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martes, 17 de febrero de 2015

Simetría




Simetría

Su compañero de celda fue fusilado esta mañana.

“Ahora estoy solo como nunca antes en mi vida”, pensó; se reclinó sobre unas tablas que hacían las veces de cama y se tapó con una frazada taladrada por las polillas que olía al pis de las ratas.  

La luz de la vela parpadeaba levemente proyectando figuras fantasmagóricas sobre las paredes verdes de moho.

La partida de ajedrez, en el medio juego, había tenido su final en el abrazo desesperado y resignado entre ambos jugadores, compañeros de las penurias del más oscuro de los encierros, cuando el guardiacárcel abrió la reja de la celda y dijo: “Ya es la hora”.

Las siluetas de las piezas temblaban reflejadas como sombras espectrales de otros tiempos. Se levantó de su desvencijada cama, tomó al rey, lo apretó en su mano cerrando el puño y mirando hacia el cielorraso de su celda, pintado con improvisados calendarios hechos con los propios excrementos de anteriores presos, y gritó: “Hermano, ya vendrá el Jaque Mate. ¡Muerte al Rey!”

Desarmó el juego y acomodó piezas y peones para una nueva partida.

Afuera, unos golpes sobre las rejas lo perturbaban cada vez más. Se tapó los oídos recordando los disparos y sintió que enloquecería antes del amanecer; hora fijada para su ejecución.

Cerró los ojos con fuerza, tratando de no ver el horror que se le avecinaba y pensó en todos aquellos que alguna vez le dijeron: “siempre estaremos con vos, en la buenas y en las malas”. Este era el momento de las malas y estaba solo, hundido en su miserable ser que tiritaba de miedo, de frío, de angustia, de impotencia, de injusticia. Abrió la boca sofocado, agitado, respiraba con un ritmo tan acelerado que sus pulmones presagiaban un estallido en cualquier momento. Así y todo, prendió el último cigarrillo que le quedaba; tosió, escupió flema mezclada con humo y vomitó una sustancia amarillenta amarga como la muerte misma.

La única persona que lo amaba, su novia, golpeaba rítmicamente los enormes portones de hierro del penal con un palo, haciendo notar su presencia. Él no lo sabía. Cada golpe de ella, era un balazo en el corazón para él. Hasta que en un momento, todo quedó en el más funesto reposo… Él pensó que quien fuese, se habría cansado de golpear, que estaría recostado como un perro abandonado, acurrucado, húmedo y frío por el rocío, mas su novia en verdad ya no estaba allí. Se había ido corriendo hacia el cementerio y abierto las puertas de par en par, jadeante, con la lengua seca, corrompida por la furia y desolación, convocando, conjurando a la Muerte, para que se la lleve a ella y no a su amado. Sus pies descalzos, lastimados, sangrantes, dejaban huellas borrosas y apresuradas sobre los mármoles de las tumbas que iba pisando. En su frenética carrera entre cruces y columnas truncas, caía de rodillas y se levantaba, tropezaba contra lápidas y seguía, desgarrando su vestido, enmarañando sus cabellos, hiriendo sus manos contra la grava extendida sobre los senderos de los pasos perdidos.

Entre brumas y sigilos apareció el espectro vestido de negro y dejando ver la lustrosa osamenta de sus manos, le dijo a la muchacha señalándola con la falangina al descubierto de su dedo índice: “Heme aquí, yo soy la Muerte, de Quien nadie escapa y a Quien todos respetan y no me has respetado. ¿Creés que voy a hacerte caso y llevarte en lugar de tu novio? Haré, como siempre, lo que me manden. Me llevaré a quién deba llevarme y jamás vuelvas a invocarme. No sé qué es amar; ya me ves, no poseo órganos que me den sensibilidad.”

La Muerte se alejó del cementerio y se fue directo, cruzando la calle, hacia el penal. La novia la siguió hasta la entrada y allí se quedó, pálida, estática, muda, desvalida y ya sin lágrimas para poder llorar.

