Si hay cosa aburrida en la escuela secundaria y en el mundo, es una materia
llamada Estenografía.
Un señor muy agradable, apellidado Ellemberg, alumno mío en la Universidad
Tecnológica Nacional, me propuso ir a trabajar a la Escuela “Juramento de la
Bandera”, allá por San Martín y Arijón, donde él estaba a cargo de la Dirección.
Acepté gustosa porque siempre me agradaron las escuelas públicas, y más aún si
son “escuelas problemáticas”.
No me seducía mucho el hecho de tener que enseñar Estenografía, pero Alemán
allí no entraba en la currícula por ser una escuela técnica comercial.
Volví a estudiar los símbolos y sus posiciones en el renglón, las
reducciones, que ya las tenía olvidadas, y me lancé a las clases de
Estenografía.
Los chicos eran en su mayoría de Barrio Las Flores y quienes no, eran
repetidores o expulsados de otras escuelas. La situación era grave: problemas
económicos de todas clases, carencias afectivas, conflictos familiares,
agresiones, peleas; todas cuestiones que me eran conocidas más por la práctica
del vivir que por los libros de pedagogía, sociología, psicología y demás, que
a la larga, una como docente, se da cuenta que hay que reescribirlos en cada
clase. Que la teoría sirve, desde ya que sí, sin embargo, es la calle, el
polvo, la zanja, el agua verdosa, las zapatillas de tela mojadas por la
escarcha en invierno, los infinitos lodazales que cubren las calles de tierra
en épocas de lluvia, los silencios en las dictaduras, las palabras libres en
democracia, los juicios y los prejuicios,
los que enseñan a una a ser docente de alma, a ser docente en el barro y
la mugre, a ser docente de esos chicos que la sociedad considera escombros,
maleza y mosquitos y que en verdad, son oro en polvo.
Y cuando se es docente en esos lugares, en esos salones que se vienen abajo
por la humedad que va calando las entrañas de las paredes, los pisos de pinotea
que se hunden y crujen peligrosamente como el hielo de los lagos siberianos y
el frío desalmado que se cuela en invierno por cada hendija de las ventanas
gastadas y heridas por el tiempo, una comprende finalmente que está allí por
algo, que no es casualidad que los acontecimientos se repitan una y otra vez y
una salga feliz de un salón calefaccionado de un instituto terciario privado
(un verdadero palacio), tome el 103 y tras cruzar media ciudad, arribe también feliz
para dar clases de Estenografía. La vivencia de la felicidad en el aula, con el
aula, frente al aula y entre el aula, no es algo que emerge espontáneamente, es
algo que se cultiva, que se burila, que se marca a fuego; es algo que se
transmite de generación en generación de docentes en la familia y ese estado de dicha en la enseñanza, es una cualidad que me enseñó a cultivar mi prima
Verónica.
La primera clase fue todo un desafío; los chicos tenían lápices minúsculos,
inútiles, esas baratijas asquerosas made in China que al presionar la punta
sobre el papel, inmediatamente se rompen. No había “Othello 282 HB 2 ½” ni
“Staedtler Noris 120 - 2 HB” y menos aún “Pelikan – 2 HB” o “Stabilo Schwan 306
– HB 2 ½ ”. Ni tan siquiera las gomas de borrar servían de algo. ¿Y ahora?
¿Cómo dar una clase de Estenografía sin lápices? Saqué de la galera de vieja
docente, aunque muy joven por aquellos tiempos, unos ejercicios para relajación
del cuello, la cabeza, los brazos y los dedos, aprendidos por allí, en esos
tugurios que olían a viejos grimorios de la Alta Edad Media y sahumerios de la
India, donde solía ir a aprender alguna práctica esotérica. Sin moverse de los
vetustos y caducos pupitres en fila, porque no había lugar para nada, les di
instrucciones a mis nuevos alumnos de cómo relajar el cuello, los hombros,
respirando y exhalando suavemente, los brazos, las manos y cada uno de los
dedos. Luego, con toda clama, tomamos lo que hubiese, lápiz, lapicera, birome y
les enseñé cómo sostenerlo relajadamente en la mano, hasta que ya no pesase,
hasta que fuese más liviano que una pluma de ave fénix; les mostré cómo abrazar
el lápiz sosteniéndolo con el pulgar y el índice y el dedo medio como punto de
apoyo, cómo trazar una curva imaginaria
en 90º sobre el papel sin mover el brazo, sólo con el rotar de la
muñeca; tarea harto compleja que los entretuvo durante los últimos minutos
hasta el toque del timbre.
