Por Violeta Paula Cappella
Salimos con mi gata a regar las plantas del balcón.
- ¡Mirá, michisita, el malvón ha dado flor! Es tan bonita, mirá, es roja y está hecha con pétalos con forma de corazón. Creo que esta planta nos recuerda que entre lo salvaje y lo humano debe haber un balance, un sentido de amor entre los dos.
Mi gatita huele el agreste aroma de las hojas con la fineza que solo los gatos saben oler; ella sabe de naturaleza y de ciudad, sabe que en todas partes está la naturaleza presente por más que muchos seres humanos hayan querido domesticarla y convertirla en montañas de cemento, hierro y vidrios, pastizales de mosaicos, bosques de asfalto y brea y mares de plásticos inútiles y descoloridos.
Mi gatita huele ahora las flores y un pétalo se pega en su hociquito; sorprendida, arquea las cejas, estornuda y el pétalo rojo vuela hacia la maceta, se acerca, lo tantea despacito con su manito peluda y lo deja allí; ya ha perdido el interés por la flor y la planta y observa inquieta una paloma que está posada sobre la baranda del balcón.
Sigo regando las plantas y un pequeño
gecko se escabulle y esconde tras un macetón. Sé que a estos diminutos
cocodrilos no les gusta el agua y tienen razón, no es agua de un manantial, es
solo agua de la canilla a la que yo no le siento ningún olor, pero el gecko,
pequeño salvaje trepador, debe saber que el agua mineral es mejor.
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