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jueves, 10 de diciembre de 2015

Domingo


De escasa estatura, desgarbado, de ojos saltones y vivaces, Domingo iba a la escuela cargando una bolsita de tela con sus útiles. Llegaba corriendo, siempre en el último minuto antes de formar fila en el patio, izar la bandera y cantar “Aurora”.

De menor a mayor, las líneas de cuerpecitos vestidos con guardapolvo blanco permanecían inmóviles cuando comenzaba a escucharse la “fritura” del disco, desde el parlante colgado en la entrada de Dirección. En coro, con las voces infantiles aún dormidas, cantaban la oda a la insignia patria masacrando la letra al trastocar las palabras de las estrofas.

Alta en el cielo, un águila guerrera
audaz se eleva en vuelo triunfal;
azul un ala del color del cielo,
azul un ala del color del mar.

Así en la alta aurora irradial,
punta de flecha el áureo rostro imita,
y forma estela al purpurado cuello.

El ala es paño, el águila es bandera.
Es la bandera de la patria mía,
del sol nacida, que me ha dado Dios;
es la bandera de la patria mía,
del sol nacida, que me ha dado Dios;
es la bandera de la patria mía,
del sol nacida que me ha dado Dios.

Y nosotros cantábamos: “..a su lunala del color del mal…”, hasta que un día le pregunté a mamá qué significa “lunala” y un enorme signo de interrogación se dibujó en su rostro. Repitió: “¿lunala?” y le dije que sí, que así se decía en la canción a la bandera. Se quedó pensativa, rió, tosió afinando la voz y cantó remarcando a volumen alto las estrofas en conflicto: Alta en el cielo, un águila guerrera, audaz se eleva en vuelo triunfal; azul un ala del color del cielo, azul un ala del color del mar. Entonces, me enteré que era “azul un ala” y “color del mar”.

Domingo se llamaba así, no por el día de descanso, sino porque hubo un presidente que se llamaba también Domingo, pero de segundo nombre. Su alegría contagiaba a todos y reía estrepitosamente como lo hacen los pequeños simios. Saltaba, corría y brincaba con la agilidad de los seres instintivos que tratan de zafarse de las fauces de sus depredadores; en este caso, la escuela.

La miseria, la mala alimentación durante generaciones, el frío del invierno y el sofocante calor del verano, habían esculpido su figura.

Cuando la escarcha teñía de blanco Avenida Francia, Domingo olía a calentador Brametal, a leña, a carbón, a mugre, a mate cocido colado diez veces, a tortas fritas y escasas veces a jabón blanco para lavar la ropa.

Devoraba la rodaja de queso que nos daban de merienda durante el segundo recreo, se chupaba los dedos y se los secaba en el pantalón. El resfrío otoñal lo acompañaba y de esto eran testigo las mangas del guardapolvo utilizadas por él como improvisado pañuelo, almidonadas por los mocos que constantemente colgaban de su nariz cual acuosos y salobres caireles.

Tenía más de ocho hermanos, quince o dieciséis primos y otros tantos parientes que asistían a la misma escuela.

Si bien todos debíamos luchar contra las tablas de multiplicar, el análisis sintáctico, la fotosíntesis y la germinación del poroto para poder pasar de grado, la mayoría de las generaciones “domingueras” no lo lograban y año tras año seguían en el mismo aula, el mismo grado y con las mismas maestras.

Su inteligencia era tan escasa como sus monedas, todo le era extraño, difícil e incomprensible.

Matemáticas era un laberinto imposible de atravesar y lengua, un nudo gordiano. Estuvo poco tiempo con nosotros, como máximo tres meses y paso a formar parte de grado más atrasado, el tercero “A”.

Las profesiones y las futuras carreras universitarias fueron tema de la clase. Las niñas deseaban ser maestras, médicas, modistas, azafatas, secretarias, enfermeras, actrices de telenovela o cocineras. Los niños preferían ser mecánicos, pilotos de avión, astronautas, dentistas, futbolistas, policías, ingenieros y uno dijo que quería ser carnicero como su papá.

Domingo tenía aspiraciones de ser soldado, portar uniforme y un gran fusil FAL; la Señorita Susana le respondió, que para eso “no hacía falta mayor inteligencia” y Domingo se sintió feliz y no acusó recibo de la indirecta hacia él ni de la directa hacia los militares.

