Por Alice de Cappella
Desde mi ventana veo la casita de los Polillas. En realidad es imposible que las polillas vivan en esa casa, pero la manía que tiene su dueña de colocar naftalina por doquier, me hace pensar que miles de polillas la invaden a toda hora.
Todos los habitantes de la casita huelen a naftalina, incluyendo el gato, el dinero, los libros, las revistas, el bolso de las compras, los muebles, etc. etc. y todo lo que ingresa al domicilio, sale indefectiblemente con ese olor tan característico. Tal es así, que allí, la naftalina cumple el papel de desodorante humano y de ambientes, de perfume y hasta diría de condimento para los guisos y milanesas con papas fritas.
Los vecinos del barrio ni se acercan a la casa de los… Polillas (nadie sabe el verdadero apellido de esta familia). De la misma manera, la familia no es invitada a ninguna fiesta de cumpleaños o tan siquiera a tomar unos mates un sábado por la tarde.
¡Hay que ver a la maestra corrigiendo el cuaderno de la polillita más pequeña! Lo toma solo con dos dedos y se lo devuelve lo más rápido posible para no quedar impregnada de olor a naftalina durante el resto de la jornada laboral. Los compañeros de la niñita, nunca se le acercan demasiado, juegan distanciados y nadie acepta recibir de ella ni caramelos o chocolates que a veces lleva de merienda.
Al mayor de los Polillas no hay novia que le dure. Aunque se bañe y se perfume, el olor de la naftalina ya está impregnado en su piel y en toda su ropa. Las chicas se acercan a él porque es apuesto, usa ropa de marca y es muy educado, pero siguen de largo frente al pobre muchacho cuando comienzan a percibir el tremendo aroma a ropero cargado de bolitas.
Hace unos días, todos los vecinos nos
enteramos del fallecimiento de la abuela de los Polillas. Algunos, nos
acercamos a la sala velatoria y ya en el ingreso se sentía el aroma. Me tapé la
nariz para poder darle el último adiós a la difunta y entonces vi entre sus
dedos el arma, la daga olorosa, las balas asesinas del olfato: bolitas de
naftalina.
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