Pocos conocen la historia de Don Cayetano Arnoldo Lázaro Puyol, un
valenciano venido a estas tierras cuando niño, digamos, un rosarino más.
A fines del siglo XVII y siendo adolescente, se embarcó en el precario
puerto del caserío de la Villa de Rosario en un bergantín llamado “Virgen de
los Mares Orientales” hacia rumbos desconocidos.
Bordeando el mar costero, el bergantín soportó previamente una fuerte
tormenta en el Río de la Plata que le abrió a Don Cayetano las puertas a
especies nuevas de seres acuáticos: por primera vez pudo ver los delfines
franciscana saltando entre las olas y una mantarraya que medía casi dos metros
de diámetro, un verdadero monstruo de río, así, siguiendo la costa marítima de
las tierras coloniales navegaron rumbo sur hasta el Estrecho de Todos los
Santos, un pasadizo traicionero, agitado, con vientos que se arremolinan y
turbulentas aguas que chocan contra las rocas costeras provocando un sonido
similar al de mil dioses que entran en batalla. Los peñascos, algunos de ellos
redondeados y otros filosos se asomaban en las costas cual gigantes
amenazadores que atraían al bergantín de forma enigmática y magnética para que
se destrozase contra ellos.
Los marinos, versados hombres de mar que hablaban diferentes lenguas se
entendían sin embargo, a la hora de ejecutar diestramente maniobras para eludir
un naufragio.
El bergantín pesaba, con carga y todo, unas 600 toneladas y era mucho más
veloz que cualquier fragata, algo que el Capitán, Don Gervasio Gorgoño y
Carreyra, disfrutaba a pleno cuando el encuentro con corsarios y piratas que
deambulaban a la caza de cualquier barco que se hiciese a la mar. Sus bodegas vacías,
y sólo con algunos cofres cargados de monedas de plata para la adquisición de
mercaderías, barriles de vino y comestibles para la población naviera, lo hacían más liviano aún.
Pasados los peligros del Estrecho de Todos los Santos, llamado por algunos
también como “Las Molucas desertoras”, se internaron en el misterioso y
gigantesco Océano Pacífico en busca de unas islas de raros frutos agradables al
paladar.
El rumbo de los vientos y las corrientes marítimas los llevaron hasta un
archipiélago en el que una de las islas estaba habitada por reos y confinados
llamada Isla de los Perros. Desde ya, que siguieron rumbo hacia el noreste en
búsqueda del paraíso de los aromas y sabores.
El bergantín ostentaba dos mástiles, cuyas velas se inflaban cual buche de
palomo en celo cuando los vientos soplaban y muchas veces, daba la sensación
que se desprendía del mar e iba a alzar vuelo.
Después de largos tiempos de estadía en el medio del desierto de agua
salada y ya escaseando las reservas de agua dulce, la tripulación del bergantín
fue bendecida por la Virgen de los Mares Orientales con una grata lluvia que
renovó los ánimos de los marinos.
Las estrellas de cielo raso extendido de la Vía Láctea, cual columna
vertebral de algún antiguo dragón, guiaban al ojo experto del Capitán, quien se
extasiaba con el avistamiento de estrellas fugaces que surcaban la calma
nocturna, incendiándola por algunos segundos de llamaradas rojas, blancas y
amarillentas, que eran objeto de rezos y plegarias, pues para los más
supersticiosos presagiaban la llegada del fin del mundo.
Una mañana los envolvió una nube sulfurosa emanada de algún volcán cercano.
Para los marinos más jóvenes, desconocedores de estos “comedones de la Tierra”,
como le llamaban los viejos hijos de la mar, creyeron estar ante las puertas
del infierno y fueron el hazmerreír de la antigua tripulación, cuyas carcajadas
desdentadas fueron bastante molestas para joven Cayetano Arnoldo Lázaro Puyol.
A lo lejos, las fumarolas y cráteres expulsaban gases letales y pequeñas
partículas cenicientas que manchaban las velas del bergantín y provocaban
cierto escozor en la piel de los brazos y la cara de los tripulantes del
bergantín.
