Violeta Paula Cappella .·.
(Dedicado a todos los buscadores de la Luz)
Los
gemelos estaban nerviosos. Llevaron al moribundo envuelto en un saco de pieles
de cabra a las afueras de la ciudad y lo ocultaron en una caverna a la vera del
río Habulón.
Corría
el mes de Iváh y las noches se llenaban de nieblas y cantos de lobos salvajes
que eran respondidos por los perros de la pequeña ciudad.
Por
la mañana temprano, la plaza se llenó de mercaderes que armaban sus tiendas con
delicias traídas de lejanas tierras y productos locales. Las mujeres se
agolparon ante un puesto para ver las telas traídas de otros continentes, cuyos
colores jamás habían visto. Los ancianos que no estaban orando en el Gran
Templo, jugaban entretenidos al latrunculi o al zatrikión.
A
unas cuadras del mercado, ancló en el puerto una nave romana trayendo armas y
soldados. A bordo iba también Julio César.
Todavía
se escuchaba el croar de algunas ranas y Julio César observó el fértil paisaje
que lo rodeaba: suculentas palmeras cargadas de cocos, dulces panales colgaban
de los árboles y pequeños monos chillaban saltando de rama en rama. Descendió a
tierra firme y más tarde se estableció en el Palacio Blanco, cerca del Gran
Templo inconcluso del Rey Nomolah.
A
media mañana, los gemelos pasaron frente al Gran Templo y hablaron con el
guardia en lengua de las tierras de Yibboleh, porque sabían que la mayoría de
los soldados romanos conocían el idioma vulgar Janbokíh.
Julio
César siempre estuvo rodeado de soldados que poseían alguna cualidad especial,
al igual que sus oficiales. Mandó a cinco soldados a recorrer las calles y uno
de ellos pasó frente al Gran Templo, cuando los gemelos hablaban con el guardia
y escuchó el diálogo en lengua Yibboleh. Se detuvo cerca de ellos y
discretamente tomó un poco de sal, la esparció sobre un pan y comió lentamente.
Escuchó de una cueva a orillas del río Habulón, cerca de un árbol añoso de
olivo y de un joven laurel que tenía un panal de abejas, de una piel de cordero
en la que habían envuelto a alguien y que huirían al territorio del príncipe
Balut-Kain por el camino real que está más allá del puente que une con el Palacio
Negro de la Reina Makedah. Bebió vino de una cantimplora de cuero que colgaba
de su cinturón y partió a contarle a Julio César.
“Asesinos
en tierras recién conquistadas. Debo capturarlos.” - pensó Julio César mientras
escuchaba todo el relato. Escogió un fiel soldado armado y otro desarmado que
sólo portaba estandarte con Aquila y caminaron presuroso hacia el Gran Templo.
Los
gemelos habían desaparecido y el guardia seguía allí de pie e inmutable. Se
acercó a él y le tendió la mano como era costumbre del país, pero
inmediatamente sacó su daga e intentó cortarle la garganta; el guardia se burló
de él mostrándole su lengua y él se la cortó limpiamente, cayendo esta al
suelo, retorciéndose como una serpiente herida. El guardia se tomó la boca
sangrante y Julio César con su espada le abrió el vientre dejando escapar todos
los intestinos y los líquidos que emanaban un olor putrefacto insoportable. El
guardia se desplomó y Julio César con su daga le cortó la garganta. El guardia
sangraba profusamente pero no moría, entonces Julio César, tomó su espada y se
la hundió entre las costillas hasta llegar al corazón. Expiró. Julio César jaló
de su espada que estaba incrustada hasta la espalda del traidor y más allá
también y le arrancó de un tirón el corazón; junto con él, extrajo un pequeño
adoquín del propio suelo. La sangre corría por el empedrado y se abría camino
entre las grietas y junturas del pavimento. De la espada de Julio César
colgaban ambos, corazón y adoquín y vio que este último tenía sólo pulida la cara
que había quedado al aire libre, lo demás era deforme; pensó en el Collegium
Fabrorum y en la habilidad romana para construir caminos, puentes, acueductos,
levantar bellos templos y esculpir estatuas.
