Si una niña repite segundo, tercero y quinto grado, llega a sexto con
catorce o quince años. A esta edad ya no es una niña: es una adolescente con
todos los atributos de las adolescentes e Irma lo sabía.
El final de la jornada escolar coincidía con la salida de los obreros de
Acindar y para Irma esta era una oportunidad de recibir piropos, alabanzas a
sus senos, obscenidades a su trasero y hasta a alguna mano masculina perdida
que pasaba justamente por la vereda y se encontraba con un contoneo de caderas,
cuyos movimientos podrían haber causado más de un derrumbe de edificios.
“¡Ché, vos, no te ensuciés la ropa que después la tengo lavar yo!” le
gritaba alguno de sus tantos hermanos que se colgaban de los árboles del patio
de la escuela. Y la ropa la lavaba a mano.
Cuando menstruaba, les decía a sus compañeras que le mirasen el guardapolvo
por si alguna manchita de sangre se había colado; una vez me lo dijo a mí con
la prepotencia que la caracterizaba: “Ché, vos, fijate si no se me pasó” y me
emboté, titubeé y le dije que no, que no tenía nada. Ciertamente no tenía nada,
pero tampoco entendí demasiado a qué se refería. “¿Para qué tuve que mirarle el
trasero por si se le había ‘pasado algo’? ¿Se hizo caca encima? El lazo del
guardapolvo se moja a veces un poco en el inodoro, pero el pis se seca rápido y
casi no deja mancha”, pensaba yo con once años y ningún conocimiento de la
sexualidad femenina terrestre y callejera. Al decir verdad, no entendía nada de
sexo y las reflexiones sobre espermatozoides y óvulos enredaban más el tema y
oscurecían la sencillez y éxtasis del acto sexual.
Mamá me había dicho que no me dejase tocar “la cola” por nadie y por nada
del mundo, en cambio a Irma toda la porción masculina de la humanidad se la
había tocado y ella reaccionaba con un: “¡Ché, por qué no te metés la mano en
el culo!” Esto era lo más suave que podría llegar a decir. Porque si justamente
ese día andaba de mal humor, una catarata de insultos emanaba de su boca; mamá
decía que Irma era una “cloaca parlante a cielo abierto” y también decía
frunciendo los labios, que era una “degeneradita” y, por si acaso, me miraba a
mí y agregaba amenazante apretando los dientes: “¡No te quiero ver ni una sola
vez con esa chica, me entendiste?!” Obviamente que le decía que tenía razón,
pero “con esa chica” compartía la escuela, el turno mañana, el sexto grado, el
recreo, las clases de gimnasia a la tarde, pero no el salón de clases porque
ella estaba en el “B”.
Y, de “esa chica” aprendí un repertorio incalculable de giros idiomáticos
enteros irrepetibles.
Definitivamente Irma deseaba con fuego a flor de piel cualquier contacto
con la masculinidad. Se dejaba tocar y abrazar por sus compañeros como nadie se
atrevía a hacerlo y desde ya que los varones de su edad no perdían el tiempo en
esperar una señal porque toda ella era una evidente muestra de vulcanología
femenina.
Vestía el guardapolvo abultado en el pecho, simulando mayor cantidad de
senos y ajustaba el lazo a la cintura de manera tal que se notasen sus curvas y
así, el guardapolvo que debía estar a la altura de la rodilla, quedaba a la
mitad del muslo. Debajo, llevaba una minúscula pollerita de jean, aún en
invierno.
Un día, la Directora
la reprendió y le dijo que dejase de usar el guardapolvo de esa forma, que no
era digno de una chica de su edad y que tratase de no llevar polleras tan
cortas.
Al otro día, fue con pantalón de corderoy rojo. Todo
un escándalo.
Pasó media mañana en Dirección hablando con la Vicedirectora y
cuando volvió, ya para el segundo recreo, dijo que “habían estado charlando
sobre cosas de mujeres” y que “todas éramos muy pendejas para entender de esas
cosas”. Giró sobre sus talones, se acomodó el cabello y se fue canturreando
alguna canción de moda.