La eterna sonrisa sin labios movió su mandíbula haciendo chasquear en cada palabra los dientes y le explicó: “No hay puerta que no pueda atravesar, no hay portón que me detenga, no hay rejas que me impidan pasar; estoy aquí para llevarme un alma que hace tiempo me está esquivando con los trucos y hechizos de sus magos, pero esta vez no podrá vencerme; he encontrado el camino a través del cuál, a él podré llegar.” La novia se tapó la cara con las manos, se encogió y se arrodilló sobre el polvo húmedo de la entrada, tomó el palo con el que golpeaba las rejas y quiso pegarle a la Muerte, mas Ella le dijo: “¡Ay qué mujercita tan valiente! Ya te aclaré, no tengo sensibilidad, no sé qué es el amor, ni tampoco qué es la ira. Desconozco lo que es toda emoción y en mi labor nocturna, no hay ni placer, ni regocijo, ni dolor. Cumplo con mi trabajo; eso es todo.”

Esas fueron sus últimas palabras y atravesó lentamente las rejas, el patio y se sumergió en los muros amarillentos del penal.

Afuera, la novia gritó con todas sus fuerzas: “¡Aaaaaaaaaaaaarmiiiiiiiiiiiiiiiin, te amoooooooooooooooooooooooooooooo!”

Él la escuchó y no dijo nada. Un escalofrío recorrió cada vértebra de su columna y vio frente a sí una silueta que se confundía con la oscuridad de la celda. Pensó que estaba delirando y cuando quiso apagar la vela, la Muerte tomó su muñeca con fuerza y le dijo: “Vamos a jugar...” y lo atrajo hacia sí, levantándolo.

Armin se restregó los ojos con los puños, alzó la cabeza y allí estaba Ella con la oquedad de sus ojos abiertos en eterno vacío inundado de oscuridad. Se dio cuenta que la Muerte no olía a nada y en su mente razonadora especuló si realmente lo podría ver, oír y si podría hablar. Ella sin que él pronuncie palabra le comentó: “Carezco de los cinco sentidos, aunque me valgo de todo lo que existe para expresarme con ustedes, los mortales. ¿Acaso no te das cuenta que mi voz es tu voz, que tus ojos son mis ojos y tus oídos mis oídos? Tu mente es mi mente y todo lo que pienses será mi pensamiento. Será esta pues, una partida inolvidable. ¿Acaso no estuviste hace unos segundos pensando en la última partida? Oh, sí, eso fue hace una hora, es que yo tampoco tengo noción del  tiempo, sólo sé cumplir con mi trabajo. ¿No te das cuenta que te preguntás y te respondés vos mismo? Sí, vamos a jugar.”

Y la Muerte y Armin se sentaron frente a frente sobre el suelo hediondo de la celda a la luz titilante de la vela.

Él pensó: “Toda  pieza que yo mueva será movida por Ella, será espejo.” La Muerte levantó su cráneo, lo observó desde el infierno lóbrego de sus esfenoides y le dijo: “Es verdad, con sólo esa reflexión considero que hemos ganado. A mí siempre me tocan las negras… ¿Casualidad? A propósito, ¿a quién deseabas matar? Al Rey, no?” Armin asintió con la cabeza y la Muerte extendió su mano izquierda sobre el tablero, tomó al rey y él hizo lo mismo. Ella lo guardó entre sus vestimentas negras y él hizo lo mismo dentro de sus harapos. Se saludaron mutuamente con un leve apretón de manos y los huesos de Ella crujieron entre las manos de él. Ella se retiró a través del muro verdoso de la celda como si allí no hubiese nada, como si los ladrillos fuesen sólo un espejismo. Él se acercó, tanteó por donde había pasado Ella y se sintió más encerrado que nunca.

