Sus ficciones atrapaban a la audiencia porque eran sombrías y tenebrosas.
Sus palabras, selectas y enemigas de toda luz, atravesaban las mentes y las
emociones cual daga emergida de la ultratumba.
Tenía el don de atemorizar hasta al más valiente de los comisarios y al más
racional de los científicos porque sabía crear en derredor de sí un aura de
brumas de la cual ni el cura del pueblo podía escapar.
Si hubiese sido un forastero, venido de algún caserío colindante, no le
habrían prestado atención, pero era un hijo del lugar, cuya tétrica locuacidad
nadie sabía de dónde provenía.
Sus relatos de horror, dejaban perplejos a quienes no lo conocían, e
incluso, hubo alguien que tomó sus frases más perfectas para convertirlas en un
cuento.
En él había una espectral lujuria y un despliegue de imágenes
fantasmagóricas que provocaban pesadillas hasta en las apacibles siestas de
marzo y abril.
Durante las noches de Luna Llena, cuando las sombras se proyectan en el
suelo como títeres siniestros, hijos de un payaso muerto, él se sentaba a la
luz de la vela en la pulpería y todos los parroquianos, hombres y mujeres
curtidos por las faenas rurales, le rodeaban boquiabiertos, ansiosos,
mordiéndose las uñas, haciendo temblar las piernas y más de uno se acomodaba
una y otra vez, intranquilo, sobre su silla.
Afuera, en los campos y montes, las alimañas nocturnas, los escuerzos, los
pequeños remolinos de viento que hacían temblar los postigos, parecían entonar
“Confutatis maledictis, flammis acribus addictis, maledictis, flammis acribus
addictis…” y el escalofrío recorría los cuerpos de los presentes, empapándolos
del sudor frío, ese mismo sudor, que mancha las mortajas cuando el calor del
verano se cierne sobre el recién fallecido.
Los vasos de ginebra y vino tinto se vaciaban de un sorbo, calmando con sus
fuegos alcohólicos la sed que provocaba el miedo al más allá, a lo desconocido.
Las perturbadoras escenas generaban más de una interjección de asombro y
éxtasis frente a esa tumba abierta y antigua que era su boca, invocante de
espíritus y arcaicos demonios capaces cautivar, subyugar y confundir al más
docto de los teólogos.
Cuando las tormentas se conjuraban contra el pequeño poblado y los mástiles
de los barcos amarrados al rudimentario puerto chirriaban izando las velas y
haciendo casi imposible detener un naufragio costero, él aparecía vestido con
una negra capa pesada, que según relataba, se la había regalado el mismo
General Don José San Martín tras participar heroicamente en la Batalla de San
Lorenzo.
Narró varias veces cómo blandía su sable contra el enemigo colonialista y
explicó con lujo de detalle cómo el General planificó su batalla sobre pliegos
de papel y el tablero de ajedrez.
Durante su visita noctámbula a la pulpería, los perros, escuálidas
criaturas de visibles esqueletos tras el cuero, se arrinconaban con el rabo
entre las patas y de vez en cuando alguno alzaba su hocico aullando compungido.
Los gatos erizaban sus pelos y huían tras los sacos de harina y botellas de
porrón vacías.
Él ya no vivía más en el caserío. Según decían los parroquianos, después de
la Batalla, se había afincado en un rancho, que yendo por el Camino Real a
caballo, se tardaría más de tres horas en llegar.
La presencia de sus relatos y de sí mismo, llegó de boca en boca hasta los
lugares más apartados del sur de la provincia e incluso, algún que otro
bonaerense habíase venido en carreta, sólo para escucharlo a él.
Una tarde, los monjes del Convento San Carlos, ofrecieron una Misa a los
fallecidos en la Batalla de San Lorenzo y los habitantes de la Villa del
Rosario se engalanaron con sus mejores vestidos, calzaron botas lustrosas o
alpargatas raídas y se fueron en caravana a honrar a los suyos, hijos del poblado
que habían ofrecido su sangre por la libertad de la incipiente patria.
Todos fueron, incluso él, vestido con uniforme de Granadero. Partió solo,
montando su menorquín, cuyo pelaje resplandecía a la luz de la luna.
Cuando entró al Convento, sus ojos brillaron de emoción y los monjes, le
dieron el honor de sentarse en la primera fila, al lado de las autoridades
eclesiásticas y del poblado propio y los vecinos.
Dado un momento de la Misa, un monaguillo, enjuto hombrecillo amarillento
por alguna enfermedad del hígado, mencionó a todos los caídos en el Campo de la
Gloria y su nombre retumbó entre paredes. Él, impávido, impertérrito, siguió
sentado con la serenidad de aquél que ya sabe y reconoce que hace rato que está
muerto.
Terminada la Misa, se levantó, saludó a los presentes, quienes no dejaron
de persignarse continuamente antes del apretón de manos y se fue por donde
vino, directo hacia las barrancas, y ambos, jinete y caballo, se sumergieron en
el río.
Dicen las historias rosarinas, que cuando por las madrugadas soplan los
vientos del sur que traen tormentas y a veces granizo, un Granadero viene
montando un caballo negro, un menorquín cuyos cascos no tocan el piso, entran
por una portezuela del Correo Central y el sereno sirve dos copas de vino.
Violeta Paula Cappella.-
No hay comentarios:
Publicar un comentario