Por Violeta Paula Cappella de Fox Talbot
Se acercó despacio al balcón, me miró de reojo, caminó unos pasos, aceleró de repente su andar y se escondió tras una maceta con forma de tinaja. La salamanquesa estaba buscando su almuerzo entre las hojas, plantas y tallos. Después de unos minutos trepó una maceta vieja de cemento y se metió dentro de un gran caracol de mar. Se quedó allí un ratito y salió rapidísimo hacia un cantero de plástico color maceta de barro; allí se escondió entre unas plantas llamadas “cintas argentinas”.
No la volví a ver hasta el anochecer, cuando seguramente debía salir a cenar. Trepó un macetón muy antiguo y se mimetizó con las “lenguas de suegra”, una planta de hojas duras, tiesas y largas que tienen colores amarillos y verdes. Entre las hojas, le perdí el rastro. Al rato, la vuelvo a ver caminando por la pared sin ningún temor a las alturas.
La salamanquesa se fue muy apresurada a la terraza a comer bichitos que revolotean cerca de las farolas.
Salí al balcón y frente a mis pies, pasó una más, muy rápido, se trepó por la baranda y tomó el mismo arriesgado camino por la pared del edificio. Pensé que deberían ser amigas y que por eso, habían elegido el mismo balcón para quedarse durante el día y que, por ser buenas amigas, compartirían la miríada de bichitos que se acercan a las luces; para ellas, esos bichos deben ser un gran manjar.
Me comentó un amigo, que las
salamanquesas también comen mosquitos, que son tan molestos para nosotros. Así
que les dejé ese balcón para ellas, las lagartijas y los geckos, de modo tal
que si quieren dormir de día allí, lo puedan hacer tranquilas porque nadie los
va a molestar, después de todo, serán muy pequeñitos, pero valientes a la hora
de cazar mosquitos picadores.
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