La dignidad
de la estatua griega
El nene vio una
fotografía de una estatua griega en el libro escolar y pensó: “Cuando sea
grande quiero ser como este y tener esos huevos”.
Se miró al espejo,
llenó los pulmoncitos de aire, infló los cachetes, sacó pecho y se consideró más
miserable que un renacuajo.
A los trece años,
durmiendo, sueña con aquel episodio de la estatua griega. Él ahora se convierte
en la estatua, baja del pedestal y se enreda en amores con una turista que
profiere grititos como los de la película porno que vieron ayer a escondidas en
la casa de Juanchi. Sorpresivamente alguien lo empuja, cae al piso del museo y
se rompe en mil pedazos.
Se despierta empapado
en sudor, sobresaltado, con el corazón a punto de salírsele del pecho y se da
cuenta que está mojado. Temiendo haberse hecho pis encima, toca la sábana y
evidencia unas gotitas de una sustancia viscosa entre sus dedos. Sonríe y
suspira una y otra vez pensando en lo que le acaba de suceder. Se levanta
despacito, mira hacia el dormitorio de los padres y ve que la puerta está
abierta, en tanto la del baño, está cerrada. Medita unos segundos y se va en
puntas de pies a la cocina, abre lentamente la canilla de agua fría, moja la
esponja para lavar la vajilla, se limpia y se da cuenta que en algún momento de
la noche se ha quitado el slip. “¡Estoy en bolas!”, piensa y se horroriza de sí
mismo. Camina midiendo sus pasos, vuelve a su dormitorio, tantea en la
oscuridad la zona de la cama que está aún mojada y ya fría y refriega la
esponja en las sábanas. Retorna a la cocina y deja la esponja en su lugar.
Se acuesta, encuentra
el slip bajo la almohada, cierra los ojos y se da cuenta que la turista del
sueño es la vecina del 15º A. Se tapa la boca y se sonroja. Habla en voz baja
para sí mismo: “Tengo que dormir. Mañana hay examen de biología”. Mañana es
hoy. Al rato suena el despertador. Se levanta, se ducha rápido, lava el
calzoncillo, se viste y tiende la cama. El desayuno huele a tostadas con
manteca y dulce de leche.
La madre lo mira y le
pregunta por qué se duchó y él dice que tiene que estar bien despierto para el
examen. El padre ve las ojeras y le pregunta qué le ocurrió mientras va pasando
las hojas del Apocalipsis de San Juan. “Nada, no pude dormir bien pensando en
la prueba. Además tuve una pesadilla…” – “¡Otra vez con tus estupideces!”, lo interrumpe la madre: “Eso es por mirar
películas llenas de porquerías de muertos y zombies y encima, leer esas
novelitas de cuarta.”
El pibe mira sus
libros y entre ellos hay uno forrado con papel araña azul: “Un naturalista en
el Plata”, de Charles Darwin. Toma rápido el jugo de naranja, aparta el café
con leche, come una tostada, agarra sus libros y carpetas y sale del
departamento dando un portazo. Está a punto de estallar de bronca e impotencia;
siente una opresión enorme en el pecho; una angustia que le va royendo la vida
entera.
Pulsa el botón del
ascensor, espera unos breves instantes y cuando se abren las puertas
automáticas se encuentra con la vieja de 3º B que le grita: “Nene, me subiste
hasta el veintidós, vos sos o te hacés”. El le sonríe, agacha la cabeza y se
alegra que no sea la del 15º A.
Se recuesta contra el espejo
y cierra los ojos para no ver el mundo que lo rodea. El ascensor se detiene en
el 15º. “Buenos días”, dice la rubia y se acomoda sugestivamente el pantalón blanco
en la zona del enorme culo. Él se queda boquiabierto, la observa y se sonroja.
Agacha nuevamente la cabeza. No la quiere ni mirar. Ella se da cuenta que algo
pasa por la mente del pibe; algo que le divierte perversamente y nota como él
baja los libros lentamente hasta su bragueta ocultando una erección incipiente.
Sube la pareja gay del 10º B, saludan
cordialmente y ella aprovecha para acercarse al pibe y lo apretuja contra el
espejo poniéndole las tetas sobre el hombro. Él sufre a más no poder. Está a
punto de largarse a llorar; la opresión del pecho se le ha subido también a la
garganta y un nudo gigante le impide respirar bien.
El ascensor para una
vez más y suben madre e hija del 4º C. Ahora ella aprovecha y se acomoda más
sobre el pibe, quien corre los libros hacia un costado y permite que ella lo
roce suavemente con su enorme culo enfundado en el pantalón blanco. El ascensor
llega finalmente a planta baja y casi todos salen. Ella deja caer sobre el piso
del ascensor unas carpetas y unas cajas de DVDs. El pibe le ayuda a levantarlos.
Las puertas automáticas se cierran y los dos quedan atrapados allí dentro.
Titila el botón del piso 49º. Hasta allá arriba habrá que subir.
La pregunta
obligatoria de la rubia: “¿Qué estudiás?” – “Estoy en el secundario, voy al
Poli, hoy tengo examen de biología.”, le dice con la voz entrecortada y
haciendo circular su vista desde más allá del ombligo hasta la boca pintada de
rojo sangre brilloso de la mina.
