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martes, 17 de febrero de 2015

La bondad del último dictador

“Si hay algo que sobrevive a su portador son sus ideas y esto es peligroso” - dijo el dictador; se agachó, lustró con un poco de saliva sus botas, se vio reflejado en ellas y agregó: “No hay forma, no hay método aún de borrar de las memorias las lecturas, las palabras y lo pensado. Por más que aniquilemos a un pueblo entero siempre permanecerá un recuerdo, así sea el asa de una vasija de barro; sí, ese trozo, ese minúsculo trozo de tierra cocida hablará mal de mí en el futuro y es lo peor que me puede pasar. Maldigo la hora en la que Dios les dio mente a los seres humanos porque no se la merecen. ¿Qué hacer entonces? ¿Tendré que distorsionar la historia?” – y entre risas agregó - “¡Eso ya lo hicieron todos los historiadores!”

Pensó un momento y habló con voz seria: “Todo esto me seduce… pero no sé por dónde empezar. Es demasiado evidente que la quema de libros no sirve, que matar a todo humano tampoco y que expatriarlos menos aún. Sin embargo, podemos comenzar con cuestiones muy interesantes. Me refiero a convertir las ideas en malsanas, en contrarias a Dios y la Patria. Recuerdo haber leído cosas por el estilo hechas por un tal Savonarola y le fue muy bien. Me encantaría instaurar el terror. ¡Y el terror debe ser visto! Aunque no, no, no va a funcionar porque, insisto, seré mal visto en el futuro y por ende vituperado por los libros de historia” - dijo el dictador, se levantó de su asiento y se fue a descansar a su biblioteca.

Allí había tantos libros interesantes: colecciones enteras bellamente encuadernadas que nunca había leído, obras completas de naturaleza, tecnología, leyes, cuentos, poesías, novelas, tratados generales de cualquier cosa y descubrió un solitario librito sobre un estante que le llamó la atención por lo amarillento y viejito. Lo tomó y vio que se trataba de leyes de física. “Basura” – pensó mientras sostenía el librito en sus manos; luego se acarició la barbilla y se dijo a sí mismo: “Es inspirador”.

A la mañana siguiente, proclamó por los medios de comunicación que a partir de ese mismo instante no habría más leyes, que cada uno podría hacer lo que siempre había deseado, que toda ley por más pequeña que fuere quedaba abolida, que la libertad sería total, que nada de lo dicho por él sería escrito para que tampoco fuese ley y fue ovacionado por las multitudes emocionadas hasta el llanto.

El caos se esparció como tinta por el agua y fue cubriendo cada rincón de la propia patria y extendiéndose hacia los otros países. En menos de una semana nadie pudo sobrevivirse a sí mismo ni al otro y el dictador observó desde su mansión fuertemente custodiada por robots, cómo el pueblo iba degradándose; hasta los más fuertes caían en manos de cualquiera, cuando no que en las del suicidio y todo se iba destruyendo por el descontrol, por la orgía de sangre, por la vorágine de querer tener lo que el otro tiene, por la ambición desmedida, por lo que alguna vez alguien denominó como “Los siete pecados capitales”.  

El dictador bebió el último vaso de agua limpia y escribió: “Sin temor a equivocarme,  sin ánimos de ofensas y carente de todo egocentrismo, afirmo sin vacilar que soy el más sensible, humanitario y comprensivo de los seres que existen en el universo. Atesoro en mi corazón la certeza de ser superior a Dios.”


Violeta Paula Cappella.-

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