Bordeando esta zona de peligro, llamada Hawai’i se fueron acercando a unas
playas de arenas negras de otra isla llamada Maui por los lugareños.
La isla era exótica y digna de la mayor admiración. Nadie los esperaba, así
que anclaron el bergantín y se hicieron a la costa de manchones verdes y negros
esparcidos aquí y allá y un horizonte cubierto de palmeras y árboles frutales.
Recolectaron todo lo que encontraron: granos de café, cocos, frutas
exóticas de duras cáscaras, caña de azúcar y hasta algunas pobres tortugas de
color verde.
Nadie los vio, nadie los recibió y llenaron la bodega a cambio de nada.
Don Cayetano Arnoldo Lázaro Puyol observó las arenas negras y guardó un
puñado en una bolsita de tela que su madre le había hecho antes de partir, para
que recolectase alguna flor para ella. Puso en un bolsillo del pantalón una
florecilla de colores vivos que luego atesoró entre las páginas de su Biblia.
Retornando casi por la misma ruta, atracaron meses después en el Puerto de
Santiago de la Nueva Extremadura y vendieron gran parte de la carga; el resto
fue comerciado en el puerto de Santa María del Buen Ayre. Allí se quedó Don Cayetano Arnoldo
Lázaro Puyol y decidió volver a su amado caserío en el mar verde de la pampa
húmeda, cargado de cuantiosas monedas que había envuelto muy bien entre sus
ropas para que no tintineasen y llamasen la atención de los oídos indiscretos y
se vistió con pobres harapos.
Una diligencia, todo un lujo para un joven, lo trajo hasta el Corral del
Estado. Bajó sus pertenencias y con la Biblia en la mano, se dirigió hacia el
caserío que rodeaba a la parroquia. Entró a la pequeña capilla, se hincó frente
a la imagen de la Virgen del Rosario y le agradeció volver a estar en tierra
firme.
Caminó en silencio, repasando las aventuras para comentar entre mate y mate
a sus padres y cuando vio su casuca, se le llenaron los ojos de lágrimas.
Fue victoreado, abrazado, besado y escuchado por todos. Sus historias de
mares embravecidos, de volcanes y palmeras se multiplicaron en boca de los
pueblerinos y hubo fiesta, baile y asado para su bienvenida.
La extraña florecilla seca entre las páginas de la Biblia fue objeto de
admiración, así como también el puñado de arena negra.
Ya entrado Don Cayetano Arnoldo Lázaro Puyol en años y viendo que los
tiempos de vida se le acortaban, mandó a un nieto suyo a comprar un reloj de
arena.
Le vaciaron el contenido original y le colocaron la exótica arena negra de
Maui.
Prohibió que alguien osase tocarlo, pues y aunque nadie durante la caminata
por las playas se había dado cuenta, él había visto unas huellas de pequeños
pies humanos que huidizas se perdían entre los arbustos y palmeras.
Estando ya enfermo y postrado en la cama, rodeado de sus seres queridos,
comenzó cada vez a quejarse más de dolores en el pecho y el abdomen.
Una madrugada, sintió un cuchillazo en el corazón y despertó con medio
cuerpo paralizado. Se le hizo difícil poder hablar con la lengua casi dormida
pero logró pedir su reloj de arena. Su nieta lo colocó al lado de una vela y
allí quedó inmóvil durante unas horas.
Don Cayetano Arnoldo Lázaro Puyol no estaba dispuesto a seguir sufriendo.
Su vida había sido activa durante su juventud, pacífica en los años adultos y
cargada de sabiduría en los años de vejez.
Extendió su brazo derecho como pudo y en un momento en el que había quedado
solo, hizo correr las arenas negras de un extremo al otro del reloj. Cuando el
último granito cayó sobre el pequeño montículo, cerró los ojos, vio que las
pisadas de los pequeños pies sobre la playa de Maui se borraban con las olas
del mar, bendijo al bergantín “Virgen de los Mares Orientales”, suspiró
profundo recordando la salobridad del aire de océano y se fue navegando al
mundo de las almas con la calma de aquel que en su vida ha hecho la cosas
bien.
Violeta Paula Cappella.-
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