Vistas de página en total

jueves, 10 de diciembre de 2015

LOS TRES ASESINOS



Violeta Paula Cappella .·.

                    (Dedicado a todos los buscadores de la Luz)


Los gemelos estaban nerviosos. Llevaron al moribundo envuelto en un saco de pieles de cabra a las afueras de la ciudad y lo ocultaron en una caverna a la vera del río Habulón.

Corría el mes de Iváh y las noches se llenaban de nieblas y cantos de lobos salvajes que eran respondidos por los perros de la pequeña ciudad.

Por la mañana temprano, la plaza se llenó de mercaderes que armaban sus tiendas con delicias traídas de lejanas tierras y productos locales. Las mujeres se agolparon ante un puesto para ver las telas traídas de otros continentes, cuyos colores jamás habían visto. Los ancianos que no estaban orando en el Gran Templo, jugaban entretenidos al latrunculi o al zatrikión.

A unas cuadras del mercado, ancló en el puerto una nave romana trayendo armas y soldados. A bordo iba también Julio César.

Todavía se escuchaba el croar de algunas ranas y Julio César observó el fértil paisaje que lo rodeaba: suculentas palmeras cargadas de cocos, dulces panales colgaban de los árboles y pequeños monos chillaban saltando de rama en rama. Descendió a tierra firme y más tarde se estableció en el Palacio Blanco, cerca del Gran Templo inconcluso del Rey Nomolah.

A media mañana, los gemelos pasaron frente al Gran Templo y hablaron con el guardia en lengua de las tierras de Yibboleh, porque sabían que la mayoría de los soldados romanos conocían el idioma vulgar Janbokíh.

Julio César siempre estuvo rodeado de soldados que poseían alguna cualidad especial, al igual que sus oficiales. Mandó a cinco soldados a recorrer las calles y uno de ellos pasó frente al Gran Templo, cuando los gemelos hablaban con el guardia y escuchó el diálogo en lengua Yibboleh. Se detuvo cerca de ellos y discretamente tomó un poco de sal, la esparció sobre un pan y comió lentamente. Escuchó de una cueva a orillas del río Habulón, cerca de un árbol añoso de olivo y de un joven laurel que tenía un panal de abejas, de una piel de cordero en la que habían envuelto a alguien y que huirían al territorio del príncipe Balut-Kain por el camino real que está más allá del puente que une con el Palacio Negro de la Reina Makedah. Bebió vino de una cantimplora de cuero que colgaba de su cinturón y partió a contarle a Julio César.

“Asesinos en tierras recién conquistadas. Debo capturarlos.” - pensó Julio César mientras escuchaba todo el relato. Escogió un fiel soldado armado y otro desarmado que sólo portaba estandarte con Aquila y caminaron presuroso hacia el Gran Templo.

Los gemelos habían desaparecido y el guardia seguía allí de pie e inmutable. Se acercó a él y le tendió la mano como era costumbre del país, pero inmediatamente sacó su daga e intentó cortarle la garganta; el guardia se burló de él mostrándole su lengua y él se la cortó limpiamente, cayendo esta al suelo, retorciéndose como una serpiente herida. El guardia se tomó la boca sangrante y Julio César con su espada le abrió el vientre dejando escapar todos los intestinos y los líquidos que emanaban un olor putrefacto insoportable. El guardia se desplomó y Julio César con su daga le cortó la garganta. El guardia sangraba profusamente pero no moría, entonces Julio César, tomó su espada y se la hundió entre las costillas hasta llegar al corazón. Expiró. Julio César jaló de su espada que estaba incrustada hasta la espalda del traidor y más allá también y le arrancó de un tirón el corazón; junto con él, extrajo un pequeño adoquín del propio suelo. La sangre corría por el empedrado y se abría camino entre las grietas y junturas del pavimento. De la espada de Julio César colgaban ambos, corazón y adoquín y vio que este último tenía sólo pulida la cara que había quedado al aire libre, lo demás era deforme; pensó en el Collegium Fabrorum y en la habilidad romana para construir caminos, puentes, acueductos, levantar bellos templos y esculpir estatuas.

