“A” - Cuando yo era muy pequeña, vivíamos en el Pasaje Argentino, hoy,
pasaje Monroe. Mi madre nos llevaba, a mi hermanita y a mí, de paseo al Parque
Independencia; pasábamos gran parte de las tardes entretenidas mirando los
peces de las fuentes y admirando pájaros en un enorme jaulón donde había loros
y otras especies coloridas.
Una vez por semana, íbamos al Jardín Zoológico a ver a una pareja de leones
jóvenes que siempre tenían nuevas camadas de cachorros. Mi gran tentación era
abrir las jaulas para que pudieran salir de paseo, como lo hacíamos nosotras.
También había un oso polar y unos osos pardos en unos espacios grandes con
piletones para que pudiesen nadar. Los osos me miraban y me decían algo en su
idioma; quizás me reclamaba su libertad…
En grandes pajareras había aves de rapiña que continuamente estaban
picoteando huesos con carne. En una amplia explanada con un enorme pesebre,
había animales de granja: burros, ponis, llamas, ovinos y caprinos de todas las
especies. En jaulas más pequeñas había gallináceos variopintos: grises con
pintitas negras, tornasolados y negros azabache, en otras, pecaríes, y en las
más chicas, con madrigueras y todo, cuises y chinchillas. Más al fondo había
una enorme parcela con un lago artificial y toda clase de aves acuáticas, desde
flamencos hasta patos siriríes, e incluso, algunos carpinchos. En una jaula
semicircular, saltaban y daban volteretas monos titíes y en otra igual, unos
chimpancés. Escalábamos la montañita para ver algunos zorros y erizos.
Un sábado al mediodía vino mi abuela de visita. Almorzamos y nos fuimos las
mujeres, todas de visita al Jardín Zoológico.
La abuela observaba los grandes felinos con cierto celo, hasta que recordó
que, si bien nuestra fauna autóctona no incluye leones, había pumas.
Como buena mujer de campo, en sus años mozos hubo portado una Winchester de
repetición para matar perros rabiosos, chanchos salvajes y jabalíes, llevaba
entre las polleras un machete, cuchillos de monte y demás armas blancas que la
salvaron de más de una serpiente. A caballo, cruzaba cañaverales a machetazos
en busca de reses perdidas y las traía de retorno a su corral, enlazadas como
corresponde. Para cuando ella nació, ya no había malones, pero en su memoria
estaba aquella discusión con facones en mano que hubo entre gringos y
Comechingones a causa de una indiecita de pequeños y gráciles pies, de padre
cacique y madre india “adivinadora”, que había quedado embarazada de un
gringuito payo, cuyo resultado terminó con la convocatoria del Juez de Paz y un
pastor protestante que andaba por la zona, quienes hicieron las paces (a los
gritos y escopetazos) entre inmigrantes y originarios y formalizaron la boda
para escándalo del pueblo. Fruto de aquel encuentro pasional nació una
argentinita trigueña de mágicos ojos claros color del tiempo, a veces gris
ceniza, a veces verde aceituna, mitad gringa, mitad india: mi bisabuela. Declaró
la abuela entonces frente a la jaula de los leones, que alguna vez, había
comido puma a la cacerola.
Los osos le fueron indiferentes para temas de cocción, pero: “¡Qué bonita
piel!” Y la abuela en su imaginación ya estaba cuereando osos.
Al llegar a las grandes jaulas de las lechuzas, no las quiso ni mirar y
profirió un versículo bíblico mezclado con conjuro comechingón para ahuyentar
los malos espíritus de los bichos. (Más de un “cristiano” recurrió a ella
cuando eran necesarias las artes de la taumaturgia para salir de un embrollo,
averiguar cómo iban a ser las cosechas,
curar sembradíos de las plagas, un empacho, un mal de ojo. Tiraba las
cartas con el tarot piamontés y las barajas españolas y más de un “cristiano”
supo dejar de lado intereses de robo de ganado o de conejos, cuando la abuela
salía y simplemente pronunciaba sus
hechizos a toda voz y disparaba luego dos o tres tiros al aire con el
Winchester; a la abuela se la respetaba y se la respeta aún, después de muchos
años de fallecida…)
Tampoco le agradaron las aves de rapiña, pues no se las puede comer porque
se alimentan de la carne de los “finados cristianos” después de la guerra.
Todavía estaba fresca para ella, nacida el 25 de mayo de 1.901, la historia
entre Federales y Unitarios y la abuela era partidaria de ¡FEDERACIÓN O MUERTE!