Los
dos soldados romanos alzaron el cadáver y lo llevaron hasta el Palacio Rojo del
Rey Nomolah. Julio César iba adelante de ellos tapándose la nariz por el
olor a excrementos que salía de los intestinos que colgaban del cuerpo del
guardia. Subió los 27 peldaños de mármol con la agilidad de una pantera y corriendo
un velo tras el que estaba sentado el rey en su trono, lo saludó como era la
costumbre romana, tomándolo del antebrazo y meciéndolo levemente. Narró al Rey
lo sucedido y le mostró el cadáver del guardia. El Rey se acarició la barbilla
y le dijo: “Sois el que manda aquí y ahora, yo sólo sostengo la paz del pueblo,
mandaréis a investigar las cuevas a orillas del río, buscaréis al los culpables
de esta muerte tan extraña; quien haya sido asesinado merece justicia. En estos
días de mi vejez, mi estimado Julio César, ha desaparecido misteriosamente un
afamado orfebre, constructor y carpintero venido de las tierras de Neftal que
hablaba perfectamente la lengua de Iod conmigo. Dicen, que cuando estaba
derritiendo oro para una importantísima joya que adornaría el interior del
Templo, fue sorprendido por tres licántropos vestidos con pieles de cordero y
que él huyó quién sabe a dónde. Su nombre es Mirbhaf, su padre fue rey de los
neftalíes y gobernó en paz hasta la llegada de la segunda legión de los balut-kainitas
que mataron a todos los hombres del pueblo y a todos los niños varones, tomaron
a las mujeres por esclavas, pero la Reina y el niño se escondieron en la
cantera abandonada de Zahob y allí vivieron durante tres años en una caverna
hecha por los antiguos canteros que luego fue utilizada como sepulcro de
aquellos que morían aplastados por las rocas. Vivieron así entre calaveras y
huesos esparcidos e iluminados por una lámpara que alcanzó a llevarle una
esclava suya.” Julio César lo interrumpió afirmando conocer el relato, narrado
al amanecer cuando los ancianos se reunieron a conversar en el Gran Templo y él
pudo presenciar la charla. Por si acaso, le comentó, que en el año XIV del
calendario egipcio de la aldea de Ameth, había sido ungido Gran Pontífice y que
en su amada Roma era Pontifex Maximus. Se acercó al Rey dando ocho pasos
súbitos, se detuvo, pensó en las costumbres del lugar, pues no dejaba de estar
frente a un Rey y dio un paso más lento. Volvió a detenerse y le dijo: “Para
resolver este misterio, llevaré conmigo a dos de tus hombres, sé que ellos
conocen el Valle de las Tierras Fértiles del Mediodía; quiero a Ben-Johá y a
Aon-Gab, pues son conocidos por sus habilidades con espadas largas.” El Rey
golpeó su cetro contra el piso tres veces y nadie apareció, golpeó con mayor
fuerza cinco, siete y finalmente nueve veces y de inmediato se escucharon los
pasos presurosos de los dos hombres invocados. Ambos estaban vestidos con
largas túnicas, una de color amarilla y un manto color del cielo que le cubría
el cuello y el otro con una roja y un manto igual al del otro que le cubría
parte de la cabeza. Julio César recordó sus días en Egipto y no pudo dejar de
esbozar una leve sonrisa. Sabiendo por los comentarios llegados hasta sus
oídos, que ambos hombres hablaban latín les dijo: “VIRTVS IVNXIT, MORS NON
SEPARABIT.” Ellos asintieron con la cabeza y caminaron todos hacia la antesala
del palacio, donde sobre un enorme pedestal de alabastro brillaba una lámpara
fenicia de gran luz, a un costado yacía un perfecto cubo de ágata traído de
Hispania por un Príncipe llamado Kenoh, en el que se podían aún leer
esculpidas, ya casi borradas por el paso del tiempo, las letras que conformaban
una palabra en lengua Ahbda. Julio César tomó el estandarte con Aquila, se sostuvo
con ambas manos de éste y a su mente acudieron recuerdos de aquella época
cuando había sido Gran Pontífice.
