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miércoles, 21 de octubre de 2020

La paradoja del hodierno

 


Por Alice Amanda de Cappella

Cuando llegué al geriátrico, él estaba sentado en un banco del jardín. Era un viejecito menudo, de aspecto agradable; escondía su cabeza bajo un sombrero de fieltro y sus ojos tras gruesos anteojos. Tenía sobre sus piernas un libro abierto

Me acerqué a mi abuela. Apenas me reconoció, comenzó a comentarle a todos los que estaban cerca, que yo era su nieta, por lo que daba toda clase de pormenores sobre mi existencia.

Le di un beso y puse en sus manos, algunas cosas que le mandaba mi madre. Comenzamos a conversar sobre trivialidades familiares. Mi abuela era sorda y se negaba a usar el audífono que tanto dinero nos había costado, así que las charlas con ella eran para todo público.

Cuando me estaba retirando, el viejecito me retuvo preguntándome: “¿Su abuela es de origen germánico?” – y agregó inmediatamente – “¡Qué bonita mujer debe haber sido en su juventud!”

Al poco tiempo, volví  al geriátrico, y al pasar frente al anciano, me quedé a conversar con él, ya que mi abuela dormía y él nunca tenía visitas. Le pregunté su nombre y me dijo “Hans –Dieter, pero todos me conocen por Don Hodi”.

“¿Don Hodi? ¿Podría saber el motivo del apodo?” – le pregunté buscando un motivo para continuar la conversación.

Después de suspirar, me dijo: “Si usted tiene tiempo, señorita, le cuento”. Ante mi afirmación, y tratando de aclarar su voz, comenzó: “Soy un hombre enamorado del idioma español, tan rico, tan expresivo, tan completo, por eso, la profesión que ejercí hasta el día de mi jubilación, fue Profesor de Castellano.  Yo quería que mis alumnos supieran expresarse con al mayor cantidad de palabras posibles y para aumentar el léxico, nada mejor que acostumbrarlos al uso del diccionario. Un día, el dueño de la pensión donde vivía, me regaló un diccionario que había sido de su padre. Estaba impecable, muy bien cuidado y, por lo tanto, no muy usado. Al hojearlo, un círculo en lápiz me llamó la atención: estaba al lado de la palabra “hodierno”, hasta entonces desconocida por mí.

Le pregunté por el significado de la palabra y me dijo: “Tiene dos acepciones. Una, el pan recién horneado, y otra, aquello que está de moda. Paradójicamente, es una palabra que había quedado en el pasado. Quise hacerla brillar. Me pareció hermosa y útil y deseaba desempolvarla, reflotarla, pero no pude. Los alumnos, ante mi insistencia, la incorporaban en alguna oración, porque sabían que era el modo de aumentar sus calificaciones.  Año tras año, yo les mostraba a los cambiantes alumnos el viejo diccionario para que vieran por sí mismos que tal palabra no era un invento mío, ya que en los diccionarios comunes, no figuraba. Un día, me enteré de que en la escuela me decían el viejo Hodi. Hodi, como apócope de “hodierno”. Como usted se dará cuenta, señorita, así empezó todo”.

Se quedó en silencio un instante, me pidió permiso y también que lo espere. Volvió sosteniendo un tomo no muy grande y sí muy deteriorado. Lo abrió, me señaló un espacio vacío y me dijo: “”Aquí estaba escrito hodierno. No sé si de tanto mirar la palabra se gastó y se borró. En realidad no lo sé.” Se quedó pensativo mirando el diccionario.

Alzheimer, diagnostiqué mentalmente, pobre hombre.

Lo consolé, o traté de hacerlo, por la pérdida de la palabra y fui a ver a mi abuela que por suerte ya estaba despierta.  El viejito me miró con recelo.

Ya de noche, al llegar a casa, saqué el diccionario de la repisa, busqué la mentada palabra y no figuraba. Bien, a otra cosa. El viejito debe estar ido y los alumnos, con esa maldad que los caracteriza, le debieron decir “Don Ido” y no “Don Hodi”.  

Junto al diario de los martes, comenzó a aparecer una tirada de fascículos coleccionables de una conocida editorial.

Después de varios meses, comenzaron a aparecer los fascículos que correspondían a “hod-“. Busqué inmediatamente el término “hodierno” y allí estaba. Mi corazón latió con alegría y asombro. Guardé el fascículo en mi cartera, por si acaso, también una lupa, pues Don Hodi tenía una grave miopía, y me dirigí al geriátrico.

No pregunté por mi abuela, me dirigí a ver al viejito. Me recibió fríamente, pero cuando le comenté de mi descubrimiento, pareció interesarse y después de una pausa, dijo: “Bueno, puede ser que ahora sea el momento de su renacimiento”.

Me agradeció, no quiso aceptar el fascículo como regalo y disculpándose porque no se sentía bien, se fue a su dormitorio.

Mi abuela estaba molesta conmigo y me reprochó a viva voz para que él también oyera, que yo era su nieta y que no tenía que conversar con extraños.

La última vez que fui al geriátrico, una de las enfermeras me dio un paquete y me dijo que era para mí y que Don Hodi, antes de internarse en el sanatorio, le había solicitado que me lo diera. Se lo agradecí mucho, lo escondí para que mi abuela no lo viera y comenzasen sus reproches y fui a verla y a conversar cuestiones familiares.

Al salir, la misma enfermera me llamó y me comunicó en susrros que Don Hodi acababa de fallecer.

Mi corazón se estremeció de dolor.

Cuando llegué a Plaza Pringles, desaté el paquete y dentro de una caja estaba el viejo diccionario. Lo abrí. Automáticamente se abría solo en la misma página y donde aquel día hubo un espacio en blanco, ahora decía, “Hodierno: pan fresco del día. Aquello que está de moda”.

 

 

 

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