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jueves, 10 de diciembre de 2015

Johann Faber (Una historia real)


Si hay cosa aburrida en la escuela secundaria y en el mundo, es una materia llamada Estenografía.

Un señor muy agradable, apellidado Ellemberg, alumno mío en la Universidad Tecnológica Nacional, me propuso ir a trabajar a la Escuela “Juramento de la Bandera”, allá por San Martín y Arijón, donde él estaba a cargo de la Dirección. Acepté gustosa porque siempre me agradaron las escuelas públicas, y más aún si son “escuelas problemáticas”.

No me seducía mucho el hecho de tener que enseñar Estenografía, pero Alemán allí no entraba en la currícula por ser una escuela técnica comercial.

Volví a estudiar los símbolos y sus posiciones en el renglón, las reducciones, que ya las tenía olvidadas, y me lancé a las clases de Estenografía.

Los chicos eran en su mayoría de Barrio Las Flores y quienes no, eran repetidores o expulsados de otras escuelas. La situación era grave: problemas económicos de todas clases, carencias afectivas, conflictos familiares, agresiones, peleas; todas cuestiones que me eran conocidas más por la práctica del vivir que por los libros de pedagogía, sociología, psicología y demás, que a la larga, una como docente, se da cuenta que hay que reescribirlos en cada clase. Que la teoría sirve, desde ya que sí, sin embargo, es la calle, el polvo, la zanja, el agua verdosa, las zapatillas de tela mojadas por la escarcha en invierno, los infinitos lodazales que cubren las calles de tierra en épocas de lluvia, los silencios en las dictaduras, las palabras libres en democracia, los juicios y los prejuicios,  los que enseñan a una a ser docente de alma, a ser docente en el barro y la mugre, a ser docente de esos chicos que la sociedad considera escombros, maleza y mosquitos y que en verdad, son oro en polvo. 

Y cuando se es docente en esos lugares, en esos salones que se vienen abajo por la humedad que va calando las entrañas de las paredes, los pisos de pinotea que se hunden y crujen peligrosamente como el hielo de los lagos siberianos y el frío desalmado que se cuela en invierno por cada hendija de las ventanas gastadas y heridas por el tiempo, una comprende finalmente que está allí por algo, que no es casualidad que los acontecimientos se repitan una y otra vez y una salga feliz de un salón calefaccionado de un instituto terciario privado (un verdadero palacio), tome el 103 y tras cruzar media ciudad, arribe también feliz para dar clases de Estenografía. La vivencia de la felicidad en el aula, con el aula, frente al aula y entre el aula, no es algo que emerge espontáneamente, es algo que se cultiva, que se burila, que se marca a fuego; es algo que se transmite de generación en generación de docentes en la familia y ese estado de dicha en la enseñanza, es una cualidad que me enseñó a cultivar mi prima Verónica.

La primera clase fue todo un desafío; los chicos tenían lápices minúsculos, inútiles, esas baratijas asquerosas made in China que al presionar la punta sobre el papel, inmediatamente se rompen. No había “Othello 282 HB 2 ½” ni “Staedtler Noris 120 - 2 HB” y menos aún “Pelikan – 2 HB” o “Stabilo Schwan 306 – HB 2 ½ ”. Ni tan siquiera las gomas de borrar servían de algo. ¿Y ahora? ¿Cómo dar una clase de Estenografía sin lápices? Saqué de la galera de vieja docente, aunque muy joven por aquellos tiempos, unos ejercicios para relajación del cuello, la cabeza, los brazos y los dedos, aprendidos por allí, en esos tugurios que olían a viejos grimorios de la Alta Edad Media y sahumerios de la India, donde solía ir a aprender alguna práctica esotérica. Sin moverse de los vetustos y caducos pupitres en fila, porque no había lugar para nada, les di instrucciones a mis nuevos alumnos de cómo relajar el cuello, los hombros, respirando y exhalando suavemente, los brazos, las manos y cada uno de los dedos. Luego, con toda clama, tomamos lo que hubiese, lápiz, lapicera, birome y les enseñé cómo sostenerlo relajadamente en la mano, hasta que ya no pesase, hasta que fuese más liviano que una pluma de ave fénix; les mostré cómo abrazar el lápiz sosteniéndolo con el pulgar y el índice y el dedo medio como punto de apoyo, cómo trazar una curva imaginaria  en 90º sobre el papel sin mover el brazo, sólo con el rotar de la muñeca; tarea harto compleja que los entretuvo durante los últimos minutos hasta el toque del timbre.