Se
despidieron del Rey Nomolah y salieron por un pasadizo estrecho de varias
leguas de largo que conectaba con ocho bóvedas reales. El Rey le había dado a
Julio César una llave de marfil que extrajo de una cajita de madera del Líbano
finamente labrada, forrada por dentro con almohadillas de aromas de suave tela
color púrpura, con la que podría abrir la octava puerta y así estaría ya en el
Palacio Negro de la Reina Makedah.
Cuando
terminaron de recorrer el largo y angosto pasadizo, se encontraron con una gran
sala circular con las ocho puertas. Julio César dio doce pasos que resonaron en
la bóveda de la sala y se detuvo, pues estaba en el exacto centro. Se llevó la
mano a la frente y pensó cuál sería la puerta indicada. El Rey le había dado la
lámpara fenicia cuya luz jamás se apaga, ni por el soplar del viento ni por el
aliento humano. La levantó; vio que en verdad sólo había dos puertas, una al
norte y otra al este, las demás eran sólo reflejos de unos espejos ubicados
estratégicamente. Alzó más la lámpara y confirmó lo que sospechaba: en una de
las puertas estaba labrado un dragón oriental de tres cabezas que con el
parpadear de las sombras parecía moverse. Vio doce columnas que sostenían la
bóveda y dos rampas sobre un abismo del que no se había percatado. Tomó su
Aquila y observó a través del ojo de rubí perfectamente pulido. A su mente
llegaron los recuerdos de su paso por Jerusalén: las calles, la ciudad en
ruinas, el reflejo del sol entre las nubes de humo, la colina, el puente
levadizo y ese hombre, el anciano que gritaba en griego “¡Es Alfa y Omega!”.
Enfocó su vista por medio del ojo de Aquila hacia la puerta del dragón de tres
cabeza y reconoció que estaba atrapado por unas cadenas, luego enfocó la vista
a través del ojo de Aquila hacia la otra puerta y leyó en letras casi diminutas
"Alfa – Omega". Cruzando la rampa llegaron hasta ella. Desabrochó la
llave de marfil que colgaba de su cinturón y la introdujo en la cerradura con
sumo cuidado. Escuchó cómo los canceles se aflojaban, giró nuevamente la
llavecita, más canceles se soltaron y a la tercera vuelta, la puerta se abrió.
Tras ella, la luz de las estrellas; sobre el paisaje: la oscuridad total.
Julio
César elevó la lámpara; para su sorpresa, se encontró con que las estrellas no
pertenecían al cielo, sino a unos tules que colgaban del techo de otra gran
bóveda, al final de esta nueva cámara circular estaba la entrada al Palacio
Negro. Apresuraron los pasos abriéndose camino entre los tules y llegaron
directamente a la gran sala del Palacio. Todo estaba en tétricas penumbras.
Escucharon los lamentos y desgarradores gritos de las doncellas de la Reina
Makedah.
Las
nueve velas que colgaban de enormes candelabros manchaban las cortinas negras
del Palacio enlutado creando lágrimas blancas sobre estas. El espectáculo era
aterrador. Las doncellas levantaban las manos temblorosas al cielo y gritaban:
“¡Asesinos! ¡Asesinos! ¡Asesinos! ¡La ira de Aláh sea sobre vosotros!”. Julio
César se acercó a las doncellas y éstas se hicieron a un costado dejándolo
pasar. Sobre el trono real, la reina Makedah lloraba sin consuelo.
Julio
César recordó su divorcio y la frase que en ese momento dijo: “MVLIER CAESARIS
NON FIT SVSPECTA ETIAM SVSPICIONE VACARE DEBET.” - y pensó en lo bien que había
hecho en divorciarse de una mujer tan estúpida como Pompeya Sila. Observando en
las penumbras a la bellísima Reina Makedah, sintió que estaba nuevamente frente
a Cleopatra, su gran y escandaloso amor eterno. Henchido de varonil impulso, se
arrodilló ante ella, la tomó de la mano y la besó. Las doncellas y los
acompañantes de Julio César se dispersaron por los aposentos del Palacio y los
dejaron solos. Ella le narró lo mismo que el Rey y él la dejó hablar sin
interrumpirla, mientras pensaba, si esta bellísima dama imperial no sería la
mismísima Cleopatra oculta tras un velo negro que le cubría el
rostro, engarzado con perlas de los mares indos en forma de lágrimas…
Makedah
con un chasquido de sus dedos llamó a sus doncellas y estas prepararon para
Julio César una tina con agua tibia, ramitos de hierbas aromáticas y perfumes
del Oriente.