Armin se dejó caer al piso y pensó en el Palacio Imperial, imaginó que ingresaba sin que nadie lo viese, sin necesidad de abrir ventanales ni correr cortinados. Recreó en su mente la alcoba real, extendió la guadaña y le asestó al Rey el corte fatal en el cuello apartando la cabeza impecablemente del cuerpo, haciéndola rodar sobre los lustrosos mármoles del piso, salpicando de rojo las sábanas de seda, las paredes y los muebles. En alguna parte de sus oídos, escuchó el grito aterrador de la Reina, los pasos apresurados de los guardias, de los sirvientes y a toda la corte que se despertaba.

Buscó entre sus harapos y encontró al rey del tablero descabezado y entre los agujeros de sus trapos, rodó hacia el suelo la cabeza faltante, la levantó y unas gotitas pequeñas de sangre, mancharon sus dedos. Miró el tablero y las piezas estaban todas acurrucadas, acorraladas y arrinconadas, la blancas y las negras. Solos, los peones, los blancos y los negros formaban una medialuna en dos líneas curvas y en un punto central, estaba presto para el ataque un caballo blanco, que de tanto ser utilizado para el juego, había perdido su blancura y había devenido gris. Armin se identificó con él; tiró de un cordel suelto de lana de sus vetustas ropas, lo cortó, le hizo un nudo a la pieza y se la colgó al cuello como amuleto de la buena suerte. En ese mismo instante, vino a su memoria la imagen de su padre, un belicoso masón berlinés, iniciado en alguna logia inglesa, que cuando los verdugos le estaban colocando la soga al cuello para ahorcarlo en la Plaza de Armas, le gritó a él, a su hijo, mitad en alemán, mitad en inglés: “Der grey Knight kommt!”

Las campanas de la gran catedral dieron medianoche en punto: era hora de escapar, como fuese, como pudiese y salir a la calle a luchar por la libertad.

Sonaron nuevamente las campanas, pero ahora, anunciando la muerte del Rey: tres veces dos campanadas seguidas y un volteo, tres veces la campana grande y un volteo, tres veces, las dos campanas juntas. Después de medio minuto, seis campanadas dobles, seis campanadas de la campana grande y seis veces ambas a la vez. Armin fue contando con los dedos y sumando las lúgubres notas: la muerte primero, el oficio religioso luego.

El pueblo que se hallaba dormido, despertó en un griterío confundido, envuelto en ira acumulada de siglos; pronto, se escucharon disparos de fusiles y cañones.

Armin se incorporó, tocó la pared por donde había pasado la Muerte y esta se derrumbó frente a él, dejando un polvo blanco suspendido en el aire.

Tomó un fusil de un guardiacárcel que había entrado en estado de shock y salió corriendo para unirse al pueblo que clamaba justicia.

Desde una de las torres vigías de la cárcel, la Muerte observaba la escena y se decía a sí misma: “Cuánto trabajo tendré hoy…” Y sacudiendo su cráneo en señal de desaprobación, agregó: “Estos neófitos siempre presentes (en referencia a los ángeles exterminadores), incendiando un lugar tan excelso como el Palacio Imperial.” Miró su guadaña, de la que todavía goteaba la sangre del Rey y pensó: “He concebido el valor de la belleza, qué extraño…” Y descendió en aterrador y holgado vuelo hasta las callejuelas colmadas de gente que luchaba con lo que tenía a mano para defenderse de las tropas imperiales; buscó a Armin entre la multitud, lo apartó y le entregó el rey blanco intacto. Él miró asombrado y se dio cuenta que su pieza descabezada era el rey negro. Él le entregó ambas partes de la pieza aún sangrantes y Ella sacó de entre sus vestimentas la cabeza cortada y aún tibia del Rey, la colocó entre sus manos y él la alzó sosteniéndola de los cabellos lo más alto que pudo para que el pueblo la vea.  

La revolución ha comenzado.

Violeta Paula Cappella.-





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