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viernes, 15 de octubre de 2021

A dormir al pasillo

 


Por Violeta Paula Cappella de Fox Talbot

Cuando tenía cuatro años, vivencié la tercera o cuarta mudanza en mi pequeña vida y con mis padres y hermana recién nacida, fuimos a vivir al Pasaje Monroe 2.736.

La casa estaba ubicada en una planta alta. Al ingresar, había un pequeño recibidor donde mis padres colocaron la mesita y dos sillitas de mis primas que me las habían prestado para jugar y hacer las tareas del jardín de infantes. Luego, venían la escalera, un descanso, cinco escalones más y se llegaba a un pasillo largo. Toda la casa tenía pisos de madera oscurecida por el paso del tiempo y techos muy altos.

El pasillo conectaba a la cocina, dos dormitorios y un baño. En uno de los dormitorios, dormían obviamente mis padres con la bebé recién nacida, en el otro, habían armado un comedor. Allí estaba la mesa redonda y sus sillas, un modular con adornos y libros y una mesa rectangular con dos sillas, esa habitación tenía un bonito y pequeño balcón que daba a la calle. La cocina tenía una mesa pequeña con dos sillas y la silla para la bebé, la mesada con anafe y horno y las piletas para lavar la vajilla.

El baño era enorme, los pisos cuadriculados asemejaban un tablero de ajedrez. Tenía una bañera, calefón, lavabo, inodoro, bidet, un gran mueble para guardar toallas y elementos de limpieza y un ventanal que daba a la calle. En el contrafrente había un patio con dos maceteros de metal, una escalera vertical para acceder al techo, un lavadero con pileta y dos asadores.

En esa casa, no tuve ningún lugar más apto para dormir que no fuese el pasillo. En ese largo y oscuro espacio de tránsito, colocaron mis padres mi cama cerca del baño, al lado de un enorme refrigerador marca “Dover”, cuyo motor rugía con fuerza cada 45 minutos. La noche allí era congelada y espeluznante en invierno, y escalofriante y horrible en verano. El motor de la heladera me ensordecía y el miedo me paralizaba.

Todas las noches y las madrugadas yo sentía puntadas en las piernas pero no les podía decir nada a mis padres porque ya no me llevaban del Doctor Levin. Imaginaba que había hombres malos e invisibles que venían con agujas de coser y me pinchaban las piernas; esos hombres no tenían nombres ni se escondían debajo de la cama, eran muchos, tantos que me pinchaban las dos piernas a la vez e incluso miles de veces me pinchaban los pies con agujas de coser más pequeñas. Pero algo sabía de ellos: vestían trajes grises, eran altos, de grandes espaldas cuadradas, transparentes y no caminaban sino que iban flotando por el aire y cuando estaban cerca de mí, comenzaban a hacerme daño y yo me aterraba. No tenían rostros, en su lugar había tan solo un óvalo gris humo y nada más.

Con el paso de los meses, mi pánico se agigantó y empecé a tener más alucinaciones: veía seres en el aire que revoloteaban a sobre mí; seres horribles que salían del baño y seres más amigables que aparecían de la nada.

Mientras tanto, el motor de la ciclópea heladera al lado de mi cama, me ensordecía y retumbaba por todo el pasillo, cuyos techos tan altos parecían no estar allí.

Mis padres cerraban las puertas del comedor y su dormitorio antes de irse a dormir, así que me dejaban totalmente sola y aislada en el pasillo del terror.

Sentía tanto miedo que me encogía bajo el acolchado y cerraba los ojos para no ver lo que pasaba en el aire, mi corazón latía con fuerza: vivía aterrada. Únicamente mi oso Boo-Boo me protegía, ni tan siquiera un santo, Dios o un ángel, estaban allí para ayudarme a los cuatro años. Para mí, Jesús y Dios estaban en el Jardín de Infantes “Casa Bautista” pero no en el pasillo del terror.

Me aferraba al osito de peluche y sentía que se iba calentando su cuerpito de trapo con el calor del mío y así pensaba que él estaba vivo y me cuidaba; sin embargo el osito era muy pequeño para defenderme de los espantos que aparecían al amanecer, cuando todo estaba en silencio y me sobresaltaba con el motor de la megalítica heladera que comenzaba a vibrar y hacer ruido. Me tapaba los oídos para no escucharla y al rato, aparecían los hombres invisibles con sus agujas de coser para torturarme y si no eran ellos, eran esos seres deformes que volaban por el aire, salían del baño o de la nada misma, se multiplicaban y me aterrorizaban con sus colores sucios, bocas y ojos dignos de un cadáver en descomposición. La mayoría de ellos no tenían cuerpo, eran solo cabezas que se balanceaban junto a mí.

El pánico de la soledad completa en el largo y oscuro pasillo junto al monstruoso refrigerador, hizo que una noche gritase de angustia; nadie me auxilió, nadie me escuchó porque las puertas estaban cerradas.

El terror fue en aumento y un día decidí contarle todo a mi madre, pero era tal mi miedo que solo le dije que había visto una carita fea saliendo del baño. No le hablé sobre los hombres que me pinchaban las piernas con agujas de coser porque sabía que no me iba a llevar del Dr. Levin y tampoco le dije de las cabezas deformes que flotaban en el aire.

Por pocos días más, el pasillo del terror siguió siendo mi lugar para dormir porque llegó el tocadiscos “Winco” con sus parlantes y ocupó esa zona tétrica de la casa.

Ubicaron mi cama en el comedor, junto a la mesa redonda y sus sillas; creo que a esa altura, ya tenía seis años. Los seres deformes desaparecieron o por lo menos no estaban en esa habitación y los hombres transparentes de traje gris que venían a pincharme las piernas con agujas de coser se fueron. Mis piernas de niña sintieron un gran alivio porque ya no había más torturas en las oscuras noches de invierno ni en las veraniegas madrugadas, cuando la luz se filtraba por una claraboya anclada en el lejano techo que dejaba ver los relámpagos, cuyos posteriores truenos retumbaban junto al motor de la  titánica heladera en el pasillo infernal.

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