Julio
César sintió que los leves masajes de las doncellas más el perfume de las aguas
lo adormecían y relajaban sensiblemente, mientras tanto recordaba a Cleopatra
comparándola con Makedah.
Un
penetrante y sabroso olor a comida llegaba desde la sala contigua. Julio César
se despertó de su ensueño, las doncellas lo secaron y lo envolvieron
majestuosamente en una túnica blanca. Le peinaron delicadamente los cabellos
que ya dejaban las sienes al descubierto. Él se ofuscó, pues su calvicie que
asomaba ya desde hacía tiempo, le estaba dando grandes disgusto y una pesada
vergüenza. Ellas lo advirtieron y le colocaron un terso gorro color azul noche
tachonado de estrellitas labradas en plata; una filigrana exquisita, del mejor
buen gusto.
Con
varonil ímpetu abrió de par en par las puertas hacia la sala. A media luz, se
podía distinguir un solemne banquete. Se acomodó al lado de la Reina y ella le
señaló unos jarroncitos con gráciles florecillas que caían en racimos. “Las
conoces”- dijo la Reina Makedah. “Sí, conozco las flores de acacia.” –
respondió él. Ella estiró su brazo para alcanzar una rosa y Julio César pudo
ver que detrás del escote del vestido, se escondían los blancos senos redondos
pequeños, etéreos y finos como los de Cleopatra, pero su rostro se transformó
cuando entre ellos divisó el Anj de oro colgando de una cadenita anudada al
cuello.
“Cle…
Makedah… Esta noche nos quedaremos en tu Palacio a descansar, mañana partiremos
con el amanecer. El río Habulón tiene miles de cuevas y ya han partido siete de
mis mejores oficiales en búsqueda del… del desaparecido… Nosotros iremos tras
los asesinos. Más allá del Valle de las Tierras del Mediodía está el territorio
del príncipe Balut-Kain, de quien se dice que cobijará a los asesinos. ¿Tienes
aposentos suficientes para todos nosotros?” – La Reina se quedó en silencio un
segundo; luego le respondió: “Sí, tengo aposentos suficientes. Dime, Iulius
Caesar, ¿qué edad tienes?” Julio César se sintió algo ofendido por la pregunta
y le dijo astutamente en voz alta entre risas: “¡Jajaja, yo soy eterno, no lo
ves, ya no cumplo más años!” La Reina aplaudió, sopló una vela, se incorporó,
lo tomó del antebrazo, lo jaló hacia si misma, sintió que las rudas rodillas de
él rozaban suavemente las propias y se acercaron afectivamente ambos pechos.
“¡Eluh!”
– llamó la Reina a una de las doncellas – “¡Prepara nuestra alcoba!” – La
doncella, que en realidad era un eunuco, cruzó los brazos sobre su pecho en
señal de respeto hacia su Reina y corrió hacia la alcoba.
Julio
César y la Reina Makedah caminaron por los jardines en silencio y en una
fabulosa galería enmarcada por dieciocho columnas que se enlazaban entre sí por
nueve arcos, él no soportó más y la tomó de la cintura. Ella levantó sus manos,
torció su cabeza hacia el costado en señal de no querer ser besada y elevó sus
brazos al cielo recordando su duelo. Julio César un poco nervioso dio unos
golpecitos con su espada. Al instante, uno de sus soldados que portaba una
lanza se acercó a ellos. Julio César le entregó su espada sobre cuya afilada
hoja serpenteaba la luz de la luna y una pequeña daga. Escuchó los
inconfundibles pasos de sus súbditos y les dijo en alta voz: “¡Bajad las
espadas!” – y los discretos enamorados se dirigieron al aposento.