A la clase siguiente, aparecí con una caja de Johann Faber 1105 Nº 2, no Faber Castell, sí Johann Faber, los lápices pintados de negro, los típicos lápices de oficina. Mostré a mis alumnos la caja y antes de repartírselos les dije que los lápices no se chupan, ni se muerden, ni sirven para rascarse el oído, ni para sacarse los mocos, ni los restos de masita entre los dientes. Que el lápiz no debe caer al suelo, porque por dentro se va quebrando el grafito, que no debe mojarse, porque daña la madera y que no debe jamás ser usado como palanca, porque se parte en dos. Por supuesto, todos se rieron y se acusaron mutuamente de ejercer esas prácticas.

Le di uno a cada uno y les pedí que mirasen atentamente qué estaba escrito en letras doradas. Me saltó el docente de alemán y les enseñé a pronunciar correctamente “Johann Faber”. Les conté que la jota en alemán suena como una i, que la hache es muy suave y que la b es bilabial.

Practicamos el nombre y les conté la historia, a modo de cuentos de hadas, de Kaspar y Johann Faber:

“Había una vez, un niño muy pobre, llamado Kaspar Faber que vivía en una ciudad alemana llamada ‘Stein’, que en castellano significa ‘piedra’ y que iba a la escuela llevando una pequeña pizarra y una tiza. Cuando se acababan los renglones de su pizarra, debía borrarla y escribir nuevamente. Kaspar, al terminar la escuela primaria, fue a trabajar a un taller de carpintería. Allí conoció el grafito para trazar sobre papel los diseños de los muebles y marcar las maderas y vio una vez al dueño de la carpintería que tenía un lujoso lápiz de oro, una especie de lápiz mecánico o portaminas y notó, que gracias a la cubierta de oro, no se manchaba los dedos. Kaspar pensó, que si hubiese tenido papel y ese lápiz, podría tener hoy todos sus apuntes de la escuela y que podría dibujar y escribir todo lo que quisiera sin tener que borrar para volver a escribir. Ni ahorrando todos los sueldos de su vida, y esto, trabajando hasta los 450 años, podría comprarse aquel precioso lápiz de oro. Volvió a su casa después de trabajar casi todo el día con la tristeza de sus cálculos matemáticos en la mente. Mientras iba caminando se encontró una ramita de roble, la fue pelando durante el camino con una pequeña navaja y le dio la forma del lápiz de oro. Llegó a su casa, tomó la sopa y se recostó en una cama armada con fardos de pasto y una tela gruesa encima simulando ser una sábana. Trazó líneas en el aire con su ramita pulida, pensando que era el lápiz de oro y así se quedó dormido, soñando que algún día, todos los chicos del mundo, podrían tener un magnífico lápiz dorado. A la madrugada, se levantó cuando cantaron los gallos y se fue a trabajar, llevando en su bolsillo, la ramita de roble a modo de lápiz de lujo. Comenzó a marcar las maderas con regla, escuadra y compás y se dio cuenta que el compás tenía adentro un trozo de grafito de forma cilíndrica. Miró su falso lápiz de oro y pensó en que se le podría hacer una perforación e insertar dentro una mina de grafito. Hizo varias pruebas, hasta que lo logró: había inventado el lápiz. Johann Faber fue uno de los tantos descendientes de Kaspar Faber y fue quien dijo la famosa frase: ‘El lápiz está íntimamente ligado a nuestra cultura y se ha convertido en imprescindible para la ciencia y el arte.’ Con el dinero que ganó Kaspar vendiendo sus lápices puso él mismo una carpintería y se dedicó exclusivamente a fabricar lápices. Así, se le ocurrió un día a su hijo, Lothar Faber, fabricar lápices hexagonales y más tarde, lápices de colores. El nombre y las características grabados en el lápiz que les acabo de dar, están hechos de polvo de oro, para que siempre recordemos, que una sola persona tenía un lápiz de oro y que ahora cada uno de nosotros podemos tener un lápiz que guarda dentro los trazos de Estenografía, pero también los dibujos, las poesías y las canciones que ustedes quieran crear y todo, con unas gotitas de oro…”

Terminada la historia de Kaspar, Lothar y Johann Faber, hicimos unos ejercicios de relajación, como en la primera clase, les sacamos punta a los lápices y los chicos comenzaron en respetuoso silencio a garabatear los primeros trazos en Estenografía, pensando quizás que tenían en sus manos un poco de oro en polvo.

Violeta Paula Cappella.-


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