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jueves, 10 de diciembre de 2015

Las Mellizas

Las Mellizas

Las mellizas eran obscenamente ricas y no lo disimulaban. Se sentaban juntas en los bancos frente al pizarrón y cuchicheaban entre ellas sobre todos los demás, reían tapándose la boca para que la Señorita Liliana no las descubriese y miraban de reojo a sus compañeros objeto de burla. A veces se daban vuelta y me observaban a mí y sentía cómo sus pupilas calaban mi guardapolvo buscando alguna fisura por donde se escapase una mota del polvo de alguna pobreza escondida. Cuando me dirigían la palabra en clase era para decirme “lápiz, prestame el violeta” o “cerita, ¿tenés el violeta?” y sin esperar respuesta, giraban veloz e impertinentemente haciendo tintinear sus cadenitas de oro de la Virgen Niña y reían tapándose la boca.

La escuela pública en esos tiempos era una institución educativa de prestigio y tanto ricos como pobres y clases media asistíamos juntos bajo la consigna que el guardapolvo blanco nos igualaba a todos y suprimía las clases sociales. Sin embargo la diferencia y el estigma de la clasación no se borran ni se borrarán nunca porque el guardapolvo tenía y tiene marca y no es lo mismo un Arciel que un Ombú o Grafa. No es lo mismo un guardapolvo propio, blanco e inmaculado, que usar el que ya usaron los hermanos mayores y los primos y que ostenta impúdicamente un color amarillento que no se va ni con cloro ni con jabón en polvo. No es lo mismo comprar cada año un guardapolvo nuevo, que comprar uno de un talle mayor al que se debe llevar puesto, para que dure también para el año siguiente. No es lo mismo que el guardapolvo lo planche la sirvienta a que lo planche la madre multifunciones ama de casa en el último minuto antes de ir a la escuela y que por eso, aún tenga los bolsillos mojados y con restos de masitas que no supo llevarse el lavarropas.

Las mellizas tenían todo flamante y lustroso: los mejores lápices, los mejores portafolios, las mejores lapiceras y las mejores calificaciones. Tenían útiles escolares de Estados Unidos y de vez en cuando se regodeaban pronunciando frases en inglés y practicaban entre sí pequeños diálogos:

- “Is this your pencil?” 
- “Yes, this is my pencil”

Ellas viajaban seguido en auto a Buenos Aires y contaban sus aventuras y paseos por el Obelisco, el Cabildo, la Casa Rosada, los subterráneos y hasta habían visto a la Presidente María Estela Martínez de Perón.

Buenos Aires era una especie de paraíso lleno de hoteles, restaurantes, vidrieras luminosas con juguetes maravillosos que aquí en Rosario todavía no estaban y que ellas ya tenían y habían comprado en una famosa juguetería de calle Florida.

Alguien osó una vez decir que no les creía todo lo que se habían comprado y ellas, desafiantes, dijeron que iban a traer a la escuela una muñequita articulada que cantaba y bailaba y así lo hicieron para el asombro e incomprensión de todos, porque cantaba en inglés y ellas, que ya sabían la canción de memoria, entonaban felices:

She'll be coming round the mountain
When she comes
She'll be coming round the mountain
When she comes
She'll be coming round the mountain,
She'll be coming round the mountain,
She'll be coming round the mountain
When she comes

Todos escuchamos atónitos, boquiabiertos y fascinados los acordes que emergían del pequeño juguete; era increíblemente perfecto y me dieron ganas de desarmarlo para ver qué cosas había allí dentro que provocaban movimiento y sonido. Sobre el piso del patio, la muñequita giraba sobre sus talones y seguía cantando estrofas extrañas en una vocecita aguda y cada vez más apagada a medida que se iba gastando la pila.

Los recreos de los lunes estaban dedicados a escuchar a las mellizas y sus noticias porteñas. Mientras tanto, sacaban de sus bolsillos golosinas compradas en un kiosco de Palermo o de San Telmo, las masticaban deleitándose en el sabor a viaje y fin de semana y como corresponde a dos niñas de buena familia, no le ofrecían ni una migaja a nadie. 

