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lunes, 27 de septiembre de 2021

La zanja

 


Por Violeta Paula Cappella de Fox Talbot

Un día, la típica lluvia de noviembre comenzó a inundar la ciudad y como es lógico, las zanjas en el barrio donde vivía, comenzaron a desbordarse porque las cañerías de desagüe no daban abasto con la enorme cantidad de lluvia que estaba cayendo.

Unos gatitos bebés, hijos de una gata muda cuyo único sonido que emitía era similar a un piiiii, estaban en peligro porque estuvieron durante unos días habitando el caño de la zanja.

Uno de los gatitos se fue con la gata escapando del aguacero, el otro quiso subir a la copa de una acacia y su pequeña patita se enganchó en la espina.

Lo escuché maullar desesperado y cuando miré por la ventana, me horroricé de lo que estaba pasando. El gatito gritaba cada vez más fuerte por el dolor enorme que estaba padeciendo y la espina terminó atravesando su patita. No se podía desenganchar por sí solo, necesitaba urgente ayuda.

Me puse un impermeable para ir a salvarlo, tomé una toalla para envolverlo y traerlo dentro de la casa para curarlo y darle calor.

Mi madre apareció y me insultó:

Qué tarada, te vas a enfermar por un gato piojoso, para qué tiene madre ese gato, eh, y lo quieres rescatar y traer a la casa; tarada, que se la arregle la gata para eso es madre, que venga y lo rescate.

Yo sabía que la gata no podía rescatarlo porque el gatito estaba enganchado. ¡La espina de la acacia le había atravesado la patita! Yo estaba en situación de total desesperación y angustia y mi madre me seguía gritando desaforada:

¡Qué estúpida, te vas a enfermar, no te das cuenta cómo está lloviendo, te vas a engripar! Mujer idiota y mala persona, porque si te enfermas, quien tiene que comprar medicamentos y llamar al médico soy yo…

Mientras la escuchaba, fui al lavadero a buscar una escalera de albañil para poder rescatar al gatito.

Finalmente, lo desenganché de la espina de la acacia, ya tenía por fin al gatito en mis manos, lo envolví en la toalla, lo acurruqué contra mi pecho y lo quise entrar a la casa, estaba muy mal herido, totalmente frío y temblaba.

Mi madre me impidió entrar trabando la puerta. Con la pena más grande del mundo, tuve que colocarlo en un rinconcito donde la lluvia no lo siguiera mojando. Estaba sangrando, estaba mojado, asustado y tiritaba. Lo sequé con la toalla todo lo que pude y el gatito seguía maullando de dolor. Puse la toalla en el piso y lo acosté encima. Se acurrucó allí y lo tuve que dejar solito. Desde la puerta de entrada de la casa, mi madre y mi hermana me gritaban cantidades de insultos por mojarme.

Mi alma lloraba junto al gatito, estaba espantada de la familia que me había tocado.

Tenía prohibido rescatar animales y, si lo hacía, era una desconsiderada hacia la familia, una ególatra que quería darse aires de héroe y que no le importaban los gastos que significaban los animales.

Como yo ya trabajaba, siempre decía lo mismo: tengo dinero para solventar todos los gastos de los animales. Pero mis padres me impedían igualmente ingresarlos argumentando que mi obligación era aportar dinero a la casa, porque estaba viviendo allí y no debía vivir de “arriba”.

Cuando la lluvia torrencial amenazaba con inundar la casa, quien salía a destapar la zanja con el rastrillo y la pala era yo, me empapaba de la misma manera que me empapé rescatando al gatito.

En esos momentos de incertidumbre, que no sabía si el agua sucia iba a entrar o no al living, no importaba si yo me mojaba, me embarraba o me ensuciaba: lo importante era que el agua no entrase a la casa.

Una vez caí dentro de la zanja, nadie me ayudó. La boca de tormenta empezó a succionarme y los vecinos que veían lo que me estaba pasando, se reían a carcajadas al verme arrastrándome en el barro tratando de salir sin éxito. Entonces, el miedo de morir me hizo pensar en una rápida maniobra: clavé el rastrillo en el césped, me agarré con fuerza del cabo y logré salir de la boca de tormenta.

Comenté lo que me había pasado, ni mi hermana ni mi madre se inmutaron y me fui a bañar porque las hormigas coloradas me estaban picando, ya que sus hormigueros se habían inundado y se agarraron de mí para salir de la zanja y no ser tragadas por la boca de tormenta.

Mi madre dijo a toda voz y amenazándome:

No, no te vas a bañar ahora, porque vas a tirar más agua a la zanja, no ves que te tengo que decir todo. ¡Mujer imbécil, no ves cómo está lloviendo, no ves que la rejilla puede estar llena de agua y se va a desbordar!