Los dos soldados romanos alzaron el cadáver y lo llevaron hasta el Palacio Rojo del Rey  Nomolah. Julio César iba adelante de ellos tapándose la nariz por el olor a excrementos que salía de los intestinos que colgaban del cuerpo del guardia. Subió los 27 peldaños de mármol con la agilidad de una pantera y corriendo un velo tras el que estaba sentado el rey en su trono, lo saludó como era la costumbre romana, tomándolo del antebrazo y meciéndolo levemente. Narró al Rey lo sucedido y le mostró el cadáver del guardia. El Rey se acarició la barbilla y le dijo: “Sois el que manda aquí y ahora, yo sólo sostengo la paz del pueblo, mandaréis a investigar las cuevas a orillas del río, buscaréis al los culpables de esta muerte tan extraña; quien haya sido asesinado merece justicia. En estos días de mi vejez, mi estimado Julio César, ha desaparecido misteriosamente un afamado orfebre, constructor y carpintero venido de las tierras de Neftal que hablaba perfectamente la lengua de Iod conmigo. Dicen, que cuando estaba derritiendo oro para una importantísima joya que adornaría el interior del Templo, fue sorprendido por tres licántropos vestidos con pieles de cordero y que él huyó quién sabe a dónde. Su nombre es Mirbhaf, su padre fue rey de los neftalíes y gobernó en paz hasta la llegada de la segunda legión de los balut-kainitas que mataron a todos los hombres del pueblo y a todos los niños varones, tomaron a las mujeres por esclavas, pero la Reina y el niño se escondieron en la cantera abandonada de Zahob y allí vivieron durante tres años en una caverna hecha por los antiguos canteros que luego fue utilizada como sepulcro de aquellos que morían aplastados por las rocas. Vivieron así entre calaveras y huesos esparcidos e iluminados por una lámpara que alcanzó a llevarle una esclava suya.” Julio César lo interrumpió afirmando conocer el relato, narrado al amanecer cuando los ancianos se reunieron a conversar en el Gran Templo y él pudo presenciar la charla. Por si acaso, le comentó, que en el año XIV del calendario egipcio de la aldea de Ameth, había sido ungido Gran Pontífice y que en su amada Roma era Pontifex Maximus. Se acercó al Rey dando ocho pasos súbitos, se detuvo, pensó en las costumbres del lugar, pues no dejaba de estar frente a un Rey y dio un paso más lento. Volvió a detenerse y le dijo: “Para resolver este misterio, llevaré conmigo a dos de tus hombres, sé que ellos conocen el Valle de las Tierras Fértiles del Mediodía; quiero a Ben-Johá y a Aon-Gab, pues son conocidos por sus habilidades con espadas largas.” El Rey golpeó su cetro contra el piso tres veces y nadie apareció, golpeó con mayor fuerza cinco, siete y finalmente nueve veces y de inmediato se escucharon los pasos presurosos de los dos hombres invocados. Ambos estaban vestidos con largas túnicas, una de color amarilla y un manto color del cielo que le cubría el cuello y el otro con una roja y un manto igual al del otro que le cubría parte de la cabeza. Julio César recordó sus días en Egipto y no pudo dejar de esbozar una leve sonrisa. Sabiendo por los comentarios llegados hasta sus oídos, que ambos hombres hablaban latín les dijo: “VIRTVS IVNXIT, MORS NON SEPARABIT.” Ellos asintieron con la cabeza y caminaron todos hacia la antesala del palacio, donde sobre un enorme pedestal de alabastro brillaba una lámpara fenicia de gran luz, a un costado yacía un perfecto cubo de ágata traído de Hispania por un Príncipe llamado Kenoh, en el que se podían aún leer esculpidas, ya casi borradas por el paso del tiempo, las letras que conformaban una palabra en lengua Ahbda. Julio César tomó el estandarte con Aquila, se sostuvo con ambas manos de éste y a su mente acudieron recuerdos de aquella época cuando había sido Gran Pontífice.