Si no hablaban, corrían y saltaban como cualquier niño por el patio de la escuela, aunque a ellas se las distinguía aún sin verlas porque tintineaban sus cadenitas de oro de la Virgen Niña que las resguardaba, cuidaba y protegía de cualquier atrocidad que pudiese ocurrir en sus diminutas vidas.

Pero había algo de las mellizas que no me cerraba: una era alta, rubia y de ojos claros, la otra era más pequeña, de cabellos castaños y ojos marrones. Nunca les pregunté por qué eran tan diferentes porque para responder a todas las dudas están las madres, las abuelas y las niñeras que llevan a los niños a la escuela media hora antes y se quedan conversando en la entrada a toda voz con otras madres, abuelas y niñeras. Fue en una de esas tertulias escolares cuando supe que no eran mellizas, sino que eran primas.

Apenas mi madre me soltó de la mano y pude entrar a la escuela, busqué con desesperación a Bibiana y le comenté en voz baja, agitada y excitada las buenas nuevas. Con esto, ya estaba asegurado el éxito del mensaje porque Bibiana era capaz de escalar el mástil de la bandera y vociferarlo desde allí a la humanidad y demás habitantes del cosmos.

Durante la clase hubo murmullos y miradas hacia las mellizas y ellas, sin entender nada, se arreglaban el guardapolvo, lustraban con saliva los zapatos y peinaban con la mano sus trenzas. Hablaban entre ellas y se miraban mutuamente buscando una en la otra el motivo de los cuchicheos. Revisaban sus cartucheras y cuadernos, alisaban las hojas de sus libros de lectura y en tanto una roía nerviosamente el capuchón metálico de la lapicera, la otra masticaba impaciente la medallita de oro de la Virgen Niña.

Cuando sonó la campana del recreo, salimos todos corriendo al patio a distendernos y divertirnos. Las mellizas se acercaron a los pequeños grupos de niñas que giraban y cantaban jugando a la ronda.

Mariela era muy alta, mucho más alta que todas nosotras y por eso las mellizas la miraban con asco; Selva, se llamaba “Selva” y ellas decían que tenía cara de mono; Sandra era pobre, por lo tanto estaba sucia, Alejandra era gorda y entonces olía a chancho, Bibiana era maleducada, por lo que Dios la iba a castigar y yo, siendo Violeta, no era más que un lápiz de color, una cerita o un papel glasé. Las seis jugábamos juntas y recitábamos en coro una y mil veces de memoria “Acuarela” de Rafael Obligado.

Es la mañana: lirios y rosas
mueven la brisa primaveral,
y en los jardines las mariposas
vuelan y pasan, vienen y van.

Una niñita madrugadora
va a juntar flores para mamá,
y es tan hermosa que hasta la aurora
vierte sobre ella más claridad.

Tras cada mata de clavelina,
de pensamientos y de arrayán,
gira su traje de muselina,
su sombrerito, su delantal.

Llena sus manos de lindas flores,
y cuando en ellas no caben más,
con su tesoro de mil colores
vuelve a los brazos de su mamá.

Mientras se aleja, como dos rosas
sus dos mejillas se ven brillar,
y la persiguen las mariposas
que en los jardines vienen y van.

Las mellizas no entendían por qué sus compañeras de siempre no les habían permitido jugar.

Resignadas, se acercaron a nuestro pequeño grupo y quisieron integrarse como buenas amigas. Mariela, desde su altura, las observó y señalando con el dedo índice a la melliza más pequeña le dijo: “¡No, porque ustedes dos son primas, no son mellizas! 

Las falsas mellizas se fueron al aula y en un arranque de ira tiraron a suelo cuadernos, reglas, libros y cartucheras, los propios y los ajenos. 


La Señorita nos hizo formar fila y entrar al salón de clases; cuando vio el desorden provocado por las dos niñas, las reprendió duramente y les preguntó por qué habían hecho eso. La respuesta fue un estrepitoso llanto a dúo tan insoportable que algunos de nosotros nos tapamos los oídos con dos lápices de color y reímos, como solían hacer ellas, tapándonos la boca, para que la maestra no nos dijese nada.

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