Me encerré en el baño, me bañé y lavé la ropa llena de hormigas. La zanja no se iba a llenar de agua porque yo me bañase. Las hormigas me estaban lastimando con sus picaduras, pero para mi madre y mi hermana eso era muy divertido, porque me rascaba el cuerpo con ambas manos y hubiese necesitado más manos para quitarme todas las hormigas que tenía prendidas de la piel.

Nunca pude saber si el gatito se salvó, no lo volví a ver más, quizás hubo algún alma caritativa que se lo llevó a un hogar calentito, con buena comida y leche fresca. Prefiero pensar en que fue feliz y que esa y todas las noches, pudo estar amparado, cobijado y mimado.

Al tiempo me mudé de la casa de mis padres. Estaba harta de tanta agresividad.

Hoy, muchos años después de esa experiencia tan desagradable, vivo con mis gatos y mi perra, todos rescatados de la calle, feliz de la vida y lejos de todo desprecio a los seres indefensos y las buenas acciones.

 

 

domingo, 16 de mayo de 2021

La vieja de la bolsa

 


Por Alice de Cappella

- ¡Quién iba a decirlo, tan buen muchacho! Dicen que quedó así desde que encontraron a su abuelita muerta.

- ¡Cuánto amor que debió sentir por doña María! Por más que la finada, que en paz descanse, no pareció nunca muy aficionada a mostrar cariño por su nieto.

El caso era toda una noticia en el barrio y se iba diseminando hacia otros sectores de la ciudad.

Adolfito tenía diecisiete años. Era alto, flaco, desgarbado y con un cabello rebelde que le tapaba medio rostro.

De su abuelo materno, además del nombre, había heredado unos transparentes y acuosos ojos grises, bellos y tristes a la vez, que hacían olvidar su desaliño.

El muchacho, escaso de palabras, vivía con sus padres y su hermana, en una casuca edificada sobre la de sus abuelos.

Mientras doña María vivía lo acosaba a preguntas: “¡¿A dónde vas?! - ¡¿De dónde venís?! - ¡¿Por qué no aprendés de tu hermana?! ¡Ella siempre está estudiando! - ¡No me contestes! - ¡Contéstame cuando te hablo! - ¡Sos tan maleducado como tu padre!

El muchacho se agarraba la cabeza con ambas manos pensando en que algún día iba a explotar de furia y pensaba: “ya no la aguanto más, si al menos, se quedara muda durante algún tiempo, por lo menos una semana, una semanita sola…” Y mientras ella hablaba, él seguía divagando entre pensamientos de mudez súbita, anginas que la dejasen ronca y faringitis incurables.

Cuando Adolfito escuchaba música encerrado en su dormitorio, enseguida aparecía la madre solicitando que baje el volumen porque a la abuela le molestaba porque aseguraba que se le iban a caer los cuadros por las vibraciones y que el sonido retumbaba por toda la casa. Entonces Adolfito bajaba el volumen de la música y se encerraba en pensamientos de sorderas, otitis y demás cuestiones que no le permitiesen oír a la abuela.

Un día, la anciana le regaló a su nieto una camisa a cuadros, esas que ya hace muchos años que están muy pasadas de moda. No estaba envuelta en papel, ni tenía moño, tan solo estaba dentro de una bolsa de nylon.

Adolfito miró el regalo y le rogó a su abuela que le dejase la factura de la compra para cambiarla por una chomba o una remera más a tono con los tiempos, a lo que doña María respondió: “No, queridito, alguna vez en mi vida, quiero verte con ropa decente.” Y él, con todo el cariño que pudo, le volvió a insistir porque la camisa era para un hombre de noventa años, no para un joven de diecisiete.

La abuela estalló de ira y le dijo: “¡Así es como me agradecés! ¡Sos un descarado! ¡Me llevo la factura de compra y la bolsita, así me aseguro que no la vas a poder cambiar! Y además, te aclaro que quiero que la estrenes el día de tu cumpleaños. De lo contrario, queridito, olvidate de lo que me pediste la semana pasada.”

Después de esto, se hizo un gran silencio en la casa. A la madrugada se escucharon algunos ruidos pero el perro no ladró.

Al amanecer, la anciana no se levantó para desayunar y eso llamó la atención de algunos miembros de la familia. Adolfito desayunó por primera vez en paz.

Ya casi al mediodía, a todos les llamaba la atención que la abuela no estuviese levantada y fue cuando descubrieron el macabro escenario: había sido asesinada con la bolsita de nylon donde hacía solo unas horas atrás, había estado allí dentro la camisa de regalo.