Se despidieron del Rey Nomolah y salieron por un pasadizo estrecho de varias leguas de largo que conectaba con ocho bóvedas reales. El Rey le había dado a Julio César una llave de marfil que extrajo de una cajita de madera del Líbano finamente labrada, forrada por dentro con almohadillas de aromas de suave tela color púrpura, con la que podría abrir la octava puerta y así estaría ya en el Palacio Negro de la Reina Makedah.

Cuando terminaron de recorrer el largo y angosto pasadizo, se encontraron con una gran sala circular con las ocho puertas. Julio César dio doce pasos que resonaron en la bóveda de la sala y se detuvo, pues estaba en el exacto centro. Se llevó la mano a la frente y pensó cuál sería la puerta indicada. El Rey le había dado la lámpara fenicia cuya luz jamás se apaga, ni por el soplar del viento ni por el aliento humano. La levantó; vio que en verdad sólo había dos puertas, una al norte y otra al este, las demás eran sólo reflejos de unos espejos ubicados estratégicamente. Alzó más la lámpara y confirmó lo que sospechaba: en una de las puertas estaba labrado un dragón oriental de tres cabezas que con el parpadear de las sombras parecía moverse. Vio doce columnas que sostenían la bóveda y dos rampas sobre un abismo del que no se había percatado. Tomó su Aquila y observó a través del ojo de rubí perfectamente pulido. A su mente llegaron los recuerdos de su paso por Jerusalén: las calles, la ciudad en ruinas, el reflejo del sol entre las nubes de humo, la colina, el puente levadizo y ese hombre, el anciano que gritaba en griego “¡Es Alfa y Omega!”. Enfocó su vista por medio del ojo de Aquila hacia la puerta del dragón de tres cabeza y reconoció que estaba atrapado por unas cadenas, luego enfocó la vista a través del ojo de Aquila hacia la otra puerta y leyó en letras casi diminutas "Alfa – Omega". Cruzando la rampa llegaron hasta ella. Desabrochó la llave de marfil que colgaba de su cinturón y la introdujo en la cerradura con sumo cuidado. Escuchó cómo los canceles se aflojaban, giró nuevamente la llavecita, más canceles se soltaron y a la tercera vuelta, la puerta se abrió. Tras ella, la luz de las estrellas; sobre el paisaje: la oscuridad total.

Julio César elevó la lámpara; para su sorpresa, se encontró con que las estrellas no pertenecían al cielo, sino a unos tules que colgaban del techo de otra gran bóveda, al final de esta nueva cámara circular estaba la entrada al Palacio Negro. Apresuraron los pasos abriéndose camino entre los tules y llegaron directamente a la gran sala del Palacio. Todo estaba en tétricas penumbras. Escucharon los lamentos y desgarradores gritos de las doncellas de la Reina Makedah.

Las nueve velas que colgaban de enormes candelabros manchaban las cortinas negras del Palacio enlutado creando lágrimas blancas sobre estas. El espectáculo era aterrador. Las doncellas levantaban las manos temblorosas al cielo y gritaban: “¡Asesinos! ¡Asesinos! ¡Asesinos! ¡La ira de Aláh sea sobre vosotros!”. Julio César se acercó a las doncellas y éstas se hicieron a un costado dejándolo pasar. Sobre el trono real, la reina Makedah lloraba sin consuelo.

