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jueves, 10 de diciembre de 2015

Clases de Piano



En los años ’70 se estilaba que los niños estudiasen piano, y no fui la excepción.

La casa de mi profesora de era amplia, con un jardín cubierto por una parra y aún así, muy soleado.

Iba todas las mañanas con mi carpeta, partituras y cuaderno con pentagrama, donde dibujaba, no sin dificultad cada nota aislada, y la clave de sol era mi mayor desafío. El lápiz se enredaba sobre sí mismo y emergía una figura caracolada tan lejana a la clave de sol, como el mismísmo Sol de la Tierra.

El solfeo era mi tortura. Lo practicábamos sobre el piano cerrado; los golpecitos sobre la tapa de madera y las volteretas de mis manos en el aire provocaban en mi profesora a veces risa, a veces alegría, a veces enojo. 

No había taburete, había un “benches” –así le llamaba mi profesora- al que, cuando yo llegaba, tenía que agregarle un almohadón para poder alcanzar las teclas. 

Me agradaba observar cómo mis compañeros tocaban y escuchar las breves notas que emergían del piano. Recuerdo un chico que un día se enojó y le dio varios puñetazos a las teclas. Me asusté ante el estrépito, creí que el piano estaba roto y ya no podría tocar más. Ese acontecimiento tan violento, nunca se borró de mi sensible memoria. Así como también aún puedo escuchar y verme frente a cada tecla y las partituras de Clementi, Cesi, Bertini, Czerni, Diabelli, Haydn y tantos otros que ya no recuerdo.

El piano de cola estaba en otro salón, negro, imponente, majestuoso, brillante; olía a madera; sentía una gran admiración y un respeto inigualable por él. Mi maestra me alzó en sus brazos, pues era tan pequeña que no alcanzaba a ver nada, me mostró cómo era por dentro y explicó las secciones de cuerdas graves, medias y agudas, las clavijas y todos los tornillos de afinación. 

No sé por qué, una vez me di cuenta que no hacía falta mirar la partitura para poder tocar y con el simple hecho de observar atentamente las manos lánguidas y pálidas de mi profesora ir y venir, más atesorar en mi mente la melodía, ya era suficiente. Y durante un tiempo tocaba extasiada, mirando por la ventana el jardín repleto de plantas. Mi profesora no decía nada, hasta que cometí un error y me sobresalté; la disonancia fue tan desagradable como infeliz. Sentí que había mancillado el piano, que había sido irreverente con él. La culpa me carcomía y mi profesora, con la dulzura que la caracterizaba, me señaló la partitura y me dijo que allí estaba la música guardada, como cuando se sostiene un disco en la mano: si no se lo pone en el tocadiscos, no se escucha nada. Aprendí la lección y comencé nuevamente a leer la partitura.

En casa no había piano y tampoco había posibilidades de comprarlo. Fue así como opté un atardecer, mientras mi madre atendía a mi hermana que era bebé, por dibujar las teclas en la mesa de la cocina con fibra Sylvapen negra. Coloqué un cuadernillo de partituras de Czerni frente a mí y comencé a tocar en mi piano imaginario tarareando la melodía. Mientras lo hacía, las teclas se iban borrando, mis dedos ennegreciendo y estampaban huellas digitales por toda la mesa. Estaba tan concentrada en la música que ni me di cuenta que mi madre ya estaba en la cocina con mi hermanita en brazos. Miró mis manos, sucias como nunca, me acarició el cabello, se sentó a mi lado y lloró. Miré la mesa convertida en una mancha y pensé que me retaría, sin embargo me dijo, casi atragantada: “Seguí tocando, lo hacés muy bien”.

Violeta Paula Cappella



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