“Debés ser buen alumno,
dice ella” y agrega después de una breve pausa: “Te va a ir bien en biología.
Te vas a sacar la mejor nota, ya vas a ver” y con el dedo índice levanta la
barbilla del pibe, quien otra vez ha bajado la cabeza tratando de esconderse
bajo la alfombra del ascensor. Él encuentra que sus ojos están cautivos en los
grises de ella.
La rubia ve que el
ascensor va por el piso 21º y aprovecha para comentarle: “No te tiene que dar
vergüenza que se te haya parado un poquito, es lo más natural del mundo. Ya sé
lo que dicen en todo el edificio de mí, lo tengo bien clarito. Yo soy actriz
XXX. ¿Sabés qué es eso?” El pibe asiente con la cabeza y se ruboriza más aún.
“¡Ah, picaroncito, ya debés haber visto alguna, no?” Él carraspea un poco y con
un hilito de voz emite un casi inaudible “ayer”.
El ascensor va por el
piso 40º. Ella se apropia de los pocos segundos que quedan: “¿Cuál viste ayer?”
– “Café con leche caliente”, responde él y el ascensor se detiene en el 49º. Se
abren las puertas: no hay nadie. Él no sabe si largarse a llorar o sentir
alivio.
La rubia le quita los
anteojos y se los engancha en su propio escote y le aclara: “¿Ves? Yo soy la
protagonista de esa película, me imagino que te habrás dado cuenta de eso, sí?”
Las puertas del ascensor se cierran y comienza el descenso. Él niega con la
cabeza y le cuenta: “Anoche soñé con un museo donde había una estatua y yo me
convertía en la estatua y hacía el amor con una turista y de repente, alguien
me empujaba y me caía al piso y me hacía trizas.” Ella agrega: “Entonces te
despertaste, estabas todo transpirado y mojaste la cama.” Hace una breve pausa,
respira profundo y sigue: “Seguro que la turista que te cogiste era yo. Pero no
importa, lo dejamos ahí. Lo que sí importa, es que se lo pudiste contar a
alguien.” Dice astutamente la rubia.
El ascensor sigue
bajando y el pene del pibe sigue subiendo porque es cierto, lo pudo compartir
con alguien y ese alguien es justamente la mujer de su sueño. Ahora está
relajado y siente una extraña sensación agradable que recorre todo su cuerpo.
“Bueno, ya sabés, por
el momento, vos y yo, nada. Sos muy pichón todavía. Soñá todo lo que quieras
conmigo. Cuando seas más grande y tengas unos 18, por ejemplo, podrás venir a
verme. Pero lo mejor sería que te enamores, sabés? ¡Que te enamores en serio!
No como la mitad de los tipos de este edificio que dicen amar a sus esposas,
salen un rato antes de laburar, pasan por mi departamento y después, cuando
llegan a casa le dan un beso a su mujer y lo de siempre: están recansados de
trabajar. ¿Entendés?”
El ascensor va por el
piso 14º y en el 12º se detiene. Sube un tipo, saluda con un parco “buenos
días” y se mira al espejo un granito que le acaba de salir en la frente. Ella
se echa la cabellera hacia atrás y contesta: “Buenos días Licenciado Martínez
Anaya” y le guiña un ojo al pibe. Todos permanecen en silencio hasta PB y
descienden. En el hall, ella se quita los anteojos del pibe de su escote y se
los devuelve discretamente. Él, agradecido y feliz de la vida, acomoda sus
libros bajo el brazo y camina junto a ella hasta la puerta. Se siente por
primera vez alguien importante. Se detienen
y antes de abrir, ella se agacha, le da un beso en la mejilla y le deja
el sello del labial rojo sangre brillante cerca del labio. “Nunca te enamores
de mí”, añade en voz baja acercando su boca a la oreja del pibe. “Soy como la
estatua griega de tu sueño. Andá a la escuela, contale a tus compañeros que me
conociste y hacete famoso. Tomá, esta es mi tarjeta; para que te crean. Guardala
bien, es tu trofeo, te la ganaste. Te va a ir muy bien en el examen. Ah, mi
nombre real no es Emily, es Casandra Helena Gianakopoulos.”
Se alejan uno del otro
y a unos cuatro o cinco metros se dan vuelta y se saludan con la mano. Él se quita
los anteojos y los roza suavemente con su nariz: ¡Es su perfume, sí, es su
perfume que ha quedado grabado en las patillas! Se los vuelve a colocar y
corre, corre cada vez más rápido, sintiendo que sus pies tienen alas y que
podría seguir corriendo todo el día si quisiera.
Se le despeinan los
cabellos, la bufanda de lana se le sube al hombro como un lazo que lo impulsa a
retroceder hacia la rubia; cae de sus manos un libro. Frena su alocada carrera
en la esquina de Avenida Pellegrini y Alem, retrocede unos metros, levanta “Un
naturalista en el Plata”, toma con fuerza todos sus libros y carpetas y los
lanza hacia el cielo. La felicidad circula por cada fibra de su ser y grita:
“Casandra me dio un besooooooo!” y cae sobre las baldosas de la vereda abriendo
los brazos para respirar profundamente el aire de la mañana, lleno de salvajes y
misteriosas neblinas que vienen del río.
Violeta Paula Cappella
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