En síntesis, mi abuelita no se andaba con vueltas; era patriota como nadie,
mujer de escarapela en pecho los 365 días del año (a veces con una cintita
roja), si hubiese podido destripar a más de un político, lo hubiese hecho y con
el facón nomás. Cuando mi madre una vez, le mostró una imagen de Juan Manuel de
Rozas que estaba en un libro de la Biblioteca Vigil, se le llenaron los ojos de
lágrimas. Es más, me había comprado a mí un pañuelito rojo de seda, una divisa
color punzó que llevé anudada al cuello durante años hasta que se hizo
hilachas, porque “Vos, vas a ser como yo”, y al mandato de la abuela nadie se
negaba. La abuela cuando hablaba de Rozas decía: “Lindo, lindo hombre, fuerte y
valiente. Tenía ojos azules como tu abuelo Cappella.” Su otro ídolo era Don
José de San Martín: “Lindo, lindo hombre, fuerte y valiente. Tenía cicatrices
de guerra” y me miraba a mí, hinchada de abuelitis crónica, la nacida
justamente un 25 de febrero, igual que Don José. ¡Y ni que hablar de Güemes!:
“Lindo, lindo hombre, fuerte y valiente, muy varón”. (Siendo yo joven, la
abuela me daba lecciones a cerca de cómo elegir novio: “Si un hombre no tiene
cicatrices, no es varón.” Fruncía la nariz en señal de desprecio y agregaba en
voz baja: “Esos de la televisión no sirven para nada…” Pero tuvo su amor televisivo: Rodofo Bebán; “Ese sí que es
varón”)
Siguiendo el recorrido por el Jardín Zoológico, llegamos al sector de
ovinos, caprinos, llamas, guanacos, etc. “Linda lana”, decía la abuela y ya se
veía a sí misma, tijera en mano esquilando ovejas. ¡Y los chivitos! Chivito a
la estaca, chivito en conserva, charqui de llama, llama ahumada, costillita de
cordero al chimichurri, guiso de cordero al romero, cabrito al roquefort,
cabrito a la vinagreta… Los ponis a trabajar, chiquititos pero fuertes; los
burros, a trabajar, lindo animalito de carga. ¡Y los quesillos! ¡A ordeñar
cabras!...
Mi madre y yo nos íbamos descomponiendo frente a la visualización de los
cuadrúpedos a la parrilla, en tanto mi hermanita, que era muy pequeñita,
llamaba a todo ser vivo “pipí” o “mono”, fuese león, águila o cuis.
Frente al sector de los pecaríes la abuela se hizo una panzada imaginaria
de toda clase de embutidos, chacinados, achuras y relató contentísima que su
abuela (la india) hacía un guiso de cabeza de chancho que estaba para “chuparse
los dedos”. (Mi padre aún sigue contando esto del guiso, orgulloso de su
bisabuela, que vivió hasta los 115 años y fumaba toscanos.)
Cuises y chinchillas: al escabeche, con mucho ajo, pimienta en grano,
laurel y vinagre para sacarles el gusto a salvaje. Los gallináceos fueron su
pasión y desplegó un sinfín de menúes al horno, al horno de barro y al grill.
Mientras mi hermana señalaba patos, flamencos, cisnes y garzas diciendo
acertadamente “pipí” y no acertaba diciéndole “mono” a los carpinchos, la
abuela cortaba papas, zanahorias, calabacines, cebollas, zapallo criollo,
zapallitos, pimientos, puerros y tomates y mandaba todo palmípedo a la olla, en
tanto también cuereaba carpinchos y los preparaba a la milanesa.
Ya casi al final del recorrido, estaban las jaulas de los monos. ¿Se comen
los monos? Para mi abuela todo era masticable.
No había ni simpatía, ni volteretas, ni piruetas que la pudiesen sacar
de su tradición de campo donde todo va a parar al asador. “Los monos también se
comen; eso lo saben hacer bien los indios de Formosa…” dijo la abuela.
Terminada la visita culinaria al Jardín Zoológico, mi madre pensó que era
imposible ir de Don Pedrín a comprar unas pizzas para la cena. Alternativas:
asado o… asado. Fue así que esa noche, cuando llegó mi viejo de las reuniones
de directorio de la Federación Santafesina de Pesca y Lanzamiento, se encontró
con la abuela, atizador en una mano y pinche en la otra, entretenidísima en la
cocción de toda clase de achuras, chorizos, costillitas, costillares,
morcillas, chinchulines y criadillas… Para mi padre, una enorme alegría cenar
con su madre, gran asadora (cebadora de exquisitos mates y cocinera de las
mejores empanadas) si las hubo en la historia familiar, y con su menú favorito:
asado.
Nota: Créase o no,
para escribir y publicar este testimonio familiar, le pedí permiso a mi abuela
y me dijo que sí, pero tuve que cortar algunos párrafos que no le gustaron a
medida que fui leyéndole (en mi imaginario o en mi intuición) en voz alta y me
solicitó que agregarse, que “Perón era lindo hombre, buen militar” y que
“Lisandro de la Torre era lindo hombre, muy varón” y además que escribiese una
linda “A” al comenzar el relato; sólo ella y yo, sabemos por qué.-
Violeta Paula Cappella
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