Julio César recordó su divorcio y la frase que en ese momento dijo: “MVLIER CAESARIS NON FIT SVSPECTA ETIAM SVSPICIONE VACARE DEBET.” - y pensó en lo bien que había hecho en divorciarse de una mujer tan estúpida como Pompeya Sila. Observando en las penumbras a la bellísima Reina Makedah, sintió que estaba nuevamente frente a Cleopatra, su gran y escandaloso amor eterno. Henchido de varonil impulso, se arrodilló ante ella, la tomó de la mano y la besó. Las doncellas y los acompañantes de Julio César se dispersaron por los aposentos del Palacio y los dejaron solos. Ella le narró lo mismo que el Rey y él la dejó hablar sin interrumpirla, mientras pensaba, si esta bellísima dama imperial no sería la mismísima Cleopatra oculta tras un velo negro que le cubría el rostro, engarzado con perlas de los mares indos en forma de lágrimas…

Makedah con un chasquido de sus dedos llamó a sus doncellas y estas prepararon para Julio César una tina con agua tibia, ramitos de hierbas aromáticas y perfumes del Oriente.

Julio César sintió que los leves masajes de las doncellas más el perfume de las aguas lo adormecían y relajaban sensiblemente, mientras tanto recordaba a Cleopatra comparándola con Makedah.

Un penetrante y sabroso olor a comida llegaba desde la sala contigua. Julio César se despertó de su ensueño, las doncellas lo secaron y lo envolvieron majestuosamente en una túnica blanca. Le peinaron delicadamente los cabellos que ya dejaban las sienes al descubierto. Él se ofuscó, pues su calvicie que asomaba ya desde hacía tiempo, le estaba dando grandes disgusto y una pesada vergüenza. Ellas lo advirtieron y le colocaron un terso gorro color azul noche tachonado de estrellitas labradas en plata; una filigrana exquisita, del mejor buen gusto.

Con varonil ímpetu abrió de par en par las puertas hacia la sala. A media luz, se podía distinguir un solemne banquete. Se acomodó al lado de la Reina y ella le señaló unos jarroncitos con gráciles florecillas que caían en racimos. “Las conoces”- dijo la Reina Makedah. “Sí, conozco las flores de acacia.” – respondió él. Ella estiró su brazo para alcanzar una rosa y Julio César pudo ver que detrás del escote del vestido, se escondían los blancos senos redondos pequeños, etéreos y finos como los de Cleopatra, pero su rostro se transformó cuando entre ellos divisó el Anj de oro colgando de una cadenita anudada al cuello.

“Cle… Makedah… Esta noche nos quedaremos en tu Palacio a descansar, mañana partiremos con el amanecer. El río Habulón tiene miles de cuevas y ya han partido siete de mis mejores oficiales en búsqueda del… del desaparecido… Nosotros iremos tras los asesinos. Más allá del Valle de las Tierras del Mediodía está el territorio del príncipe Balut-Kain, de quien se dice que cobijará a los asesinos. ¿Tienes aposentos suficientes para todos nosotros?” – La Reina se quedó en silencio un segundo; luego le respondió: “Sí, tengo aposentos suficientes. Dime, Iulius Caesar, ¿qué edad tienes?” Julio César se sintió algo ofendido por la pregunta y le dijo astutamente en voz alta entre risas: “¡Jajaja, yo soy eterno, no lo ves, ya no cumplo más años!” La Reina aplaudió, sopló una vela, se incorporó, lo tomó del antebrazo, lo jaló hacia si misma, sintió que las rudas rodillas de él rozaban suavemente las propias y se acercaron afectivamente ambos pechos.

“¡Eluh!” – llamó la Reina a una de las doncellas – “¡Prepara nuestra alcoba!” – La doncella, que en realidad era un eunuco, cruzó los brazos sobre su pecho en señal de respeto hacia su Reina y corrió hacia la alcoba.

Julio César y la Reina Makedah caminaron por los jardines en silencio y en una fabulosa galería enmarcada por dieciocho columnas que se enlazaban entre sí por nueve arcos, él no soportó más y la tomó de la cintura. Ella levantó sus manos, torció su cabeza hacia el costado en señal de no querer ser besada y elevó sus brazos al cielo recordando su duelo. Julio César un poco nervioso dio unos golpecitos con su espada. Al instante, uno de sus soldados que portaba una lanza se acercó a ellos. Julio César le entregó su espada sobre cuya afilada hoja serpenteaba la luz de la luna y una pequeña daga. Escuchó los inconfundibles pasos de sus súbditos y les dijo en alta voz: “¡Bajad las espadas!” – y los discretos enamorados se dirigieron al aposento.