Al ingresar, delante de ellos había una mesa con un mantel blanco, un
candelabro de oro de siete velas de parpadeantes luces, doce panecillos recién
horneados sobre una lustradísima fuente de plata y una copa cristal y oro con
incrustaciones en rubíes, zafiros y jade, de cuyo interior emergía mágico el
aroma de un exquisito vino que a Julio César lo remontó a su adolescencia,
cuando tenía catorce años. Cerca de una fuente, había una mesa pequeña sobre la
que yacían dos coronas, la de la Reina y la de su amante desaparecido, dos
espadas, un candelabro de oro puro y diamantes con nueve velas teñidas de rojo,
una pluma exótica, un tintero y joyas de la Reina. A la izquierda de la fuente,
otra mesita cubierta por un mantel finamente bordado que estaba adornada por
una pequeña fuente y una jarra con aguas perfumadas, ambas de plata y oro y un
candelabro pequeño de plata, bronce y cobre con cinco velas color blanco.
La
Reina tomó el cuchillo para partir un pan. Julio César se lo quitó suavemente y
él lo partió. Mojó la rodaja en el vino y lo acercó a los labios de ella;
levantándole apenas el velo rozó con la miga sus labios y ella sonrió cómplice.
Abrió su boca, mordió débilmente el panecillo y también los dedos de Julio
César. Él suspiró tratando de mirarle los ojos. Ella se fue acercando con
felino andar a los candelabros y fue apagando todas las luces, dejando en cada
uno una sola vela encendida. Las penumbras se apoderaron de la habitación; ella
le susurró al oído: “Me has reconocido; soy aquella que te amó, te ama y te
amará eternamente.” Julio César bebió un gran sorbo de la copa y se la pasó a
ella, la tomó con ambas manos y bebió hasta la última gota. Luego, la estrelló
contra el piso, saltaron las piedras preciosas, los trocitos de cristal y el
aro de oro que cubría los bordes del cáliz rodó hasta esconderse bajo la cama;
entonces dijo: “Sólo nosotros dos hemos bebido de ella, nadie más podrá
hacerlo.” – y colocó un anillo grandioso en uno de los dedos de Julio César.
Él, impaciente, le arrancó el velo descubriendo el fino rostro blanquecino, los
ojos de esmeraldas, la boca de rubíes y apretó su cuerpo contra el de ella. Se
besaron, hablaron palabras de secreto amor que sólo ellos dos conocen y se
recostaron; cayeron las prendas al suelo y el éxtasis se adueñó de ambos...
Cuando
la última estrella apagó su brillo, Julio César se levantó sin hacer ruido, se
vistió, calzó sus sandalias y en el instante preciso que estaba por salir, la
Reina despertó. Él se acercó a ella y posó dos dedos sobre sus labios en señal
de silencio, ella le respondió de la misma forma.
Afuera,
en la Gran Sala, estaba el desayuno preparado: panes tibios, té de los indos,
miel, mantequilla de burra, quesitos de leche de cabra, humeantes sopas, frutas
exóticas y vino.
Julio
César llamó a sus cuatro hombres y los instruyó sobre el paisaje del Valle de
las Tierras del Mediodía.
La
Reina Makedah a una señal hizo pasar a cuatro fornidos soldados y le comentó a
Julio César que debía llevarlos consigo, pues serían de gran utilidad ya que
eran hombres libres, nunca habían sido esclavos y contaban en sus saberes con
las tradiciones y buenas costumbres del país de Behnaj-Makh.
Una
doncella vestida de negro trajo unos tules oscuros que colocó sobre los rostros
de los ocho acompañantes de Julio César y les tapó los oídos con algodoncitos
extraídos de los campos sagrados de El-Hanan.
Julio
César tomó su espada y con ella arrancó el velo de dos de sus acompañantes
diciendo: “Ellos no necesitan cubrirse el rostro, vigilan sus pasos y están
atentos siempre.” Mas no les quitó los algodoncitos de los oídos, porque sólo
él podía soportar ver y oír el graznido cautivante de la maravillosa Ave Fénix
Bicéfala que habita en el Valle.