A casi una semana del asesinato, Adolfito comenzó a sentir un cierto malestar, sobre todo cuando iba caminando a la escuela. Tenía la impresión de que lo vigilaban desde las sombras o lo perseguían desde para saber qué hacía. Sin embargo, nada extraño sucedía a su alrededor.

Un día, descubrió mientras iba a la casa de un compañero para hacer un trabajo práctico, que a su lado solía rodar por el suelo, una bolsita de nylo inflada por el viento.

Comenzó a escudriñar este tema y descubrió que si el corría, la bolsita se elevaba del suelo y seguí su carrera, si de repente él se detenía, también ella lo hacía, si él caminaba lento, la bolsita se inflaba y desinflaba para seguir el ritmo de sus pasos. 

La bolsita parecía tener vida propia. Si era siempre la misma, no, pero eran todas muy parecidas.

Un día corrió sin descanso y quiso despistar a la bolsita doblando a la esquina rápidamente. La bolsita se enrolló sobre sí misma cuando lo perdió de vista y reanudó su vuelo lo más ato que pudo para descubrirlo. Cuando lo vio, rodó por la vereda y continuó persiguiéndolo. La bolsita quiso enredarse en su cabeza y él con coraje, la tomó y destrozó con furia.

En el picnic de primavera organizado por la dirección de la escuela, él y Jésica se estaban besando amorosamente, cuando una bolsita se enredó en su mechón rebelde. Adolfito empezó a sentir escalofríos y un miedo aterrador; en ese momento pensó: “Es la vieja, es la vieja de mierda que me está persiguiendo.”

La noche envolvía a la ciudad y Adolfito miraba desde su ventana cómo una bolsa de consorcio se estrellaba contra el vidrio y trataba de ingresar en su habitación.

Adolfito empezó a quedarse cada vez más tiempo en casa. Ya no se animaba más a salir a la calle.

“Agorafobia”, diagnosticó el médico de cabecera de la familia. Mientras tanto, él observaba cómo en el cesto de papeles, la bolsita que envolvía a la jeringa intentaba salirse para atacar a Adolfito. “Es la estática”, dijo el enfermero, mientras lo inyectaba con algún sedante.

Recién cuando la ecología tomó fuerza, gracias a los pedidos, cartas y solicitudes de Adolfito de abandonar el uso de bolsitas de nylon, se lo volvió a ver por las calles, más relajado y tranquilo, pero siempre mira hacia los cuatro puntos cardinales, por si acaso, por si alguien que no cuida el medio ambiente, tira descuidadamente una bolsita asesina a la vereda…

Las vueltas de la Justicia

 


Por Melina Klostenmayer

El juez dio su veredicto y todos estuvieron de acuerdo: cadena perpetua.

Se calculó que la vida del condenado no llegaría a ser superior a los tres meses; según un grupo de médicos especialistas en enfermedades del hígado que lo revisaron, el órgano del condenado estaba seriamente afectado por el alcohol y la cirrosis era letal.

Estando en la cárcel, el condenado se sometió voluntariamente a un tratamiento novedoso que jamás había sido probado en seres humanos y que había llegado al país en carácter de top secret y así, se solicitaban reclusos voluntarios de diversos penales, bajo la consigna de no difundir el procedimiento y la consecuente reducción de la pena.

Casi a los seis meses de tratamiento, la enfermedad del condenado había desaparecido y fue dado de alta.

En otro punto del país, la hija de un juez fue violada por un ex convicto bebedor. La policía lo atrapó con un vaso de whiskey en la mano en un prostíbulo de Barrio Destilería Oeste.

Hace un tiempo, se supo de un juez que había encarcelado a su madre moribunda para que sea sometida a un tratamiento oncológico en un penal de alto riesgo. Cuando la viejecita se vio tras las rejas, comenzó a llorar desconsoladamente y después de unos días, falleció, de modo tal que el juez recibió una herencia suculenta.

La semana pasada, en un juicio ejemplar, un grupo de jueces condenan a otro juez por haber encarcelado a su madre, a un grupo de médicos por utilizar en seres humanos medicación no aprobada por el Ministerio de Salud y a un violador borracho.

El problema de tantas condenas se suscitó, cuando al juez le dieron una condena de 24 horas, con salidas programadas cada seis horas y una fianza que implicaba el 0,000001 % de la herencia recibida.

Como el juez que fue absuelto a las 24 horas estaba enfermo, decidió probar las medicaciones milagrosas que se practicaron en varias cárceles. De esta manera, se liberaría a los médicos, en tanto y en cuanto la enfermedad desapareciese por completo.