Al ingresar, delante de ellos había una mesa con un mantel blanco, un candelabro de oro de siete velas de parpadeantes luces, doce panecillos recién horneados sobre una lustradísima fuente de plata y una copa cristal y oro con incrustaciones en rubíes, zafiros y jade, de cuyo interior emergía mágico el aroma de un exquisito vino que a Julio César lo remontó a su adolescencia, cuando tenía catorce años. Cerca de una fuente, había una mesa pequeña sobre la que yacían dos coronas, la de la Reina y la de su amante desaparecido, dos espadas, un candelabro de oro puro y diamantes con nueve velas teñidas de rojo, una pluma exótica, un tintero y joyas de la Reina. A la izquierda de la fuente, otra mesita cubierta por un mantel finamente bordado que estaba adornada por una pequeña fuente y una jarra con aguas perfumadas, ambas de plata y oro y un candelabro pequeño de plata, bronce y cobre con cinco velas color blanco.



La Reina tomó el cuchillo para partir un pan. Julio César se lo quitó suavemente y él lo partió. Mojó la rodaja en el vino y lo acercó a los labios de ella; levantándole apenas el velo rozó con la miga sus labios y ella sonrió cómplice. Abrió su boca, mordió débilmente el panecillo y también los dedos de Julio César. Él suspiró tratando de mirarle los ojos. Ella se fue acercando con felino andar a los candelabros y fue apagando todas las luces, dejando en cada uno una sola vela encendida. Las penumbras se apoderaron de la habitación; ella le susurró al oído: “Me has reconocido; soy aquella que te amó, te ama y te amará eternamente.” Julio César bebió un gran sorbo de la copa y se la pasó a ella, la tomó con ambas manos y bebió hasta la última gota. Luego, la estrelló contra el piso, saltaron las piedras preciosas, los trocitos de cristal y el aro de oro que cubría los bordes del cáliz rodó hasta esconderse bajo la cama; entonces dijo: “Sólo nosotros dos hemos bebido de ella, nadie más podrá hacerlo.” – y colocó un anillo grandioso en uno de los dedos de Julio César. Él, impaciente, le arrancó el velo descubriendo el fino rostro blanquecino, los ojos de esmeraldas, la boca de rubíes y apretó su cuerpo contra el de ella. Se besaron, hablaron palabras de secreto amor que sólo ellos dos conocen y se recostaron; cayeron las prendas al suelo y el éxtasis se adueñó de ambos...


Cuando la última estrella apagó su brillo, Julio César se levantó sin hacer ruido, se vistió, calzó sus sandalias y en el instante preciso que estaba por salir, la Reina despertó. Él se acercó a ella y posó dos dedos sobre sus labios en señal de silencio, ella le respondió de la misma forma.

Afuera, en la Gran Sala, estaba el desayuno preparado: panes tibios, té de los indos, miel, mantequilla de burra, quesitos de leche de cabra, humeantes sopas, frutas exóticas y vino.

Julio César llamó a sus cuatro hombres y los instruyó sobre el paisaje del Valle de las Tierras del Mediodía.

La Reina Makedah a una señal hizo pasar a cuatro fornidos soldados y le comentó a Julio César que debía llevarlos consigo, pues serían de gran utilidad ya que eran hombres libres, nunca habían sido esclavos y contaban en sus saberes con las tradiciones y buenas costumbres del país de Behnaj-Makh.

Una doncella vestida de negro trajo unos tules oscuros que colocó sobre los rostros de los ocho acompañantes de Julio César y les tapó los oídos con algodoncitos extraídos de los campos sagrados de El-Hanan.

Julio César tomó su espada y con ella arrancó el velo de dos de sus acompañantes diciendo: “Ellos no necesitan cubrirse el rostro, vigilan sus pasos y están atentos siempre.” Mas no les quitó los algodoncitos de los oídos, porque sólo él podía soportar ver y oír el graznido cautivante de la maravillosa Ave Fénix Bicéfala que habita en el Valle.