Partieron
los nueve en caravana montados en viejas yeguas mansas ciegas que conocían el
camino de memoria.
Julio
César tomó tres grises borriquitos jóvenes pero sordos e hizo cargar sobre
ellos algunos víveres. Los borriquitos se retobaron; él recordó que había que
hablarles lentamente en lengua vulgar Janbokíh y así lo hicieron los hombres.
Frente
al paisaje del Valle de las Tierras Fértiles del Mediodía, Julio César se
conmovió y recordó cuando lo había cruzado en el año XXXIII de la celebración
de la resurrección de Mitrvs.
Sabía
que los asesinos jamás podrían haber tomado estos senderos y que ellos habrían
ido rumbo al sur, atravesando las tierras llanas del Poniente.
Cabalgaron
hasta el anochecer y se detuvieron a cenar frente a un lago, donde las leyendas
contaban que al despuntar el alba, cuando se detenía el tiempo, se podía ver y
oír a la misteriosa Ave Fénix Bicéfala.
Dos
soldados vigilaron el campamento muñidos de lanzas, hachas y espadas.
Julio
César se recostó envolviéndose en su capa escarlata, observó el cielo tachonado
de estrellas; en la lejanía distinguió a Júpiter. “ORDO AB CHAO” – pensó en su
amada lengua latina, cerró los ojos y durmió placenteramente.
A
medianoche en punto, cuando la divina Venus se acercó más a la Luna, se hizo
automáticamente el relevo de las guardias.
La claridad asomó y el empedrado de mármol del camino brilló indicando
el rumbo a seguir. Julio César observó pensativo el espectáculo que ante él se
erigía y se acercó a las calmas aguas del lago a beber un sorbo. Entre los
matorrales escuchó un aleteo y vio frente a él la gigantesca figura de la
mística Ave Fénix Bicéfala que desplegaba todo su plumaje honrando al amanecer.
Sus dos cabezas apuntaban hacia direcciones distintas El Ave le habló con sus
dos lenguas al unísono. Una cabeza narró sobre temas de la vida de los hombres
y sus glorias terrenales y la otra sobre los hombres que había llegado a ser
dioses y eran inmortales. Él escuchó atentamente ambos monólogos, sin mezclar
las palabras en su despierta mente. Concentrado frente a la enorme criatura notó
en un momento que una cabeza ya no decía su discurso y sólo la que hablaba
palabras de sabiduría siguió narrándole historias fantásticas extraídas de las
tierras de más allá de las altas cumbres del Oriente, donde se erige la Ciudad
Sagrada y moran quienes ya han transitado todos los caminos, han subido todas
las montañas y han descendido una y otra vez a las tierras de los hombres para
bendecirlos con su radiante Luz.
Cuando
el Ave terminó de hablar, Julio César pronunció el mágico número romano IMI en agradecimiento.
El Ave se elevó resplandeciente a los cielos, ambas cabezas se fusionaron en
una y desapareció dejando suspendido en el aire un fino polvo gris que con los
rayos del sol ascendente desde el levante se convertía en dorado.
Cruzaron
el Valle de las Tierras Fértiles del Mediodía. Julio César les dio órdenes a
todos de quitarse los tapones de los oídos y los velos: frente a ellos se abrió
un panorama desolado, lúgubre, espantoso y hediondo, con rocas esparcidas de
una vieja cantera, huesos rotos, calaveras, un penetrante olor a azufre y sal;
corría un arroyo de ázogue que reflejaba los últimos rayos solares del
atardecer y a lo lejos escucharon gemidos.
Bordearon
el arroyo y con grandes pasos saltaron los esqueletos para no pisarlos.
Vieron
dos hombres vestidos con túnicas negras sobre las que se destacaban los
delantales de los canteros. Ambos deseaban desgarrarse el corazón y rasgaban
las túnicas. Tenían las cabezas rapadas y cuando giraron sobre sus talones para
ver a los dos guardias romanos que se acercaban trataron de correr pero ya no
tenían más fuerzas.