Por mi parte, le comenté a la Señorita, que quería ser arqueóloga e ir a Egipto y estudiar las pirámides y que también quería estudiar los dinosaurios y ser paleontóloga. Tras sus gruesos anteojos, me observó como se lo hace con una nueva especie de microbio a través de un microscopio y me preguntó sorprendida, por qué. Le expliqué que en casa había dos libros, uno de los fósiles y otro de los egipcios y que me gustaban mucho.

Para la clase siguiente, el tema de los oficios y profesiones se había acabado. La Señorita Susana trajo de la biblioteca una calavera humana y la depositó sobre mi pupitre, bien frente a mi rostro. El hueso lustroso, las oquedades oscuras, la mandíbula móvil, la dentadura completa en la eterna sonrisa sarcástica, me miraba desde el vacío de una muerte lejana. No la quise tocar, no la quería mirar ni de reojo. La Señorita Susana sonrió burlonamente y me dijo: “¿Pero cómo, no querías ser arqueóloga y paleontóloga?” Le pasé a mi compañera de banco la calavera tomándola sólo con un dedo de cada mano y así circuló por cada pupitre. El tema del día: los 207 huesos.

Por la tarde, nos reunimos en casa más de doce chicos para calcar del libro “El Cuerpo Humano” un enorme esqueleto por delante y por detrás. Comenzamos a discutir cuántos huesos tiene el hombre. El libro decía que podían ser hasta 208, pero que también podían ser 206 y entendimos por qué la Señorita Susana nos dijo directamente “207”; uno más, uno menos, en fin…

Domingo miraba la figura y esperaba pacientemente su turno para calcarla, pero impacientemente a la chocolatada que estaba preparando mamá. Cuando comenzó a trazar las líneas sobre el papel, observando que no se le haya movido nada de su lugar, se quedó pensativo y dijo muy seriamente: “Se parece a mi tío Tato”. Reímos, tomamos la chocolatada, comimos masitas surtidas y comenzamos a memorizar los 207 huesos.

Decíamos en coro: “húmero, cúbito, radio; húmero, cúbito, radio; húmero, cúbito, radio”, señalándonos los brazos, luego: “fémur, rótula, tibia y peroné; fémur, rótula, tibia y peroné; fémur, rótula, tibia y peroné”; indicando las piernas en sus partes precisas.

Serían más o menos las seis de la tarde, pero como en invierno oscurece más temprano, en realidad, ya era tarde. Algunos chicos se fueron solos y a otros los pasó a buscar el padre, la madre o la abuela. Mamá atendía a todos y llamaba a la correspondiente criatura. También apareció el tío Tato y todos fuimos a ver al esqueleto caminante. Se trataba de un albañil carcomido por el durísimo trabajo, el cigarrillo y el vino. Sus pupilas oscuras estaban enmarcadas por un visible aro blanco y en una de sus manos traía alzado a un cachorro que había encontrado por ahí abandonado. Sentí pena y ternura por él, por Domingo y por el cachorro.

Mamá conversó con el tío a solas y le dijo que esperase un momentito. Fue al dormitorio, sacó una bolsa enorme con ropa nuestra que ya nos quedaba chica (mi crecimiento fue siempre un problema) y se la entregó. El hombre, tan oscuro, taciturno y triste como el crepúsculo, agradecido, sonrió feliz con una notable ausencia de dientes.

Al otro día, por la mañana, nos volvimos a encontrar todos en la escuela predispuestos a recitar de memoria la lección de los 207 huesos. Domingo apareció abrigado con un pulóver que había sido de mí y envuelto con una bufanda tejida por mi abuela para mamá. Se me acercó para decirme algo, pero antes de que emitiese sonido, le dije: “¡Shhhh!, te queda muy bien, no digas nada, ya sabés cómo son los chicos…” Se paró de puntas de pies, me dio una palmadita en el hombro, guiñó un ojo y me dijo al oído: “Sí, van a decir que llevo ropa de nenas, son unos hijos de puta”. Y siguió corriendo, saltando y brincando por el patio, con la felicidad de la inocencia infantil.

Violeta Paula Cappella


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