Partieron los nueve en caravana montados en viejas yeguas mansas ciegas que conocían el camino de memoria.

Julio César tomó tres grises borriquitos jóvenes pero sordos e hizo cargar sobre ellos algunos víveres. Los borriquitos se retobaron; él recordó que había que hablarles lentamente en lengua vulgar Janbokíh y así lo hicieron los hombres.

Frente al paisaje del Valle de las Tierras Fértiles del Mediodía, Julio César se conmovió y recordó cuando lo había cruzado en el año XXXIII de la celebración de la resurrección de Mitrvs.

Sabía que los asesinos jamás podrían haber tomado estos senderos y que ellos habrían ido rumbo al sur, atravesando las tierras llanas del Poniente.

Cabalgaron hasta el anochecer y se detuvieron a cenar frente a un lago, donde las leyendas contaban que al despuntar el alba, cuando se detenía el tiempo, se podía ver y oír a la misteriosa Ave Fénix Bicéfala.

Dos soldados vigilaron el campamento muñidos de lanzas, hachas y espadas.

Julio César se recostó envolviéndose en su capa escarlata, observó el cielo tachonado de estrellas; en la lejanía distinguió a Júpiter. “ORDO AB CHAO” – pensó en su amada lengua latina, cerró los ojos y durmió placenteramente.

A medianoche en punto, cuando la divina Venus se acercó más a la Luna, se hizo automáticamente el relevo de las guardias.

La claridad asomó y el empedrado de mármol del camino brilló indicando el rumbo a seguir. Julio César observó pensativo el espectáculo que ante él se erigía y se acercó a las calmas aguas del lago a beber un sorbo. Entre los matorrales escuchó un aleteo y vio frente a él la gigantesca figura de la mística Ave Fénix Bicéfala que desplegaba todo su plumaje honrando al amanecer. Sus dos cabezas apuntaban hacia direcciones distintas El Ave le habló con sus dos lenguas al unísono. Una cabeza narró sobre temas de la vida de los hombres y sus glorias terrenales y la otra sobre los hombres que había llegado a ser dioses y eran inmortales. Él escuchó atentamente ambos monólogos, sin mezclar las palabras en su despierta mente. Concentrado frente a la enorme criatura notó en un momento que una cabeza ya no decía su discurso y sólo la que hablaba palabras de sabiduría siguió narrándole historias fantásticas extraídas de las tierras de más allá de las altas cumbres del Oriente, donde se erige la Ciudad Sagrada y moran quienes ya han transitado todos los caminos, han subido todas las montañas y han descendido una y otra vez a las tierras de los hombres para bendecirlos con su radiante Luz.

Cuando el Ave terminó de hablar, Julio César pronunció el mágico número romano IMI en agradecimiento. El Ave se elevó resplandeciente a los cielos, ambas cabezas se fusionaron en una y desapareció dejando suspendido en el aire un fino polvo gris que con los rayos del sol ascendente desde el levante se convertía en dorado.

Cruzaron el Valle de las Tierras Fértiles del Mediodía. Julio César les dio órdenes a todos de quitarse los tapones de los oídos y los velos: frente a ellos se abrió un panorama desolado, lúgubre, espantoso y hediondo, con rocas esparcidas de una vieja cantera, huesos rotos, calaveras, un penetrante olor a azufre y sal; corría un arroyo de ázogue que reflejaba los últimos rayos solares del atardecer y a lo lejos escucharon gemidos.

Bordearon el arroyo y con grandes pasos saltaron los esqueletos para no pisarlos.

Vieron dos hombres vestidos con túnicas negras sobre las que se destacaban los delantales de los canteros. Ambos deseaban desgarrarse el corazón y rasgaban las túnicas. Tenían las cabezas rapadas y cuando giraron sobre sus talones para ver a los dos guardias romanos que se acercaban trataron de correr pero ya no tenían más fuerzas.