Irma fumaba. Se escondía tras unos asientos de cemento, que en algún
momento deben haber sido parte de un anfiteatro de la escuela y que ahora eran
sólo sus ruinas y, tendida sobre el pasto, exhalaba bocanadas de humo hacia un
costado, disipándolo con la mano. Reía estrepitosamente y de vez en cuando
levantaba la cabeza ostentando el cigarrillo en la comisura de los labios.
Nosotras mirábamos desde lejos con desdén hacia sus gestos obscenos, con
algo de envidia a su libertad, con asombro a su descaro, con incomprensión a su
fuego interno que le roía las entrañas y pedía roces de manos extrañas, besos
en los labios de un novio del barrio y caricias sobre el guardapolvo del otro
de la escuela.
Se pintaba el borde del párpado inferior con kohl negro azabache y también
fue reprendida por esto. Decía que sin el kohl se sentía “desnuda”; así que una
mañana, durante el recreo, decidió delinearse el párpado inferior con fibra
negra. Comenzó a lagrimear, se le irritó la esclerótica, le ardía mucho, no
veía nada. La Señorita Susana
mandó a una portera a preparar té de manzanillas y mientras se enfriaba, le
lavaban los ojos con agua. Le hicieron compresas de algodón empapadas en el té
y otra portera la llevó caminando hasta la casa.
Fue cuando nos enteramos dónde vivía Irma.
Pasando la “Vía Honda”, había un incipiente rancherío de chapa, madera y
ladrillos huecos, formado por familias desocupadas que habían emigrado a
terrenos fiscales desde que comenzaron a cerrarse algunas pequeñas fábricas del
barrio y el alquiler se hizo imposible de pagar.
Nos horrorizamos. Pensábamos en el invierno, en la escarcha, la lluvia, en
los días grises, en las inmundicias flotando en las zanjas improvisadas, en los
millares de mosquitos y moscas, en las cucarachas siempre presentes, en las
ratas, ratones, lauchas, en las pestes, los piojos, las pulgas, chinches,
arañas, los sabañones, el barro, el agua fría para lavar a mano la ropa de
todos sus hermanos, el amontonamiento de gente en un solo cuarto, el olor a
encierro, a mugre, a leña, a carbón, la humedad que se cuela por el piso y las
chapas, el baño, el pozo negro a cielo abierto, los degenerados, los
violadores, los viejos verdes, los asesinos, los ladrones, los secuestradores
de niños, los ojos de Irma, la ceguera, el bastón blanco, las palizas de su
madre, los gritos de su padre, la cachetadas, los insultos, los agravios, el
llanto, los vecinos que siempre opinan, las curanderas que con tres granos de
maíz, una estampita desteñida de San Cayetano y una vela encendida curan todo,
las abuelas que apañan, comprenden, contienen y abrazan con ternura…
Al otro día, Irma estaba de vuelta en la escuela y era toda una heroína de
ojos de conejo, nariz hinchada de tanto llorar y mejillas enrojecidas por las
cachetadas de algún adulto.
Nos acercamos, le preguntamos cómo estaba, le dimos besos de bienvenida y
escuchamos atentamente lo que su padre le había hecho, lo que su madre le había
dicho, lo que su hermana mayor le había gritado.
Hablaba cabizbaja, resentida, humillada y profería listas interminables de
insultos ácidos, escatológicos y agusanados hacia su padre. Dejaba fluir de su
boca corrosivos vapores sulfúricos letales hacia su madre, y a su hermana mayor
la quería matar, porque: “¡qué se mete esa que anda con cualquiera!”
Pasados los años, y ya estando yo en el secundario, volvía una vez a casa
en ómnibus (porque la escuela secundaria quedaba lejos) y subió Irma en Virasoro
y Dorrego, cerca del Hospital de Niños. Llevaba un bolso con dibujitos
infantiles, un bebé en sus brazos y un niñito de unos dos años de la mano. Me
miró, bajó la cabeza avergonzada y se sentó con sus criaturas encima. Me
acerqué a ella, le pregunté amablemente “¿Irma?” y sonrió feliz.
Me contó que no iba al secundario; mientras tanto miraba mi guardapolvo,
mis libros, mis carpetas... En realidad ni había empezado, me dijo que esos
eran sus hijos, y que vivía con un muchacho en una casita, allá al fondo,
pasando la Vía Honda.
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