 9 de agosto de 2020

Las alas nuevas

 

Por Alice de Cappella


Me encontraron abandonado en un cajón viejo.

¡Estaba tan estropeado!

Poniéndome con ternura en una pequeña caja, una sensible mujer me llevó a internar. Allí, manos solícitas tomaron mi cuerpo desmembrado y remendaron mis dolorosos agujeros.

Después, con sumo cuidado, me pusieron en una camita de madera, adecuada para mi tamaño y reacomodaron mi desvencijada espalda. para ello, tuve que soportar irremediablemente, varios pinchazos.

Un peludo duendecito, subiéndose sobre mí, me masajeó el lomo con un ungüento blanco. Luego, recortaron las plumas de mi cabeza, pecho y pies, y enseguida, el duendecito, volvió a frotarme la espalda con el ungüento revivificante. 

Al otro día, me habían preparado flamantes alas con estampados dorados, las que con delicadeza fueron adheridas a mi cuerpo ya recuperado.

En realidad, aún me sentía un poco flojo.

No sabía que todavía me faltaba el trance más horrible. Esas mismas manos que me habían curado las heridas, me colocaban en un calabozo de hierro, estrecho y oscuro. Interminables horas pasé allí dentro.

Cuando al fin salí, me sentí joven, ágil y firmemente dispuesto a volar con quien deseara hacerlo.

Al tiempo, aquella sensible mujer, vino a buscarme.

Desde entonces, vivo en su casa, sus manos son mi nido. Ella se encarga de abrir mis alas y entonces, su percepción y mi poesía vuelan juntas.

Cuando volvemos de nuestro viaje, cierro mis alas, me acaricia y me coloca de pie en un estante, junto a otros libros como yo.



sábado, 8 de agosto de 2020

Naturaleza muerta

 


Por Alice de Cappella


- Annabelle, ¿con quién hablas?

- Con Quibu, mami.

- Bien, pero ahora, por favor, vengan al comedor porque la merienda está ya lista. 

- Quibu no quiere ir conmigo.

- Está bien, déjalo, si él no quiere tomar el té con leche, no hay problemas.

- Annabelle, ¿cómo es Quibu?

- Chiquitito como yo, ¿no lo ves?

- Sí, pero a veces no lo veo, decime ahora, ¿qué te cuenta? No lo oigo porque habla muy bajito y los he visto conversando.

- Él me cuenta cosas de las plantas, dice que todas las plantas son sus amigas. Pero ahora está muy enojado con vos.

¿Conmigo? ¿Por qué?

- Por esas ramas secas que pusiste en el jarrón, dice que son plantas muertas y a él no le gustan, dice que tenés que sacarlas de allí. 

- Ah, no. ¿Por qué me va a decir qué debo hacer? me parece que esas ramas secas son muy estéticas y quedan muy bien allí. Además, me las regaló papi y un regalo no se tira.

- Yo te digo, mami, Quibu está muy enojado.

- Bien, si él se enoja es su problema, pero no voy a quitar un adorno porque él lo diga. 


Esa noche, la pequeña familia estaba sentada en torno a la mesa, cenando apaciblemente. El gato, que momentos antes estaba dormitando cerca del fuego del hogar, se despertó y corrió a esconderse tras un sillón. Un fuerte estruendo estremeció la casa; los padres y Annabelle dejaron la cena y fueron a la sala, pues de allí provino el estrépito. El jarrón había caído al piso y los trozos de porcelana estaban esparcidos por todas partes. Las ramas secas parecían trituradas. 

El padre aseguró que el gato había hecho una travesura y había tirado el jarrón, pero Annabelle lo corrigió inmediatamente y dijo: "¡Fue Quibu!". La madre se quedó muda y asintió con la cabeza.

El padre se ofuscó y contestó: "¡Esa historia de fantasía no la tolero más; no hay ningún Quibu!

Annabelle y su madre recogieron los trozos de porcelana del jarrón y las ramas secas sin decir ni una palabra. 

Mientras tanto, el gato deseaba cazar algo que nadie podía ver y el padre de Annabelle lo miró desconcertado.

Annabelle cortó las ramas y las quemó en el fuego del hogar y le dijo a su padre: "Quibu dice que te perdona, ahora está contento. ¿Ves cómo juega con mi gatito?

El padre dice que no, la madre dice que sí y siente una pequeña sensación de complicidad con su hija. 

miércoles, 5 de agosto de 2020

Mi cactus (relato)


Por Tommy Fox Talbot

Tengo un cactus en uno de los balcones del contrafrente. Mi cactus es de color verde y una vez al año da una flor amarilla y grande.

Los cactus viven muy bien en los balcones, les gusta estar allí porque hay mucho sol y ellos, me parece, que allí son felices.

Me acuerdo que un día estuvimos en un lugar del norte de Argentina y había muchos cactus muy altos; era un lugar donde llueve poco y el General Belgrano había peleado allí contra los españoles que no querían que los países fueran independientes. Entonces, el General Belgrano les puso ropitas a todos los cactus gigantes, que en realidad se llaman "cardones" y asustó a los enemigos que se creyeron que esos cardones eran soldados gigantes del ejército del General Belgrano.


Yo sé que a mi cactus le hubiese gustado mucho defender al país de los enemigos de la patria argentina porque él se habría sentido todo un héroe. Mi cactus es todavía muy chico, y va a crecer mucho. 

Cuando un enemigo se acerque a Leonlandia del Sur, voy a ponerle un poncho a mi cactus para que sea como los cardones del General Belgrano y sienta que él también puede ser valiente. Eso le va a gustar mucho.