Vistas de página en total

jueves, 10 de diciembre de 2015

Irma


Si una niña repite segundo, tercero y quinto grado, llega a sexto con catorce o quince años. A esta edad ya no es una niña: es una adolescente con todos los atributos de las adolescentes e Irma lo sabía.

El final de la jornada escolar coincidía con la salida de los obreros de Acindar y para Irma esta era una oportunidad de recibir piropos, alabanzas a sus senos, obscenidades a su trasero y hasta a alguna mano masculina perdida que pasaba justamente por la vereda y se encontraba con un contoneo de caderas, cuyos movimientos podrían haber causado más de un derrumbe de edificios.

“¡Ché, vos, no te ensuciés la ropa que después la tengo lavar yo!” le gritaba alguno de sus tantos hermanos que se colgaban de los árboles del patio de la escuela. Y la ropa la lavaba a mano.

Cuando menstruaba, les decía a sus compañeras que le mirasen el guardapolvo por si alguna manchita de sangre se había colado; una vez me lo dijo a mí con la prepotencia que la caracterizaba: “Ché, vos, fijate si no se me pasó” y me emboté, titubeé y le dije que no, que no tenía nada. Ciertamente no tenía nada, pero tampoco entendí demasiado a qué se refería. “¿Para qué tuve que mirarle el trasero por si se le había ‘pasado algo’? ¿Se hizo caca encima? El lazo del guardapolvo se moja a veces un poco en el inodoro, pero el pis se seca rápido y casi no deja mancha”, pensaba yo con once años y ningún conocimiento de la sexualidad femenina terrestre y callejera. Al decir verdad, no entendía nada de sexo y las reflexiones sobre espermatozoides y óvulos enredaban más el tema y oscurecían la sencillez y éxtasis del acto sexual.

Mamá me había dicho que no me dejase tocar “la cola” por nadie y por nada del mundo, en cambio a Irma toda la porción masculina de la humanidad se la había tocado y ella reaccionaba con un: “¡Ché, por qué no te metés la mano en el culo!” Esto era lo más suave que podría llegar a decir. Porque si justamente ese día andaba de mal humor, una catarata de insultos emanaba de su boca; mamá decía que Irma era una “cloaca parlante a cielo abierto” y también decía frunciendo los labios, que era una “degeneradita” y, por si acaso, me miraba a mí y agregaba amenazante apretando los dientes: “¡No te quiero ver ni una sola vez con esa chica, me entendiste?!” Obviamente que le decía que tenía razón, pero “con esa chica” compartía la escuela, el turno mañana, el sexto grado, el recreo, las clases de gimnasia a la tarde, pero no el salón de clases porque ella estaba en el “B”.

Y, de “esa chica” aprendí un repertorio incalculable de giros idiomáticos enteros irrepetibles.

Definitivamente Irma deseaba con fuego a flor de piel cualquier contacto con la masculinidad. Se dejaba tocar y abrazar por sus compañeros como nadie se atrevía a hacerlo y desde ya que los varones de su edad no perdían el tiempo en esperar una señal porque toda ella era una evidente muestra de vulcanología femenina.

Vestía el guardapolvo abultado en el pecho, simulando mayor cantidad de senos y ajustaba el lazo a la cintura de manera tal que se notasen sus curvas y así, el guardapolvo que debía estar a la altura de la rodilla, quedaba a la mitad del muslo. Debajo, llevaba una minúscula pollerita de jean, aún en invierno.

Un día, la Directora la reprendió y le dijo que dejase de usar el guardapolvo de esa forma, que no era digno de una chica de su edad y que tratase de no llevar polleras tan cortas.

Al otro día, fue con pantalón de corderoy rojo. Todo un escándalo.

Pasó media mañana en Dirección hablando con la Vicedirectora y cuando volvió, ya para el segundo recreo, dijo que “habían estado charlando sobre cosas de mujeres” y que “todas éramos muy pendejas para entender de esas cosas”. Giró sobre sus talones, se acomodó el cabello y se fue canturreando alguna canción de moda.