Julio César y seis de sus acompañantes los rodearon, notaron manchas oscuras de sangre en sus manos y que al querer limpiarlas en sus delantales, los habían ensuciado dejando las marcas de sus dedos.

Habían llegado a las tierras del príncipe Balut-Kain y estos dos eran los asesinos.

Los apresaron, les gritaron, los golpearon en el rostro y mientras tanto, ellos pedían piedad en lengua Yibbolej.

Les cubrieron los ojos y Julio César tomó su daga amenazándolos con cortarles la garganta y atravesarles el corazón con su espada.  

Tomaron un atajo y llegaron al mediodía del tercer día a las puertas del Gran Templo, donde una muchedumbre se había agolpado frente a la puerta mayor a causa de la noticia del arribo de Julio César con los asesinos. Mientras tanto, dentro del Gran Templo, los ancianos se habían reunido en torno al cuerpo sin vida de Mirbhaf. Lloraban, gemían, cantaban lúgubres notas de pesar y dolor, rasgaban sus vestiduras, sus cabellos estaban enmarañados, los rostros empapados de lágrimas y rasguños que ellos mismos en su desesperación se inferían. Trataron de resucitar el cuerpo inerte levantándolo de las manos y no obtuvieron ningún resultado. Allí yacía sin vida el afamado Mirbhaf.

Julio César golpeó rudamente las puertas del Gran Templo y a empujones fueron ingresados ambos asesinos, les descubrieron los ojos para que reconozcan el delito cometido y cuando vieron el gran salón en penumbras y a los ancianos llorando, se declararon culpables tratando de desgarrarse el corazón mas sólo conseguían romper aún más las telas de sus túnicas.

La séptima legión de Julio César montaba guardia afuera del Gran Templo e incitaba a la muchedumbre a retirarse.

El Rey Nomolah descendió del fastuoso trono que ocupaba en el Gran Templo, le entregó a Julio César una daga y este cortó impecablemente las gargantas de los asesinos, luego el Rey mismo, hizo justicia y hundió su espada en los pechos, arrancando ambos corazones…

Julio César permaneció casi una semana conversando con el Rey Nomolah sobre acertijos de palabras en diversas lenguas de la zona, pasó las tardes y noches con la Reina Makedah y al séptimo día, se embarcó rumbo a Roma, colmado de regalos en oro, plata, especias, resinas y maderas nobles traídas de las lejanas tierras del Rey Maríh.

En alta mar, volvió a ver el cielo nocturno cargado de estrellas que formaban fabulosas constelaciones. A lo lejos divisó a Júpiter y dijo a media voz agradeciendo al gran astro por todos los buenos augurios: “IVPPITER MEVMQVE IVS”…

Comentario de la autora:

Narran las antiguas y aceptadas crónicas latinas que el augur Spurina predijo la muerte de Julio César para los IDVS de marzo y que efectivamente, el XV de Febrero del calendario de Gregorio XIII, le habrían dado muerte tres asesinos: Cimber, quien tiró de su túnica, Casca, cortándole la garganta y Brvtvs, hiriendo mortalmente su corazón, y que a este último le dijo: “ET TV QVOQVE BRVTE FILI MI!”. 

En lo personal, prefiero pensar y creer que en realidad aún sigue viviendo y que en el año XLIV, Julio César herido fatalmente, no fue hasta la estatua de Pompeyo para morir a sus pies, sino que salió por algún pasadizo secreto, cerraron mágicamente sus heridas y se embarcó nuevamente hacia Oriente para vivir eternamente con su amada Makedah-Cleopatra; después de todo, ambos conocían los misterios insondables de la majestuosa Ave Fénix Bicéfala y habían sido bendecidos con aquella mágica ceniza gris que deviene dorada por los reflejos del sol, cuando el Ave aparece y desaparece a un tiempo durante el amanecer.

Violeta Paula Cappella.-



No hay comentarios:

Publicar un comentario