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jueves, 10 de diciembre de 2015

La decencia de la mirada (Una historia real)

La decencia de la mirada (Una historia real)

Hay un hombre en mi historia de vida y yo estoy en la de él.

De alguna forma el destino nos cruza; a veces todas las semanas, a veces todos los días, y esto desde hace muchos, muchos años. 

Jamás nos hemos hablado, sólo nuestras miradas siempre se han hallado. Sus ojos azules, profundos e incógnitos como los abismos del mar, hacen que me sumerja en una rara paz y sé que él se sumerge en los míos, deseando estar en un campo, quizás de alfalfa, quizás sólo de pastos y nada más.

Estos precarios encuentros provienen de los años ’80, cuando debía tomar el ómnibus para ir a la secundaria y él también. Él escuchaba mis conversaciones con mis compañeras de escuela, mi risa, mi llanto por algún amor perdido, mis recitados de lecciones previas a un examen y mis enormes silencios cuando me ahogaba en el paisaje de Boulevard Oroño al 4.000 pensando en las injusticias de la vida, la miseria, los chicos descalzos y los perros sarnosos.

Él nunca se encontraba con nadie, solitario, taciturno, melancólico, portaba sus carpetas y libros y se habría bajado, pienso, en pleno centro. 

Cuando comencé a estudiar en la Facultad, él ya estaba trabajando y llevaba carpetas y libros de contabilidad; muy temprano por la mañana cada uno en su asiento del ómnibus repasaba su agenda, no sin que nuestras miradas, de vez en cuando se cruzasen a lo largo del recorrido del 129 / 130. 

Cuando me mudé al centro, nos hemos visto por Peatonal Córdoba miles de veces; ambos con sus portafolios, con sus penas y glorias al hombro.

Nos vimos enfermar y recuperarnos lentamente. Su ACV había hecho su andar lento, trabajoso, tambaleante. Mi cáncer hizo que se espantara al ver mi cuello con el corte trasversal y abriese enormes sus ojos de mar; mi lenta recuperación del accidente y mi transitar por las calles sostenida de un bastón, nos igualó en el horror de los pasos que hay que volver a aprender a trazar sobre las baldosas de la Peatonal.

¿Por qué jamás nos hemos dicho tan siquiera “hola”? Porque con el pensamiento nos es suficiente; siempre nos hemos saludado así, con la mirada. Porque ante nuestras tragedias nos hemos bendecido mutuamente, porque ante la felicidad nuestros ojos se han sonreído y todo en la calma interna que el bullicio de la Peatonal no puede tapar. 

Nos hemos visto y nos seguiremos viendo; no hay nada que nos una, no hay amor más que el que profesa un ser humano por su igual, no hay palabra hablada, sólo la palabra mental, no hay más que el deseo solidario que al otro le vaya bien en la vida.

Tal vez él sepa cómo me llamo por las charlas adolescentes en el ómnibus; yo desconozco cuál es su nombre. Pero esto no importa demasiado porque sabemos que en algún lugar del gran damero que es Rosario, nos cruzaremos, nos saludaremos en silencio y nos bendeciremos para que la vida se haga más liviana y él pueda por unos instantes, recostarse en los prados de mis ojos y yo navegar brevemente en los suyos y ambos así, escapar fugazmente de la gran ciudad.


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