Irma fumaba. Se escondía tras unos asientos de cemento, que en algún momento deben haber sido parte de un anfiteatro de la escuela y que ahora eran sólo sus ruinas y, tendida sobre el pasto, exhalaba bocanadas de humo hacia un costado, disipándolo con la mano. Reía estrepitosamente y de vez en cuando levantaba la cabeza ostentando el cigarrillo en la comisura de los labios.

Nosotras mirábamos desde lejos con desdén hacia sus gestos obscenos, con algo de envidia a su libertad, con asombro a su descaro, con incomprensión a su fuego interno que le roía las entrañas y pedía roces de manos extrañas, besos en los labios de un novio del barrio y caricias sobre el guardapolvo del otro de la escuela.

Se pintaba el borde del párpado inferior con kohl negro azabache y también fue reprendida por esto. Decía que sin el kohl se sentía “desnuda”; así que una mañana, durante el recreo, decidió delinearse el párpado inferior con fibra negra. Comenzó a lagrimear, se le irritó la esclerótica, le ardía mucho, no veía nada. La Señorita Susana mandó a una portera a preparar té de manzanillas y mientras se enfriaba, le lavaban los ojos con agua. Le hicieron compresas de algodón empapadas en el té y otra portera la llevó caminando hasta la casa.

Fue cuando nos enteramos dónde vivía Irma.

Pasando la “Vía Honda”, había un incipiente rancherío de chapa, madera y ladrillos huecos, formado por familias desocupadas que habían emigrado a terrenos fiscales desde que comenzaron a cerrarse algunas pequeñas fábricas del barrio y el alquiler se hizo imposible de pagar.

Nos horrorizamos. Pensábamos en el invierno, en la escarcha, la lluvia, en los días grises, en las inmundicias flotando en las zanjas improvisadas, en los millares de mosquitos y moscas, en las cucarachas siempre presentes, en las ratas, ratones, lauchas, en las pestes, los piojos, las pulgas, chinches, arañas, los sabañones, el barro, el agua fría para lavar a mano la ropa de todos sus hermanos, el amontonamiento de gente en un solo cuarto, el olor a encierro, a mugre, a leña, a carbón, la humedad que se cuela por el piso y las chapas, el baño, el pozo negro a cielo abierto, los degenerados, los violadores, los viejos verdes, los asesinos, los ladrones, los secuestradores de niños, los ojos de Irma, la ceguera, el bastón blanco, las palizas de su madre, los gritos de su padre, la cachetadas, los insultos, los agravios, el llanto, los vecinos que siempre opinan, las curanderas que con tres granos de maíz, una estampita desteñida de San Cayetano y una vela encendida curan todo, las abuelas que apañan, comprenden, contienen y abrazan con ternura…

Al otro día, Irma estaba de vuelta en la escuela y era toda una heroína de ojos de conejo, nariz hinchada de tanto llorar y mejillas enrojecidas por las cachetadas de algún adulto.

Nos acercamos, le preguntamos cómo estaba, le dimos besos de bienvenida y escuchamos atentamente lo que su padre le había hecho, lo que su madre le había dicho, lo que su hermana mayor le había gritado.

Hablaba cabizbaja, resentida, humillada y profería listas interminables de insultos ácidos, escatológicos y agusanados hacia su padre. Dejaba fluir de su boca corrosivos vapores sulfúricos letales hacia su madre, y a su hermana mayor la quería matar, porque: “¡qué se mete esa que anda con cualquiera!”

Pasados los años, y ya estando yo en el secundario, volvía una vez a casa en ómnibus (porque la escuela secundaria quedaba lejos) y subió Irma en Virasoro y Dorrego, cerca del Hospital de Niños. Llevaba un bolso con dibujitos infantiles, un bebé en sus brazos y un niñito de unos dos años de la mano. Me miró, bajó la cabeza avergonzada y se sentó con sus criaturas encima. Me acerqué a ella, le pregunté amablemente “¿Irma?” y sonrió feliz.


Me contó que no iba al secundario; mientras tanto miraba mi guardapolvo, mis libros, mis carpetas... En realidad ni había empezado, me dijo que esos eran sus hijos, y que vivía con un muchacho en una casita, allá al fondo, pasando la Vía Honda.

Violeta Paula Cappella

No hay comentarios:

Publicar un comentario