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jueves, 10 de diciembre de 2015

El Granadero

Sus ficciones atrapaban a la audiencia porque eran sombrías y tenebrosas. Sus palabras, selectas y enemigas de toda luz, atravesaban las mentes y las emociones cual daga emergida de la ultratumba.

Tenía el don de atemorizar hasta al más valiente de los comisarios y al más racional de los científicos porque sabía crear en derredor de sí un aura de brumas de la cual ni el cura del pueblo podía escapar.

Si hubiese sido un forastero, venido de algún caserío colindante, no le habrían prestado atención, pero era un hijo del lugar, cuya tétrica locuacidad nadie sabía de dónde provenía.

Sus relatos de horror, dejaban perplejos a quienes no lo conocían, e incluso, hubo alguien que tomó sus frases más perfectas para convertirlas en un cuento.

En él había una espectral lujuria y un despliegue de imágenes fantasmagóricas que provocaban pesadillas hasta en las apacibles siestas de marzo y abril.

Durante las noches de Luna Llena, cuando las sombras se proyectan en el suelo como títeres siniestros, hijos de un payaso muerto, él se sentaba a la luz de la vela en la pulpería y todos los parroquianos, hombres y mujeres curtidos por las faenas rurales, le rodeaban boquiabiertos, ansiosos, mordiéndose las uñas, haciendo temblar las piernas y más de uno se acomodaba una y otra vez, intranquilo, sobre su silla.

Afuera, en los campos y montes, las alimañas nocturnas, los escuerzos, los pequeños remolinos de viento que hacían temblar los postigos, parecían entonar “Confutatis maledictis, flammis acribus addictis, maledictis, flammis acribus addictis…” y el escalofrío recorría los cuerpos de los presentes, empapándolos del sudor frío, ese mismo sudor, que mancha las mortajas cuando el calor del verano se cierne sobre el recién fallecido.

Los vasos de ginebra y vino tinto se vaciaban de un sorbo, calmando con sus fuegos alcohólicos la sed que provocaba el miedo al más allá, a lo desconocido.

Las perturbadoras escenas generaban más de una interjección de asombro y éxtasis frente a esa tumba abierta y antigua que era su boca, invocante de espíritus y arcaicos demonios capaces cautivar, subyugar y confundir al más docto de los teólogos.

Cuando las tormentas se conjuraban contra el pequeño poblado y los mástiles de los barcos amarrados al rudimentario puerto chirriaban izando las velas y haciendo casi imposible detener un naufragio costero, él aparecía vestido con una negra capa pesada, que según relataba, se la había regalado el mismo General Don José San Martín tras participar heroicamente en la Batalla de San Lorenzo.

Narró varias veces cómo blandía su sable contra el enemigo colonialista y explicó con lujo de detalle cómo el General planificó su batalla sobre pliegos de papel y el tablero de ajedrez.

Durante su visita noctámbula a la pulpería, los perros, escuálidas criaturas de visibles esqueletos tras el cuero, se arrinconaban con el rabo entre las patas y de vez en cuando alguno alzaba su hocico aullando compungido. Los gatos erizaban sus pelos y huían tras los sacos de harina y botellas de porrón vacías.
Él ya no vivía más en el caserío. Según decían los parroquianos, después de la Batalla, se había afincado en un rancho, que yendo por el Camino Real a caballo, se tardaría más de tres horas en llegar.

La presencia de sus relatos y de sí mismo, llegó de boca en boca hasta los lugares más apartados del sur de la provincia e incluso, algún que otro bonaerense habíase venido en carreta, sólo para escucharlo a él.

Una tarde, los monjes del Convento San Carlos, ofrecieron una Misa a los fallecidos en la Batalla de San Lorenzo y los habitantes de la Villa del Rosario se engalanaron con sus mejores vestidos, calzaron botas lustrosas o alpargatas raídas y se fueron en caravana a honrar a los suyos, hijos del poblado que habían ofrecido su sangre por la libertad de la incipiente patria.

Todos fueron, incluso él, vestido con uniforme de Granadero. Partió solo, montando su menorquín, cuyo pelaje resplandecía a la luz de la luna.

Cuando entró al Convento, sus ojos brillaron de emoción y los monjes, le dieron el honor de sentarse en la primera fila, al lado de las autoridades eclesiásticas y del poblado propio y los vecinos.

Dado un momento de la Misa, un monaguillo, enjuto hombrecillo amarillento por alguna enfermedad del hígado, mencionó a todos los caídos en el Campo de la Gloria y su nombre retumbó entre paredes. Él, impávido, impertérrito, siguió sentado con la serenidad de aquél que ya sabe y reconoce que hace rato que está muerto.

Terminada la Misa, se levantó, saludó a los presentes, quienes no dejaron de persignarse continuamente antes del apretón de manos y se fue por donde vino, directo hacia las barrancas, y ambos, jinete y caballo, se sumergieron en el río.

Dicen las historias rosarinas, que cuando por las madrugadas soplan los vientos del sur que traen tormentas y a veces granizo, un Granadero viene montando un caballo negro, un menorquín cuyos cascos no tocan el piso, entran por una portezuela del Correo Central y el sereno sirve dos copas de vino.


Violeta Paula Cappella.-

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