Por Alice de Cappella
Esa mañana, su mamá le dijo: "Prepará el puchero; no tenés más que ponerlo en una olla con agua y agregar estas verduras. ¡Lavá bien las papas! Hoy vuelvo un poco más tarde".
Cachito hizo la tarea de la escuela y después acomodó su habitación. Más tarde les dio de comer a las gallinas y a los pájaros. Finalmente empezó a pelar papas, zanahorias, puerros, batatas y lavó con todo esmero un pedazo de zapallo criollo que no pudo descascarar. Colocó la olla sobre el fuego, puso allí dentro la carne y algo de sal. Minutos después, agregó las verduras y un puñado de plantas aromáticas que él mismo se encargó de seleccionar.
Acomodó prolijamente los platos sobre la mesa. Como era sábado, todos tardarían en llegar, así que se quedó mirando una caña de pescar que estaba colgada de una pared, imaginando cómo mañana, domingo irían todos a pescar y se dijo a sí mismo: "Esta tarde voy a ir a juntar lombrices a la huerta".
Los primeros en llegar fueron su papá y su hermano, detrás de ellos apareció su mamá, quien frunciendo la nariz dijo: "esto huele raro"; destapó la olla y tres hojas de eucaliptus danzaban entre las hortalizas en el caldo del puchero. Tomó a Cachito de los hombros y lo increpó diciéndole: "¿Por qué le pusiste eucaliptus al puchero? Y ahora, ¿qué comemos?. Cachito, con la voz entrecortada y las lágrimas ya en sus ojitos le respondió: "Yo pensé que era laurel..."
Ese día, el perro tampoco quiso comer.
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