El violador bebedor, apareció en los medios y su enfermedad curada fue considerada “milagrosa”, comenzó a tener seguidores y creó una nueva religión, con la cual se convirtió en multimillonario porque con él trabajaban los médicos con los medicamentos curadores que fueron liberados, tras haberse sanado el juez enfermo.

La hija del juez que fue violada por el nuevo santo de las curaciones milagrosas, asistió al templo-sanatorio para curarse de una depresión muy grave. La atendió el propio santo, se reconocieron, ella quiso salir corriendo y él la retuvo, sintió nuevamente deseos de violarla pero de repente la erección de su pene se desvaneció, comenzó a llorar y se suicidó.

La hija del juez se sintió aliviada y se hizo cargo de la religión por haber generado el milagro de no haber sido violada…

 

Con olor a barrio

 


Por Alice de Cappella

Desde mi ventana veo la casita de los Polillas. En realidad es imposible que las polillas vivan en esa casa, pero la manía que tiene su dueña de colocar naftalina por doquier, me hace pensar que miles de polillas la invaden a toda hora.

Todos los habitantes de la casita huelen a naftalina, incluyendo el gato, el dinero, los libros, las revistas, el bolso de las compras, los muebles, etc. etc. y todo lo que ingresa al domicilio, sale indefectiblemente con ese olor tan característico. Tal es así, que allí, la naftalina cumple el papel de desodorante humano y de ambientes, de perfume y hasta diría de condimento para los guisos y milanesas con papas fritas.

Los vecinos del barrio ni se acercan a la casa de los… Polillas (nadie sabe el verdadero apellido de esta familia). De la misma manera, la familia no es invitada a ninguna fiesta de cumpleaños o tan siquiera a tomar unos mates un sábado por la tarde.

¡Hay que ver a la maestra corrigiendo el cuaderno de la polillita más pequeña! Lo toma solo con dos dedos y se lo devuelve lo más rápido posible para no quedar impregnada de olor a naftalina durante el resto de la jornada laboral. Los compañeros de la niñita, nunca se le acercan demasiado, juegan distanciados y nadie acepta recibir de ella ni caramelos o chocolates que a veces lleva de merienda.

Al mayor de los Polillas no hay novia que le dure. Aunque se bañe y se perfume, el olor de la naftalina ya está impregnado en su piel y en toda su ropa. Las chicas se acercan a él porque es apuesto, usa ropa de marca y es muy educado, pero siguen de largo frente al pobre muchacho cuando comienzan a percibir el tremendo aroma a ropero cargado de bolitas.

Hace unos días, todos los vecinos nos enteramos del fallecimiento de la abuela de los Polillas. Algunos, nos acercamos a la sala velatoria y ya en el ingreso se sentía el aroma. Me tapé la nariz para poder darle el último adiós a la difunta y entonces vi entre sus dedos el arma, la daga olorosa, las balas asesinas del olfato: bolitas de naftalina.

sábado, 5 de diciembre de 2020

La confesión

 


Por Violeta Paula Cappella


-          Padre, no he pecado.

-          ¿Perdón?

-          Que no he pecado, digo.

-          En hora buena, hija. Y entonces, ¿para qué has venido?

-          Bueno, he venido, justamente porque no sé, me he olvidado de pecar.

-          ¿Te has olvidado de pecar? Pero, ¿cómo es eso?

-          Pues fíjese, que he estado tan ocupada con el asunto de mis abuelitos y mi madre y el tema de mi suegra, que no he pecado, me la he pasado ayudando a todos durante meses y llegaba tan cansada a casa que nada, nada de nada. ¿Me entiende?

-          Sí, claro que le entiendo.

-          Bien, el tema es que ahora, después de tantos meses, me he acordado de que el pobre de mi marido se ha aguantado todo este tiempo y… Ese es el problema, que no sé si se ha aguantado todo este tiempo.

-          ¿Su marido le ha ayudado con los enfermos de la familia?

-          Sí, claro, se ha quedado en el sanatorio muchas noches cuidando de su madre, incluso se murió ella en presencia de él.

-          Perfecto, entonces, ¿cuál es el problema?

-          Es que… Padre, dígame la verdad, con la mano en el corazón, por favor: Mi marido, ¿ha venido a confesarse?

-          Sí, por supuesto, como buen cristiano que es.

-          Entonces, mi marido ha pecado.

-          Su marido ha pecado tanto como usted, por eso vino a confesarse y se fue con un humor de mil demonios porque usted no se había confesado. Y no vengan más, ni usted ni su marido, con estos dramas de abstenciones que no son nada divertidos.

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