A la clase siguiente, aparecí con una caja de Johann Faber 1105 Nº 2, no
Faber Castell, sí Johann Faber, los lápices pintados de negro, los típicos lápices
de oficina. Mostré a mis alumnos la caja y antes de repartírselos les dije que
los lápices no se chupan, ni se muerden, ni sirven para rascarse el oído, ni
para sacarse los mocos, ni los restos de masita entre los dientes. Que el lápiz
no debe caer al suelo, porque por dentro se va quebrando el grafito, que no
debe mojarse, porque daña la madera y que no debe jamás ser usado como palanca,
porque se parte en dos. Por supuesto, todos se rieron y se acusaron mutuamente
de ejercer esas prácticas.
Le di uno a cada uno y les pedí que mirasen atentamente qué estaba escrito
en letras doradas. Me saltó el docente de alemán y les enseñé a pronunciar
correctamente “Johann Faber”. Les conté que la jota en alemán suena como una i,
que la hache es muy suave y que la b es bilabial.
Practicamos el nombre y les conté la historia, a modo de cuentos de hadas,
de Kaspar y Johann Faber:
“Había una vez, un niño muy pobre, llamado Kaspar Faber que vivía en una
ciudad alemana llamada ‘Stein’, que en castellano significa ‘piedra’ y que iba
a la escuela llevando una pequeña pizarra y una tiza. Cuando se acababan los
renglones de su pizarra, debía borrarla y escribir nuevamente. Kaspar, al
terminar la escuela primaria, fue a trabajar a un taller de carpintería. Allí
conoció el grafito para trazar sobre papel los diseños de los muebles y marcar
las maderas y vio una vez al dueño de la carpintería que tenía un lujoso lápiz
de oro, una especie de lápiz mecánico o portaminas y notó, que gracias a la
cubierta de oro, no se manchaba los dedos. Kaspar pensó, que si hubiese tenido
papel y ese lápiz, podría tener hoy todos sus apuntes de la escuela y que
podría dibujar y escribir todo lo que quisiera sin tener que borrar para volver
a escribir. Ni ahorrando todos los sueldos de su vida, y esto, trabajando hasta
los 450 años, podría comprarse aquel precioso lápiz de oro. Volvió a su casa
después de trabajar casi todo el día con la tristeza de sus cálculos
matemáticos en la mente. Mientras iba caminando se encontró una ramita de
roble, la fue pelando durante el camino con una pequeña navaja y le dio la
forma del lápiz de oro. Llegó a su casa, tomó la sopa y se recostó en una cama
armada con fardos de pasto y una tela gruesa encima simulando ser una sábana.
Trazó líneas en el aire con su ramita pulida, pensando que era el lápiz de oro
y así se quedó dormido, soñando que algún día, todos los chicos del mundo, podrían
tener un magnífico lápiz dorado. A la madrugada, se levantó cuando cantaron los
gallos y se fue a trabajar, llevando en su bolsillo, la ramita de roble a modo
de lápiz de lujo. Comenzó a marcar las maderas con regla, escuadra y compás y
se dio cuenta que el compás tenía adentro un trozo de grafito de forma
cilíndrica. Miró su falso lápiz de oro y pensó en que se le podría hacer una
perforación e insertar dentro una mina de grafito. Hizo varias pruebas, hasta
que lo logró: había inventado el lápiz. Johann Faber fue uno de los tantos
descendientes de Kaspar Faber y fue quien dijo la famosa frase: ‘El lápiz está
íntimamente ligado a nuestra cultura y se ha convertido en imprescindible para
la ciencia y el arte.’ Con el dinero que ganó Kaspar vendiendo sus lápices puso
él mismo una carpintería y se dedicó exclusivamente a fabricar lápices. Así, se
le ocurrió un día a su hijo, Lothar Faber, fabricar lápices hexagonales y más
tarde, lápices de colores. El nombre y las características grabados en el lápiz
que les acabo de dar, están hechos de polvo de oro, para que siempre
recordemos, que una sola persona tenía un lápiz de oro y que ahora cada uno de
nosotros podemos tener un lápiz que guarda dentro los trazos de Estenografía,
pero también los dibujos, las poesías y las canciones que ustedes quieran crear
y todo, con unas gotitas de oro…”
Terminada la historia de Kaspar, Lothar y Johann Faber, hicimos unos
ejercicios de relajación, como en la primera clase, les sacamos punta a los
lápices y los chicos comenzaron en respetuoso silencio a garabatear los
primeros trazos en Estenografía, pensando quizás que tenían en sus manos un
poco de oro en polvo.
Violeta Paula Cappella.-
No hay comentarios:
Publicar un comentario