Julio
César y seis de sus acompañantes los rodearon, notaron manchas oscuras de
sangre en sus manos y que al querer limpiarlas en sus delantales, los habían
ensuciado dejando las marcas de sus dedos.
Habían
llegado a las tierras del príncipe Balut-Kain y estos dos eran los asesinos.
Los
apresaron, les gritaron, los golpearon en el rostro y mientras tanto, ellos
pedían piedad en lengua Yibbolej.
Les
cubrieron los ojos y Julio César tomó su daga amenazándolos con cortarles la
garganta y atravesarles el corazón con su espada.
Tomaron
un atajo y llegaron al mediodía del tercer día a las puertas del Gran Templo,
donde una muchedumbre se había agolpado frente a la puerta mayor a causa de la
noticia del arribo de Julio César con los asesinos. Mientras tanto, dentro del
Gran Templo, los ancianos se habían reunido en torno al cuerpo sin vida de
Mirbhaf. Lloraban, gemían, cantaban lúgubres notas de pesar y dolor, rasgaban
sus vestiduras, sus cabellos estaban enmarañados, los rostros empapados de
lágrimas y rasguños que ellos mismos en su desesperación se inferían. Trataron
de resucitar el cuerpo inerte levantándolo de las manos y no obtuvieron ningún
resultado. Allí yacía sin vida el afamado Mirbhaf.
Julio
César golpeó rudamente las puertas del Gran Templo y a empujones fueron
ingresados ambos asesinos, les descubrieron los ojos para que reconozcan el
delito cometido y cuando vieron el gran salón en penumbras y a los ancianos
llorando, se declararon culpables tratando de desgarrarse el corazón mas sólo
conseguían romper aún más las telas de sus túnicas.
La séptima legión de Julio César montaba guardia afuera del Gran Templo
e incitaba a la muchedumbre a retirarse.
El
Rey Nomolah descendió del fastuoso trono que ocupaba en el Gran Templo, le
entregó a Julio César una daga y este cortó impecablemente las gargantas de los
asesinos, luego el Rey mismo, hizo justicia y hundió su espada en los pechos,
arrancando ambos corazones…
Julio
César permaneció casi una semana conversando con el Rey Nomolah sobre acertijos
de palabras en diversas lenguas de la zona, pasó las tardes y noches con la
Reina Makedah y al séptimo día, se embarcó rumbo a Roma, colmado de regalos en
oro, plata, especias, resinas y maderas nobles traídas de las lejanas tierras
del Rey Maríh.
En
alta mar, volvió a ver el cielo nocturno cargado de estrellas que formaban
fabulosas constelaciones. A lo lejos divisó a Júpiter y dijo a media voz
agradeciendo al gran astro por todos los buenos augurios: “IVPPITER MEVMQVE
IVS”…
Comentario
de la autora:
Narran
las antiguas y aceptadas crónicas latinas que el augur Spurina predijo la
muerte de Julio César para los IDVS de marzo y que efectivamente, el XV de
Febrero del calendario de Gregorio XIII, le habrían dado muerte tres asesinos:
Cimber, quien tiró de su túnica, Casca, cortándole la garganta y Brvtvs,
hiriendo mortalmente su corazón, y que a este último le dijo: “ET TV QVOQVE
BRVTE FILI MI!”.
En
lo personal, prefiero pensar y creer que en realidad aún sigue viviendo y que
en el año XLIV, Julio César herido fatalmente, no fue hasta la estatua de
Pompeyo para morir a sus pies, sino que salió por algún pasadizo secreto,
cerraron mágicamente sus heridas y se embarcó nuevamente hacia Oriente para
vivir eternamente con su amada Makedah-Cleopatra; después de todo, ambos
conocían los misterios insondables de la majestuosa Ave Fénix Bicéfala y habían
sido bendecidos con aquella mágica ceniza gris que deviene dorada por los
reflejos del sol, cuando el Ave aparece y desaparece a un tiempo durante el
amanecer.
Violeta
Paula Cappella.-
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