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domingo, 16 de mayo de 2021

La vieja de la bolsa

 


Por Alice de Cappella

- ¡Quién iba a decirlo, tan buen muchacho! Dicen que quedó así desde que encontraron a su abuelita muerta.

- ¡Cuánto amor que debió sentir por doña María! Por más que la finada, que en paz descanse, no pareció nunca muy aficionada a mostrar cariño por su nieto.

El caso era toda una noticia en el barrio y se iba diseminando hacia otros sectores de la ciudad.

Adolfito tenía diecisiete años. Era alto, flaco, desgarbado y con un cabello rebelde que le tapaba medio rostro.

De su abuelo materno, además del nombre, había heredado unos transparentes y acuosos ojos grises, bellos y tristes a la vez, que hacían olvidar su desaliño.

El muchacho, escaso de palabras, vivía con sus padres y su hermana, en una casuca edificada sobre la de sus abuelos.

Mientras doña María vivía lo acosaba a preguntas: “¡¿A dónde vas?! - ¡¿De dónde venís?! - ¡¿Por qué no aprendés de tu hermana?! ¡Ella siempre está estudiando! - ¡No me contestes! - ¡Contéstame cuando te hablo! - ¡Sos tan maleducado como tu padre!

El muchacho se agarraba la cabeza con ambas manos pensando en que algún día iba a explotar de furia y pensaba: “ya no la aguanto más, si al menos, se quedara muda durante algún tiempo, por lo menos una semana, una semanita sola…” Y mientras ella hablaba, él seguía divagando entre pensamientos de mudez súbita, anginas que la dejasen ronca y faringitis incurables.

Cuando Adolfito escuchaba música encerrado en su dormitorio, enseguida aparecía la madre solicitando que baje el volumen porque a la abuela le molestaba porque aseguraba que se le iban a caer los cuadros por las vibraciones y que el sonido retumbaba por toda la casa. Entonces Adolfito bajaba el volumen de la música y se encerraba en pensamientos de sorderas, otitis y demás cuestiones que no le permitiesen oír a la abuela.

Un día, la anciana le regaló a su nieto una camisa a cuadros, esas que ya hace muchos años que están muy pasadas de moda. No estaba envuelta en papel, ni tenía moño, tan solo estaba dentro de una bolsa de nylon.

Adolfito miró el regalo y le rogó a su abuela que le dejase la factura de la compra para cambiarla por una chomba o una remera más a tono con los tiempos, a lo que doña María respondió: “No, queridito, alguna vez en mi vida, quiero verte con ropa decente.” Y él, con todo el cariño que pudo, le volvió a insistir porque la camisa era para un hombre de noventa años, no para un joven de diecisiete.

La abuela estalló de ira y le dijo: “¡Así es como me agradecés! ¡Sos un descarado! ¡Me llevo la factura de compra y la bolsita, así me aseguro que no la vas a poder cambiar! Y además, te aclaro que quiero que la estrenes el día de tu cumpleaños. De lo contrario, queridito, olvidate de lo que me pediste la semana pasada.”

Después de esto, se hizo un gran silencio en la casa. A la madrugada se escucharon algunos ruidos pero el perro no ladró.

Al amanecer, la anciana no se levantó para desayunar y eso llamó la atención de algunos miembros de la familia. Adolfito desayunó por primera vez en paz.

Ya casi al mediodía, a todos les llamaba la atención que la abuela no estuviese levantada y fue cuando descubrieron el macabro escenario: había sido asesinada con la bolsita de nylon donde hacía solo unas horas atrás, había estado allí dentro la camisa de regalo.

A casi una semana del asesinato, Adolfito comenzó a sentir un cierto malestar, sobre todo cuando iba caminando a la escuela. Tenía la impresión de que lo vigilaban desde las sombras o lo perseguían desde para saber qué hacía. Sin embargo, nada extraño sucedía a su alrededor.

Un día, descubrió mientras iba a la casa de un compañero para hacer un trabajo práctico, que a su lado solía rodar por el suelo, una bolsita de nylo inflada por el viento.

Comenzó a escudriñar este tema y descubrió que si el corría, la bolsita se elevaba del suelo y seguí su carrera, si de repente él se detenía, también ella lo hacía, si él caminaba lento, la bolsita se inflaba y desinflaba para seguir el ritmo de sus pasos. 

La bolsita parecía tener vida propia. Si era siempre la misma, no, pero eran todas muy parecidas.

Un día corrió sin descanso y quiso despistar a la bolsita doblando a la esquina rápidamente. La bolsita se enrolló sobre sí misma cuando lo perdió de vista y reanudó su vuelo lo más ato que pudo para descubrirlo. Cuando lo vio, rodó por la vereda y continuó persiguiéndolo. La bolsita quiso enredarse en su cabeza y él con coraje, la tomó y destrozó con furia.

En el picnic de primavera organizado por la dirección de la escuela, él y Jésica se estaban besando amorosamente, cuando una bolsita se enredó en su mechón rebelde. Adolfito empezó a sentir escalofríos y un miedo aterrador; en ese momento pensó: “Es la vieja, es la vieja de mierda que me está persiguiendo.”

La noche envolvía a la ciudad y Adolfito miraba desde su ventana cómo una bolsa de consorcio se estrellaba contra el vidrio y trataba de ingresar en su habitación.

Adolfito empezó a quedarse cada vez más tiempo en casa. Ya no se animaba más a salir a la calle.

“Agorafobia”, diagnosticó el médico de cabecera de la familia. Mientras tanto, él observaba cómo en el cesto de papeles, la bolsita que envolvía a la jeringa intentaba salirse para atacar a Adolfito. “Es la estática”, dijo el enfermero, mientras lo inyectaba con algún sedante.

Recién cuando la ecología tomó fuerza, gracias a los pedidos, cartas y solicitudes de Adolfito de abandonar el uso de bolsitas de nylon, se lo volvió a ver por las calles, más relajado y tranquilo, pero siempre mira hacia los cuatro puntos cardinales, por si acaso, por si alguien que no cuida el medio ambiente, tira descuidadamente una bolsita asesina a la vereda…

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